Pinochet ha muerto pero los poemas y el recuerdo de aquellos que murieron por su causa viven en la memoria de Dios y en el recuerdo de aquellos que les siguen amando y siguen escuchando sus voces.
Entre ellos destaca Víctor Jara, como ha querido recordarlo Juan. M. González, amigo de Argentida, habitual en este Blog, que acaba de mandarme el último poemade Jara, para que lo podamos leer, tras la fiesta de San Juan de la Cruz. A la vera de la Universidad P. de Salamanca, donde he dado clase durante treinta años, sigue estando la libreria que lleva su nombre: Víctor Jara.
Ahora que ha muerto Pinochet quiero recordar a sus muertos, repetir sus palabras, temblar con sus mismos temblores, pidiendo a Dios incluso que ellos, sus víctimas, puedan perdonar a su mismo verdugo, superando así la ley de venganza que él aplicó al tomar el poder a sangre y fuego.
1. Introducción. El último poema de Víctor Jara
El día 11 de septiembre de 1973, cuando el golpe militar comandado por el dictador Augusto Pinochet derrumbó del poder de Salvador Allende, el compositor y cantor Víctor Jara fue detenido con otros 600 estudiantes en la Universidad donde trabajaba. Llevado al Estadio Nacional en Santiago, ese mismo día fue torturado y asesinado por militares. Días después, su mujer, Joan Jara, identificó el cuerpo del poeta, fusilado y con las manos amputadas. En el estadio, escribió su último poema.
Introducción de Joan Jara: «Cuando más adelante me trajeron el texto del último poema de Víctor, supe que él quería dejar su testimonio, su único medio de resistir ahora al fascismo, de luchar por los derechos de los seres humanos y por la paz.»
2. Texto. El poema de la muerte: Estadio de Santiago
Somos cinco mil
en esta pequeña parte de la ciudad.
Somos cinco mil.
¿Cuántos seremos en total
en las ciudades y en todo el país?
Solo aquí,
diez mil manos siembran
y hacen andar las fábricas.
¡Cuánta humanidad
con hambre, frío, pánico, dolor,
presión moral, terror y locura!
Seis de los nuestros se perdieron
en el espacio de las estrellas.
Un muerto, un golpeado como jamás creí
se podría golpear a un ser humano.
Los otros cuatro quisieron quitarse todos los temores,
uno saltó al vacío,
otro golpeándose la cabeza contra el muro,
pero todos con la mirada fija de la muerte.
¡Qué espanto causa el rostro del fascismo!
Llevan a cabo sus planes con precisión artera
sin importarles nada.
La sangre para ellos son medallas.
La matanza es acto de heroísmo
¿Es este el mundo que creaste, dios mío?
¿Para esto tus siete días de asombro y trabajo?
En estas cuatro murallas solo existe
un número que no progresa, que lentamente querrá más muerte.
Pero de pronto me golpea la conciencia
y veo esta marea sin latido,
pero con el pulso de las máquinas
y los militares mostrando
su rostro de matrona llena de dulzura.
¿Y México, Cuba y el mundo?
¡Que griten esta ignominia!
Somos diez mil manos menos
que no producen.
¿Cuántos somos en toda la Patria?
La sangre del compañero Presidente
golpea más fuerte que bombas y metrallas.
Así golpeará nuestro puño nuevamente
¡Canto que mal me sales
cuando tengo que cantar espanto!
Espanto como el que vivo
como el que muero, espanto.
De verme entre tanto y tantos
momentos del infinito
en que el silencio y el grito
son las metas de este canto.
Lo que veo nunca vi,
lo que he sentido y que siento
hará brotar el momento…
(Víctor Jara, Estadio Chile, Septiembre 1973)
Nota bibliográfica: Víctor Jara,
Un canto truncado (Joan Jara; 1998).
