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Panel Papa Francisco y arzobispo Carlos Osoro -- Benjamín Forcano, teólogo

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Un Panel eclesial con dos discuros inéditos:
1. El Papa Francisco en el Encuentro mundial de Movimientos populares
2. Carlos Osoro, nuevo Arzobispo de Madrid, en el día de su posesión
1. Discurso del papa Francisco a los participantes en el Encuentro mundial de Movimientos Populares (Aula Vieja del Sínodo, 28 de octubre de 2014)

Buenos días de nuevo, estoy contento de estar entre ustedes, además les digo una confidencia, es la primera vez que bajo acá́, nunca había venido. Como les decía, tengo mucha alegría y les doy una calurosa bienvenida.
Gracias por haber aceptado esta invitación para debatir tantos graves problemas sociales que aquejan al mundo hoy, ustedes que sufren en carne propia la desigualdad y la exclusión. Gracias al Cardenal Turkson por su acogida. Gracias, Eminencia por su trabajo y sus palabras.

Este encuentro de Movimientos Populares es un signo, es un gran signo: vinieron a poner en presencia de Dios, de la Iglesia, de los pueblos, una realidad muchas veces silenciada. ¡Los pobres no solo padecen la injusticia sino que también luchan contra ella!

No se contentan con promesas ilusorias, excusas o coartadas. Tampoco están esperando de brazos cruzados la ayuda de ONGs, planes asistenciales o soluciones que nunca llegan o, si llegan, llegan de tal manera que van en una dirección o de anestesiar o de domesticar. Esto es medio peligroso. Ustedes sienten que los pobres ya no esperan y quieren ser protagonistas, se organizan, estudian, trabajan, reclaman y, sobre todo, practican esa solidaridad tan especial que existe entre los que sufren, entre los pobres, y que nuestra civilización parece haber olvidado, o al menos tiene muchas ganas de olvidar.

Solidaridad es una palabra que no cae bien siempre, yo diría que algunas veces la hemos transformado en una mala palabra, no se puede decir; pero es una palabra mucho más que algunos actos de generosidad esporádicos. Es pensar y actuar en términos de comunidad, de prioridad de vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. También es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, la tierra y la vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del Imperio del dinero: los desplazamientos forzados, las emigraciones dolorosas, la trata de personas, la droga, la guerra, la violencia y todas esas realidades que muchos de ustedes sufren y que todos estamos llamados a transformar. La solidaridad, entendida, en su sentido más hondo, es un modo de hacer historia y eso es lo que hacen los movimientos populares.

Este encuentro nuestro no responde a una ideología. Ustedes no trabajan con ideas, trabajan con realidades como las que mencioné y muchas otras que me han contado… tienen los pies en el barro y las manos en la carne. ¡Tienen olor a barrio, a pueblo, a lucha! Queremos que se escuche su voz que, en general, se escucha poco. Tal vez porque molesta, tal vez porque su grito incomoda, tal vez porque se tiene miedo al cambio que ustedes reclaman, pero sin su presencia, sin ir realmente a las periferias, las buenas propuestas y proyectos que a menudo escuchamos en las conferencias internacionales se quedan en el reino de la idea, es mi proyecto.

No se puede abordar el escándalo de la pobreza promoviendo estrategias de contención que únicamente tranquilicen y conviertan a los pobres en seres domesticados e inofensivos. Qué triste ver cuando detrás de supuestas obras altruistas, se reduce al otro a la pasividad, se lo niega o peor, se esconden negocios y ambiciones personales: Jesús les diría hipócritas. Qué lindo es en cambio cuando vemos en movimiento a Pueblos, sobre todo, a sus miembros más pobres y a los jóvenes. Entonces sí se siente el viento de promesa que aviva la ilusión de un mundo mejor. Que ese viento se transforme en vendaval de esperanza. Ese es mi deseo.

