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Anteayer me acosté dandole vueltas a la aritmética de los pactos para formar gobierno y terminé inmerso en una horrible pesadilla. Soñaba que Mariano Rajoy se mantenía como presidente perpetuo en funciones, porque los diferentes partidos eran incapaces de ponerse de acuerdo para formar Gobierno.
En mi sueño, Pedro Sánchez y Albert Rivera se habían quedado calvos. Pablo Iglesias se había cortado la coleta y tenía aspecto corcovado. La mayoría de los diputados sufrían de canicie y, algunos, que habían muerto de viejos y de aburrimiento, permanecían momificados en sus asientos. Rajoy era un anciano decrépito y barbudo, con un cierto parecido a Fidel Castro. Tan viejo estaba que para subir a la tribuna del Congreso tenía que apoyarse en un bastón y en un ujier que le llevaba del brazo. En sus disertaciones, siempre repetía la misma monserga entre florilegios, rigodones, matutes y vodeviles: “He ganado las elecciones, hemos sido el partido más votado y, por tanto, lo democrático, lo natural y lo sensato es que yo sea presidente del Gobierno”.
Llegado a este punto de mi pesadilla, ya estaba empapado de sudor, y, moviendo la cabeza agitadamente, comencé a gritar: ¡Váyase, señor Rajoy! ¡Márchese de una vez a registrar sus memorias, si es que aún le queda alguna! Entonces me incorporé y, confuso y aturdido, le pregunté a mi mujer: “¿En que año estamos?” Y ella, adormilada, masculló: “En 2016, cariño”. Y yo dije: “¡Uf, qué susto!”
. Valladolid