Premio Nobel de la Guerra -- Secretariado Social Mexicano

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Enviado a la página web de Redes Cristianas

La concesión del Premio Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado ha provocado un profundo debate, no solo en Venezuela sino en toda América Latina. Para los pueblos que han resistido históricamente el intervencionismo extranjero, este galardón no es una sorpresa: es una confirmación.

La llamada “defensa de la democracia” que se invoca desde los centros de poder occidental es, una vez más, la máscara que oculta la injerencia, la desestabilización y el intento de someter a los países soberanos a los designios del capital transnacional y de los intereses geoestratégicos del Departamento de Estado de los Estados Unidos.

Durante más de dos décadas, Venezuela ha sido el laboratorio de una ofensiva multifacética: mediática, económica, diplomática y psicológica. Desde el ascenso de la Revolución Bolivariana, el país se ha convertido en objetivo prioritario de quienes no toleran que un pueblo latinoamericano decida su destino sin pedir permiso a Washington. El cerco financiero, las sanciones unilaterales y el bloqueo criminal no son errores ni excesos: son parte de una estrategia deliberada para doblegar a una nación que, con todos sus desafíos, ha insistido en ejercer su derecho a la autodeterminación.

El relato dominante —repetido hasta el cansancio por las grandes cadenas mediáticas internacionales— habla de “dictadura” y “represión”, pero oculta que el gobierno bolivariano ha resistido con el respaldo de las mayorías. Esa voluntad popular, que se expresa en las urnas y en las calles, no ha sido borrada ni por el hambre inducida ni por las amenazas de intervención. Como en el caso de Cuba, se ha querido fabricar la imagen de un pueblo oprimido y silenciado, cuando en realidad se trata de un pueblo sitiado, que resiste a una guerra económica que busca rendirlo por agotamiento.

El Nobel concedido a Machado no premia la paz, sino la sumisión. No exalta el valor de los derechos humanos, sino la obediencia al mandato imperial. Quien hoy recibe el premio no es una voz de diálogo ni de reconciliación, sino el rostro político de una estrategia de desestabilización que ha justificado sanciones devastadoras, alentado la fractura interna y la posibilidad de una intervención extranjera. Bajo el discurso de la “libertad”, se promueve la entrega del país a los mismos intereses que durante siglos saquearon el continente y que hoy disfrazan de filantropía su voracidad.

El pueblo venezolano conoce bien esa historia. La ha vivido desde los tiempos de Bolívar, cuando el sueño de una América unida se estrelló contra los apetitos coloniales. La ha sufrido en carne viva durante el siglo XX con las dictaduras patrocinadas por Washington, y la enfrenta hoy, en el siglo XXI, bajo formas más sutiles pero igualmente brutales: sanciones, bloqueos, campañas de desinformación y premios que legitiman la agresión.

El Premio Nobel de la Guerra no es un accidente aislado. Es parte de una larga lista de decisiones que revelan el carácter ideológico del galardón. No olvidemos que también fue otorgado a Barack Obama, comandante en jefe del ejército más beligerante del planeta, responsable de múltiples invasiones y bombardeos que dejaron millones de víctimas. ¿Qué paz se celebra cuando el premio decora a quienes promueven o justifican la violencia imperial? ¿Qué humanidad se reconoce cuando se ignora el sufrimiento causado por las sanciones y los bloqueos, que son formas modernas de guerra silenciosa?

Desde la perspectiva del pueblo venezolano y de Nuestramérica, el Nobel concedido a Machado es un insulto a la soberanía nacional y a la paz. Es un intento simbólico de deslegitimar al proceso bolivariano, de borrar su base popular y su vocación socialista. Pero también es nuestra oportunidad de desenmascarar la hipocresía de los poderes globales que hablan de “democracia” mientras socavan la voluntad de los pueblos. Venezuela, con todas sus contradicciones, sigue en pie. Y eso, en sí mismo, es una victoria política y moral.

El pueblo ha aprendido que la paz no se recibe como un premio: se construye desde abajo, con dignidad y justicia social, como lo hizo y sigue haciendo la revolución bolivariana, vive en cada pueblo que lucha desde el Río Bravo hasta la Patagonia. La verdadera paz no se decreta desde Oslo ni se financia desde Washington. Nace en la resistencia de las y los trabajadores, en la solidaridad de los barrios, en la organización popular que defiende sus conquistas frente a la agresión capitalista.

Quienes creemos en la soberanía y en la autodeterminación de los pueblos, no podemos ser neutrales ante esta farsa. El llamado es a colocarse del lado correcto de la historia: el de los pueblos que luchan por decidir su destino, y no el de los imperios que lo dictan. El Premio Nobel de la Paz ha perdido su sentido; su brillo ya no ilumina la justicia, sino que encubre la violencia estructural del sistema que lo patrocina.

Por eso, frente al ruido de la propaganda y los aplausos diplomáticos, Venezuela continúa defendiendo la paz verdadera: la que se construye con soberanía, igualdad y dignidad. Esa paz, la de los pueblos que no se rinden, es la única que merece un Nobel.

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