Este encuentro nuestro responde a un anhelo muy concreto, algo que cualquier padre, cualquier madre quiere para sus hijos; un anhelo que debería estar al alcance de todos, pero hoy vemos con tristeza cada vez más lejos de la mayoría: tierra, techo y trabajo. Es extraño pero si hablo de esto para algunos resulta que el Papa es comunista.

No se entiende que el amor a los pobres está al centro del Evangelio. Tierra, techo y trabajo, eso por lo que ustedes luchan, son derechos sagrados. Reclamar esto no es nada raro, es la doctrina social de la Iglesia. Voy a detenerme un poco en cada uno de éstos porque ustedes los han elegido como consigna para este encuentro.

Tierra. Al inicio de la creación, Dios creó́ al hombre, custodio de su obra, encargándole de que la cultivara y la protegiera. Veo que aquí́ hay decenas de campesinos y campesinas, y quiero felicitarlos por custodiar la tierra, por cultivarla y por hacerlo en comunidad. Me preocupa la erradicación de tantos hermanos campesinos que sufren el desarraigo, y no por guerras o desastres naturales. El acaparamiento de tierras, la desforestación, la apropiación del agua, los agrotóxicos inadecuados, son algunos de los males que arrancan al hombre de su tierra natal. Esta dolorosa separación, que no es solo física, sino existencial y espiritual, porque hay una relación con la tierra que está poniendo a la comunidad rural y su peculiar modo de vida en notoria decadencia y hasta en riesgo de extinción.

La otra dimensión del proceso ya global es el hambre. Cuando la especulación financiera condiciona el precio de los alimentos tratándolos como a cualquier mercancía, millones de personas sufren y mueren de hambre. Por otra parte se desechan toneladas de alimentos. Esto constituye un verdadero escándalo. El hambre es criminal, la alimentación es un derecho inalienable. Sé que algunos de ustedes reclaman una reforma agraria para solucionar alguno de estos problemas, y déjenme decirles que en ciertos países, y acá́ cito el Compendio de la Doctrina Social de la IGLESIA, “la reforma agraria es además de una necesidad política, una obligación moral” (CDSI, 300).

No lo digo solo yo, está en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Por favor, sigan con la lucha por la dignidad de la familia rural, por el agua, por la vida y para que todos puedan beneficiarse de los frutos de la tierra.
Segundo, Techo. Lo dije y lo repito: una casa para cada familia. Nunca hay que olvidarse que Jesús nació́ en un establo porque en el hospedaje no había lugar, que su familia tuvo que abandonar su hogar y escapar a Egipto, perseguida por Herodes. Hoy hay tantas familias sin vivienda, o bien porque nunca la han tenido o bien porque la han perdido por diferentes motivos.

Familia y vivienda van de la mano. Pero, además, un techo, para que sea hogar, tiene una dimensión comunitaria: y es el barrio… y es precisamente en el barrio donde se empieza a construir esa gran familia de la humanidad, desde lo más inmediato, desde la convivencia con los vecinos. Hoy vivimos en inmensas ciudades que se muestran modernas, orgullosas y hasta vanidosas. Ciudades que ofrecen innumerables placeres y bienestar para una minoría feliz… pero se le niega el techo a miles de vecinos y hermanos nuestros, incluso niños, y se los llama, elegantemente, “personas en situación de calle”.

Es curioso como en el mundo de las injusticias, abundan los eufemismos. No se dicen las palabras con la contundencia y la realidad se busca en el eufemismo. Una persona, una persona segregada, una persona apartada, una persona que está sufriendo la miseria, el hambre, es una persona en situación de calle: palabra elegante ¿no? Ustedes busquen siempre, por ahí́ me equivoco en alguno, pero en general, detrás de un eufemismo hay un delito.

Vivimos en ciudades que construyen torres, centros comerciales, hacen negocios inmobiliarios… pero abandonan a una parte de sí en las márgenes, las periferias. ¡Cuánto duele escuchar que a los asentamientos pobres se los margina o, peor, se los quiere erradicar! Son crueles las imágenes de los desalojos forzosos, de las topadoras derribando casillas, imágenes tan parecidas a las de la guerra. Y esto se ve hoy.

