Enviado a la página web de Redes Cristianas
Los centros de poder españoles heredaron de Castilla una intolerancia extrema hacia la
disidencia.
Para las élites españolas, con la disidencia no existe otra salida que la represión. Dialogar con ella
es un imposible, porque hacerlo vendría a suponer que podría tener razones que mereciesen ser
atendidas. Y eso es falso, la disidencia está absolutamente equivocada en todo. Y con el error
absoluto no cabe ningún diálogo.
Sin embargo, tras los pretextos que se aducen para negar el diálogo -la Constitución, el Estado de
Derecho,…- estaría el temor a que con su aceptación se estuviera corriendo el riesgo de acabar
siendo devorados por algunas de las tesis de la disidencia ante la poca consistencia democrática
del modelo de organización política y social existente. Si imponemos nuestras razones -razones
de poder, no de justicia-, somos algo o alguien, pero si no conseguimos imponerlas, nos diluimos,
dejamos de ser, como ciudadanos y como país.
En España hay demasiadas cuestiones que se despachan exclusivamente desde la más pura
negación. El reciente pleno en el Parlamento -investidura del candidato a la Presidencia del
Gobierno-, ha puesto de manifiesto, una vez más, la incapacidad de la ultraderecha y de la
extrema ultraderecha para dejar atrás la irracionalidad, el odio y la visceralidad, y transitar hacia el
terreno del debate motivado entre diferentes.
Una de esas cuestiones intocables es la plurinacionalidad del Estado español. Todos los
nacionalismos son tribales, anacrónicos y excluyentes, salvo el nacionalismo español. Esta razón
de Estado la expresó muy claramente José Antonio Zarzalejos, exdirector del diario ABC: «Por
encima de la verdad está la unidad de España».
El concepto de España como “una unidad de destino en lo universal” o como un territorio llamado
a ser, desde la noche de los tiempos, una entidad inmodificable, indisoluble (Artículo 2 de la
Constitución española), un invariante planetario, se quedaría en una desmesura fundamentalista
si no fuera porque es muy peligroso. Como dice Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho
Constitucional, los conflictos territoriales forman parte de ese tipo de conflictos por los que la gente mata.
Además, esta cosmovisión supone un desconocimiento histórico considerable. Las organizaciones
políticas y sociales las establecen las élites –lo que Marx denominaba la “superestructura”- y las
diseñan de tal manera que no resulte fácil alterarlas. Un ejemplo de ello es la Constitución
española, que se redactó para que, en la práctica, no pudiera ser reformada. Esgrimir entonces el
argumento de que hay que ir de «la ley a la ley» a la hora de modificar el estatus legal es un
sofisma.
Ha sido gracias a la tensión dialéctica entre poder y voluntad popular como la humanidad ha
avanzado. De lo contrario, seguiríamos anclados en épocas pretéritas, porque las clases
dirigentes nunca tienen la intención de cumplir la condición de ir de «la ley a la ley» cuando las
modificaciones de ese estatus legal no les benefician. Esta es la fuerza de la objeción de
conciencia y de la desobediencia civil pacífica, oponer la razón ética a la razón de Estado cuando
en nombre de esta se vulneran derechos.
Ojalá pudieran alcanzarse consensos sociales desde la ley para mejorarla. Sin embargo, hoy por
hoy, eso queda muy lejos. No hay más que ver lo que ha sucedido en la Cumbre sobre el Cambio
Climático 2019 de Madrid. Está claro que estamos suicidándonos como especie, pero las grandes
potencias prefieren morir matando antes que poner freno a sus ambiciones de poder y dinero.
Los derechos humanos se establecen a través de un proceso lento y complejo de discernimiento a
lo largo del tiempo en el que los argumentos de tipo jurídico y la conciencia colectiva universal
juegan un papel determinante. Cuando esa conciencia colectiva universal, auxiliada por otros
conocimientos, llega a la conclusión, se hace consciente, de que una cuestión de naturaleza
humana es un atributo consubstancial, inherente, a las personas y/o a los pueblos, entonces la
comunidad internacional la establece como un derecho humano, un derecho que nunca debería
ser conculcado por nada ni por nadie.
Hay que ir de los derechos humanos a la ley, no de la ley a los derechos humanos, porque la ley
no es un absoluto, sino un regulador de la convivencia. Cuando las sociedades evolucionan y
desbordan a las leyes, se escucha a la gente y se cambian las leyes, pero no se hace prevalecer
la ley por encima de la conciencia colectiva. De igual manera a lo que sucede cuando el tráfico se
hace más denso: se revisan las normas de circulación, se instalan semáforos más avanzados,
radares, rotondas,… pero no se obliga a circular con normas pensadas para cuando la intensidad
de tráfico era menor.
El mantenimiento de esta cerrazón, de este empecinamiento por perseverar en posiciones de
poder autoritarias y esencialistas, alentado por el adoctrinamiento de la gran mayoría de los
medios de comunicación (en manos de las élites), está teniendo como efecto añadido la
conformación de una sociedad desinformada e indiferente que, llegado el momento de expresar
su opinión en las urnas, se inclina, en un porcentaje muy elevado, por entregar su voto a aquellas
opciones políticas con las que la red de tertulianos y comentaristas subvencionada por el poder le
insiste machaconamente día sí y día también.
Esta deriva va a suponerle al Estado español un desgaste enorme y estéril, porque al final, si
quiere formar parte de una civilización que contribuya al progreso de la humanidad, no tendrá más
remedio que adoptar los modos y maneras propios de una verdadera democracia y dejar de ser lo
que ahora es, una democracia tutelada por los mercados financieros, la oligarquía y los jueces.