3. Epílogo
Juan Manuel González me ha mandado este poema con un abrazo y una nota que decía otro poeta místico, como podeis ver aún en los comentarioa al blog de ayer. Siete años después del asesinato de Jara y compañeros (el año 1980) fuí a dar unas clases a la Universidad Católica de Chile, invitado por la Facultad de Teología Católica, pero su Vicerrector (actual Cardenal Jorge Medina, Prefecto emérito de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, muy importante en el Vaticano) no lo permitió, argumentado que mi pensamiento teológico no iba en la línea oficial.
Con esa ocasión, no pudiendo dar clases, pude ver algunos viñedos y paisajes del entorno de Santiago, con el Padre Cóo, un caballero. Pero quise conemplar, sobre todo, con estremecimiento emocionado, el estadio y los lugares de la memoria de Víctor Jara y de tántos otros (especialmente de Alsina, sacerdote catalán asesinado). En la puerta de una iglesai cenral de Santiago había un letrero que decía Dios es Amor y seguía poniendo las estrofas del Magnificat. Una mano fuerte lo había borrado y había escrito encima Dios es Orden.
4. Conclusión: contexto
Preparado ya el blogg (que dejo como estaba) vuelve a escribirme mi amigo Juan Manuel G. de Argentina:
Xabier:
Escanee para ti (y los amigos de blog), el capítulo (Libro: Víctor Jara, un canto truncado, Joan Jara) que escribe Jean Jara, la esposa de Víctor, pues, me parece que ayuda a entender el texto (en su contexto dramático: clave hermenéutica del poema).
Y uno se queda preguntando, ¿qué es la belleza? (¿la estética de la ética?), ¿cuál es el ?poema?? que debemos intentamos ser y cantar con nuestra existencia?
Estos poetas, escribieron y vivieron peligrosamente, por eso hay que leerlos con ?temor y temblor??, con reverencia y pudor. Por que aquí hay mística, algo más que poesía??
¡Un abrazo!Juan Manuel
Jean Jara. Aquella mañana (11 de septiembre de 1973) había cerca de seiscientos alumnos y profesores en la Universidad Técnica. El presidente Allende tendría que haber pronunciado allí un importante discurso para anunciar su decisión de celebrar un plebiscito nacional a fin de resolver por medios democráticos el conflicto que amenazaba al país.
Puesto que los primeros bandos militares aseguraban que quienes transitaran por las calles se exponían a ser abatidos por los disparos y que desde las primeras horas de la tarde entraría en vigor el toque de queda, el doctor Enrique Kirberg ?Rector de la universidad?, negoció con los militares la autorización para que los encerrados en el edificio permanecieran allí toda la noche, por su propia seguridad, hasta que a la mañana siguiente se levantara el toque de queda. Eso fue lo acordado y se dieron órdenes para que todos permanecieran en el interior de los edificios de la universidad. Probablemente fue entonces cuando Víctor me telefoneó por segunda vez. No me dijo que el campus estaba rodeado de tanques y soldados.
Me han contado que durante las largas horas de la noche, mientras escuchaban las explosiones y el pesado fuego de ametralladoras que retumbaba por todo el barrio, Víctor intentó elevar la moral de los que le rodeaban. Cantó y los hizo cantar con él. No tenían armas con que defenderse. Después Víctor intentó dormir un rato en la sala de profesores del viejo edificio de la Escuela de Artes y Oficios.
El tableteo de las ametralladoras se prolongó durante toda la noche. Algunas personas que intentaron salir de la universidad al amparo de la oscuridad fueron abatidas en el acto, pero el ataque en serio sólo comenzó a primeras horas de la mañana siguiente, cuando los tanques dispararon sus cañones pesados contra los edificios, dañando la estructura de algunos, haciendo trizas las ventanas y destruyendo laboratorios, equipos, libros. No hubo disparos de respuesta, pues en el recinto no había armas.
