Esta vez me dirijo a Uds. para solicitar la publicación de una carta que escribí anoche; y que mi amigo Jaime Escobar -de Reflexión y Liberación- me solicitó publicar. Autoricé su publicación porque la misma, siendo testimonial, hace una crítica profética al arzobispo de Santiago, quien no ha levantado las sanciones canónicas que pesan sobre el padre Manuel Hervia. La sanción persiste porque el año 2002 el padre Manuel denunció ante la Conferencia Episcopal a un obispo, Francisco José Cox, por abuso de menores. A raíz de ello, dicho obispo fue retirado del ejercicio episcopal público, siendo traslado a un monasterio en Suiza.
En la actualidad no existe ninguna razón canónica para no restituir la plenitud del ejercicio ministerial del padre Manuel. Incluso, después de un mes de sobreseída la acusación contra el padre Manuel, por falta de pruebas, el Arzobispado de Santiago no ha emitido ninguna declaración pública, pese a ser solicitada reiteradamente.
En consecuencia, se configura un uso abusivo de la autoridad del obispo, por lo que la difusión de la verdad del padre Manuel Hervia es fundamental para quitarte impunidad al arbitrio con que la autoridad jerárquica ejerce su ministerio. De hecho, Uds. ya publicaron hace unas tres semanas un primer artículo referido a este sacerdote.
La carta testimonial que solicito publicar está en el portal de Reflexión y Liberación.
Agradecido de lo que puedan hacer, les saluda fraternalmente,
Marco Antonio Velásquez Uribe
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El caso de mi amigo Manuel es siniestro. Se conjuga la maldad en todo su esplendor… (Marco A. Velásquez).
Querida amiga:
Gracias por compartir tus sentimientos, que también son míos; son sentimientos de impotencia e indignación. En realidad debieran ser los sentimientos de toda nuestra Iglesia. Agradezco que mediante este correo me unas con personas a quienes admiro y conozco.
El caso de mi amigo Manuel es siniestro. Se conjuga la maldad en todo su esplendor. Ahí están las instituciones y personas con responsabilidades objetivas que, ojalá algún día puedan dar cuenta ante la sociedad. Ellos han actuado desde el mundo; en tal sentido, al padre Manuel le ha cabido -hasta ahora- la misma suerte de multitudes inocentes que son acusados y sancionados injustamente, comenzando nada menos que por el Hijo de Dios. Es el sufrimiento evangélico.
Lo que duele en el caso del padre Manuel, cuyo caso conozco en detalle, es la actitud de cierta jerarquía de nuestra Iglesia. Duele que, habiendo sido exonerado de toda responsabilidad por la justicia chilena, Manuel haya escrito una carta (fechada el 30 de abril) que envió a 80 sacerdotes y a un par de obispos; duele que no tuviera sino la respuesta de dos de sus destinatarios. ¿Donde está esa virtud cardinal de la caridad en quiénes han sido ungidos para sacramentar tan grande don?
Duele que a Manuel -como a un verdadero ladrón- se le prohibiera acudir a encontrarse con su Señor, con Nuestro Señor. Sí, porque en medio del proceso judicial, nuestro querido Manuel llegaba cada noche a visitar al Santísimo Sacramento de la Capilla de la Posta Central, ahí se refugiaba para ofrendar su llanto y su impotencia. Ahí llegaba de noche para no ser visto, para poder experimentar -en medio de la más absoluta desolación humana- la consoladora compañía de ese Maestro a quien juró seguirlo hasta el extremo. Así fue como el propio Director de la Posta Central le impidió acercarse a la Capilla, según él, siguiendo consejos de la propia Iglesia.
Duele que casi todo el clero de Santiago se olvidara de Manuel durante los dos eternos años que duró el proceso judicial.
Duele que el cura que impartía mas de tres mil sacramentos de la Unción de los Enfermos anualmente, fuera tratado como un verdadero paria.
Duele que a Manuel se le ofreciera pastoralmente la solución de una salida ejecutiva a su delicada situación canónica, bajo la condición de aceptar ser «reducido» al estado laical con celeridad. Eso duele en la esencia de lo que somos.
Duele que Manuel no fuera aceptado como huésped en la Casa del Clero (de Avda. Santa Isabel), porque desde el principio se presumió su culpabilidad. (Y aun si hubiera sido culpable, es también deber de la Iglesia acompañar a sus sacerdotes en la desolación).
Duele que, siendo rechazado como María y José en Belén, tuviera que ser acogido por sus hermanas, por su familia sanguínea; porque su familia religiosa, de la que todos somos parte, lo expulsó de los atrios de la caridad cristiana.
Duele que haya pasado casi un mes, y que la Iglesia de Santiago siga obcecada en No emitir una declaración pública, bajo la excusa de la falta de un fallo judicial. Duele que justamente cuando ha habido tantas acusaciones lamentablemente comprobadas, ésta, la triste historia de Manuel, bien podría haber sido una ocasión significativa para levantar una voz profética que ayudara a resarcir el grave daño moral de la calumnia.
