Pisar África significa arriesgarse a vivir emociones fuertes. Significa arriesgarse a ver la lógica que estructura nuestra mente tambalearse, a verse atraída por una forma de vivir con una escala de valores casi invertida respecto a la que referencia nuestra vida, a que la propia sensibilidad quede herida, eso que al parecer hay que evitar a toda costa y que los medios de comunicación tratan de prevenir cada vez que muestran alguna imagen del dolor de las víctimas de nuestro mundo.
A poco que una abra los ojos y se deje, esa realidad tan rica y tan distinta, tan hermosa y tan dura al mismo tiempo, te desnuda el corazón y lo deja únicamente revestido de su humanidad esencial. Y así, con el corazón expuesto, se produce el milagro de la comunión con el hermano diferente, de la percepción de una belleza sutil y frágil, invisible en otras circunstancias, y del impulso y la fuerza para tratar de que el milagro sea posible cada día a partir de la opción personal por una manera de vivir más contemplativa, más sencilla y más comunitaria.
La construcción de un mundo fraterno y justo no es posible sin la transformación de la propia vida. Tal vez el alcance global de esa conversión sea pequeño, pero es la única a la que realmente podemos aspirar y la que más nos compromete.