Una vez que los tanques entraron en el recinto universitario, los soldados procedieron a reunir a todos, incluido el Rector, en un amplio patio que normalmente se utilizaba para practicar deportes. Obligaron a todos a echarse al suelo, con las manos en la nuca, golpeándolos con las culatas de los fusiles y dándoles de patadas. Víctor estaba con los demás y tal vez fue al salir del edificio cuando se quitó de encima el carnet de identidad, con la esperanza de que no le reconocieran.
Luego de permanecer más de una hora en aquella posición, los hicieron formar en fila india y correr, con las manos siempre en la nuca, hasta el Estadio Chile, situado a seis manzanas de distancia. Por el camino los sometieron a insultos, patadas y golpes.
Cuando estaban formados a la puerta del estadio, Víctor fue reconocido por uno de los suboficiales. «Tú eres ese maldito cantante, ¿no?», dijo, al tiempo que golpeaba a Víctor en la cabeza, derribándole, y a continuación pateándole el vientre y las costillas. Víctor fue separado del contingente mientras entraban en el edificio y destinado a una tribuna especial, reservada para detenidos «importantes o peligrosos».
Los amigos que le vieron desde lejos recuerdan la amplia sonrisa que les dirigió en medio del horror que estaban viviendo, una amplia sonrisa a pesar de que tenía la cara ensangrentada y una herida en la cabeza.
Otro testigo que aguardaba en el pasillo vio la siguiente escena: cuando Víctor empujó las puertas de vaivén para salir al pasillo, casi chocó con un oficial del ejército que parecía ser el segundo jefe del estadio. El militar había estado muy ocupado gritando órdenes por el micrófono y profiriendo amenazas. Era un hombre alto, rubio, bastante buen mozo y evidentemente disfrutaba con el papel que le habían asignado: se pavoneaba de un lado a otro. Algunos detenidos ya le habían apodado «El Príncipe».
En el momento que Víctor casi tropezó con él, el oficial dio muestras de reconocerle, sonrió irónicamente, imitó el acto de tocar la guitarra, rió y a continuación le pasó rápidamente el dedo por el cuello. Víctor permaneció sereno e hizo algún gesto de respuesta, pero el oficial gritó: «¿Qué hace aquí este hijo de puta?» Llamó a los guardias, que le acompañaban y añadió: «No permitan que se mueva de aquí. Este me lo reservo.»
Después Víctor fue trasladado al sótano, donde se le ve fugazmente en un pasillo, el mismo en que con tanta frecuencia se había preparado para cantar, ahora cubierto de sangre y tumbado en un suelo cubierto de orina y excrementos.
Por la noche le devolvieron a la parte principal del estadio y le dejaron con los demás presos. Apenas podía caminar, tenía la cara y la cabeza ensangrentadas y amoratadas, al parecer le habían roto una costilla y le dolía el vientre, donde le habían pateado. Los amigos le limpiaron la cara y procuraron que estuviera cómodo.
Al día siguiente, viernes 14 de septiembre, los presos fueron divididos en grupos de alrededor de doscientos, preparándolos para trasladarlos al Estadio Nacional. Fue en ese momento cuando Víctor, ligeramente recuperado, preguntó a sus amigos si alguien tenía lápiz y papel, y comenzó a escribir su último poema.
Durante días mantuvieron en esas condiciones a miles de prisioneros, prácticamente sin alimentos ni agua; les apuntaban constantemente con focos cegadores, hasta el punto de que perdieron toda noción del tiempo e incluso del día y de la noche; montaron ametralladoras alrededor de todo el estadio y las disparaban intermitentemente contra el techo o sobre la cabeza de los prisioneros; lanzaban órdenes y amenazas por los altavoces; el jefe era un hombre corpulento y sólo divisaron su silueta cuando advirtió que habían apodado «sierras de Hitler» a las ametralladoras porque podían partir a un hombre por la mitad… y lo harían si era necesario. Llamaban a los prisioneros de uno en uno y les hacían desplazarse de una parte a otra del estadio; era imposible descansar. La gente era golpeada con látigos despiadadamente y a culatazos. Un hombre que ya no pudo soportarlo más, se lanzó al vacío desde lo alto y encontró la muerte entre los prisioneros que estaban abajo. Otros sufrieron ataques de locura y fueron abatidos a balazos a la vista de todos.