Duele que hayamos sido los laicos (en realidad es un privilegio), quienes hemos tenido que crear una suerte de red de protección de personas como Manuel, y que utilizando las redes sociales podamos ayudar a informar debidamente. Es increíble que hayamos tenido que recurrir a páginas web cristianas y católicas de Chile, de España, de Argentina y de otros lugares del mundo para difundir la maravillosa noticia de la inocencia de Manuel, y así devolverle en algo la honra arrebatada injustamente. Gracias a ello, hoy, miles de personas en todo el mundo esperan ese tramitado comunicado oficial de nuestra Iglesia; que no será una concesión, sino el triunfo de la caridad construida a través de la redes sociales.
Duele que se esgriman razones falsas para informar lo que corresponde, en circunstancias que mucha, pero mucha gente, sabe las razones verdaderas por las que Manuel ha sido vejado por cierta jerarquía.
Duele esa suerte de soplonaje que se transmite, como un relámpago, entre el clero para enlodar a un cura caído.
Duele que esto siga ocurriendo, cuando en Roma soplan vientos tan distintos.
Pero lo de Manuel es sólo un caso.
Por infortunio, llegan, curiosamente, muchos casos de curas y alguna religiosa, vulnerados en sus derechos esenciales por el arbitrio eclesial.
Sé del riesgo que incurro al escribir esto, pero es la verdad; luego estoy decidido a asumir el riesgo liberador que implica servir a la verdad y a la caridad. Ésta es mi manera adulta de amar a mi Iglesia y de servirla, porque precisamente mucho he recibido de ella.
En esto varias personas hemos aprendido algo significativo;
«La arbitrariedad y la injusticia son el escudo de la cobardía; mientras sus armas son el silencio, la prohibición, la marginación, el secretismo, incluso la obediencia impuesta indebidamente. Para derribar los planes del soberbio corazón, María es nuestro escudo; mientras nuestras armas son la información, la difusión y la verdad».
Recibe amiga mi saludo agradecido lleno de esperanza,
Marco Antonio Velásquez Uribe
Santiago, Mayo 28 / 2013.
Queridos hermanos y hermanas, amigos y amigas:
Con mucho gozo comienzo este día con muy buenas noticias. Un amigo cura acusado vilmente de abusar de menores, ayer tuvo la gozosa noticia del sobreseimiento definitivo de la causa por falta de mérito y por falta de pruebas (en la justicia civil). La acusación fue una brutal calumnia, le destrozaron su vida personal. Lo vejaron por más de dos años; junto a una religiosa de avanzada edad.
Hoy viernes temprano, al leer mis correos me encuentro con un mensaje de Manuel. Me ha emocionado la noticia y le he llamado de inmediato. Está contento, en paz y a la espera de la restitución plena de su ministerio sacerdotal.
Nada cuesta destruir la imagen con estas gravísimas acusaciones cuando son infundadas, mucho cuesta restaurar la fama. Siento un deber moral contar y multiplicar esta maravillosa noticia, porque en algo ayuda a hacer justicia. Quisiera que la prensa lo haga con la misma profusión con que propaló el escándalo.
Tuve el privilegio de estar cerca de Manuel en esta larga pasión, sé de sus penas, de su pobreza, de su abandono y marginalidad. Aun recuerdo la conversa que tuvimos mientras caminábamos acompañando el cortejo de nuestro común amigo Pierre Dubois; ese día encomendamos a Pierre la intercesión porque esa anhelada justicia para Manuel fuera realidad; hoy ha llegado ese día. He compartido con Manuel la impotencia y la esperanza en Dios que no defrauda.
La verdad nos hace libres.
Marco Antonio Velásquez Uribe
No conocía a Manuel Hervia hasta que estuvo hace poco en nuestras editora claretiana para requerir una de nuestras publicaciones. Supe entonces de su antigua y afectuosa relación con los claretianos en Curanilahue, y me impresionó la forma diáfana y sin rencores con que me contó su drama; por intereses mezquinos y deleznables, personas que quisieron vengarse de un justo despido lo acusaron de abusar de niñitas en riesgo social acogidas en un hogar que atendía en capellanía, y de ser amante de una septuagenaria religiosa a cargo de las niñas, con quienes él jamás había tenido cercanía ni siquiera propicia para sospechas.
Con ello lo han mantenido por largo tiempo alejado de las funciones sacerdotales como un réprobo, y de hecho “le cortaron las manos” para todo desempeño público congruente con la vocación de su vida.
Pero lo que mayormente me impactó fue la forma precipitada en que se le señaló culpable en el ámbito eclesiástico, sin siquiera habérsele formulado cargos formales que hubiera conocido, y se le presionó a declararse culpable a cambio de “sacarlo rápidamente del ministerio sacerdotal”, a lo que él se negó terminantemente, fundado en su inocencia y la confianza de poder probarla, como efectivamente lo ha logrado. Realmente triste, por decir lo menos, me parece que algunas instancias de justicia eclesial que hasta poco optaron por desoír denuncias de delitos abominables cometidos por algunos clérigos, no hayan tenido ahora la acuciosidad suficiente para salvaguardar la inocencia y la honra de uno de sus hermanos.
Aunque enlodar es muy fácil, pero limpiar lo injustamente ensuciado y pisoteado resulta sumamente difícil, me alegro de que haya triunfado en justicia la inocencia de Manuel, un cura con largo testimonio de vida en defensa de la justicia y la dignidad de los hijos de Dios.
Alfredo Barahona Zuleta, editor general de ECCLA