Víctor garabateaba a toda prisa e intentaba registrar parte del horror al que se estaba dando rienda suelta en Chile, a fin de que el mundo lo supiera. Sólo podía prestar testimonio de su «pequeño rincón de la ciudad», donde estaban presas cinco mil personas, e imaginar lo que debía de estar ocurriendo en el resto de su país.
En las últimas horas de su vida, las raíces profundas de su infancia campesina lo llevaron a ver en los militares a «matronas» cuya llegada era la señal de los gritos del parto, lo que de niño le había parecido un sufrimiento insoportable. Ahora esas visiones se confundían con la tortura y la sádica sonrisa de «El Príncipe». Pero hasta en ese momento Víctor abrigaba esperanzas respecto al futuro, confianza en que a largo plazo el pueblo sería más fuerte que las bombas y las metralletas… y al llegar a los últimos versos ?«Canto qué mal me sales/cuando tengo que cantar espanto!»?, para los cuales ya tenía la música en su interior, lo interrumpieron. Un grupo de guardias fue a buscarlo y lo separó de los que estaban a punto de ser trasladados al Estadio Nacional. Le pasó de prisa el papelito a un compañero sentado a su lado y éste, a su vez, lo escondió en el calcetín mientras se lo llevaban. Cada uno de los amigos intentó aprenderse de memoria el poema a medida que era escrito, para sacarlo consigo del estadio. No volvieron a ver a Víctor.
Cuento con otros dos atisbos fugaces de Víctor en el estadio, dos testimonios más: un mensaje para mí transmitido por alguien que estuvo a su lado algunas horas en los camarines ?convertidos en sala de tortura?, un mensaje de amor hacia sus hijas y hacia mí. Luego fue, una vez más, insultado y golpeado, en público; al borde de la histeria y perdido el dominio de sí el oficial apodado «El Príncipe» le gritó: «¡Canta ahora si puedes, hijo de puta!» Después de cuatro días de sufrimiento, la voz de Víctor sonó en el estadio para cantar un verso de ?Venceremos??, el himno de la Unidad Popular. A continuación fue golpeado y evacuado a rastras para someterle a la última etapa de su agonía.
El estadio de boxeo se encuentra a pocos metros de la principal línea ferroviaria del Sur, que, al salir de Santiago, atraviesa el barrio obrero de San Miguel, siguiendo la tapia que imita con el cementerio metropolitano. Fue allí donde a primeras horas de la mañana del domingo 16 de septiembre los habitantes de la población encontraron seis cadáveres que yacían en ordenada fila. Todos presentaban espantosas heridas y habían sido baleados con metralletas. Observaron los rostros intentando reconocer los cadáveres y súbitamente una de las mujeres exclamó: «¡?ste es Víctor Jara!» Era un rostro conocido y querido por ellos.
Una de las mujeres incluso había tratado personalmente a Víctor, pues cuando él visitó la población para cantar, ella le invitó a su casa, a comer un plato de porotos. Mientras se preguntaban qué po- dían hacer apareció una furgoneta. Temerosa, la gente de la población se ocultó tras un muro, pero vio cómo Un grupo de hombres vestidos de civil arrastraban los cadáveres tirando de los pies y los arrojaban al interior de la furgoneta. Desde allí el cuerpo de Víctor debió de ser trasladado al depósito municipal a título de cadáver anónimo, listo para desaparecer en una fosa común. Pero también fue reconocido por una de las personas que trabajaban allí.
6. Conclusión
Gracias Juan Manuel por enviamr los textos
Doy gracias a Dios por Víctor Jara
¡Que Dios pueda acoger en el misterio de la Vida incluso a Pinochet! Yo voy a orar por él, con temor y temblor.