Ustedes saben que en las barriadas populares donde muchos de ustedes viven subsisten valores ya olvidados en los centros enriquecidos. Los asentamientos están bendecidos con una rica cultura popular: allí́ el espacio público no es un mero lugar de tránsito sino una extensión del propio hogar, un lugar donde generar vínculos con los vecinos. Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo. Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro.

Por eso, ni erradicación ni marginación: Hay que seguir en la línea de la integración urbana. Esta palabra debe desplazar totalmente a la palabra erradicación, desde ya, pero también esos proyectos que pretender barnizar los barrios pobres, aprolijar las periferias y maquillar las heridas sociales en vez de curarlas promoviendo una integración auténtica y respetuosa. Es una especie de arquitectura de maquillaje ¿no? Y va por ese lado. Sigamos trabajando para que todas las familias tangan una vivienda y para que todos los barrios tengan una infraestructura adecuada (cloacas, luz, gas, asfalto, y sigo: escuelas, hospitales o salas de primeros auxilios, club deportivo y todas las cosas que crean vínculos y que unen, acceso a la salud –lo dije–y a la educación y a la seguridad en la tenencia.

Tercero, Trabajo. No existe peor pobreza material – me urge subrayarlo-, no existe peor pobreza material, que la que no permite ganarse el pan y priva de la dignidad del trabajo. El desempleo juvenil, la informalidad y la falta de derechos laborales no son inevitables, son resultado de una previa opción social, de un sistema económico que pone los beneficios por encima del hombre, si el beneficio es económico, sobre la humanidad o sobre el hombre, son efectos de una cultura del descarte que considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar.

Hoy, al fenómeno de la explotación y de la opresión se le suma una nueva dimensión, un matiz gráfico y duro de la injusticia social; los que no se pueden integrar, los excluidos son desechos, “sobrantes”. Esta es la cultura del descarte y sobre esto quisiera ampliar algo que no tengo escrito pero se me ocurre recordarlo ahora. Esto sucede cuando al centro de un sistema económico está el dios dinero y no el hombre, la persona humana. Sí, al centro de todo sistema social o económico tiene que estar la persona, imagen de Dios, creada para que fuera el denominador del universo. Cuando la persona es desplazada y viene el dios dinero sucede esta trastocación de valores.

Y, para graficar, recuerdo una enseñanza de alrededor del año 1200. Un rabino judío explicaba a sus feligreses la historia de la torre de babel y entonces contaba cómo, para construir esta torre de babel, había que hacer mucho esfuerzo había que fabricar los ladrillos, para fabricar los ladrillos había que hacer el barro y traer la paja, y amasar el barro con la paja, después cortarlo en cuadrado, después hacerlo secar, después cocinarlo, y cuando ya estaban cocidos y fríos, subirlos para ir construyendo la torre.
Si se caía un ladrillo, era muy caro el ladrillo con todo este trabajo, si se caía un ladrillo era casi una tragedia nacional. Al que lo dejaba caer lo castigaban o lo suspendían o no sé lo que le hacían, y si caía un obrero no pasaba nada. Esto es cuando la persona está al servicio del dios dinero y esto lo contaba un rabino judío en el año 1200 explicaba estas cosas horribles.

Y respecto al descarte también tenemos que ser un poco atentos a lo que sucede en nuestra sociedad. Estoy repitiendo cosas que he dicho y que están en la Evangelii Gaudium. Hoy día, se descartan los chicos porque el nivel de natalidad en muchos países de la tierra ha disminuido o se descartan los chicos por no tener alimentación o porque se les mata antes de nacer, descarte de niños.
Se descartan los ancianos, porque, bueno, no sirven, no producen, ni chicos ni ancianos producen, entonces con sistemas más o menos sofisticados se les va abandonando lentamente, y ahora, como es necesario en esta crisis recuperar un cierto equilibrio, estamos asistiendo a un tercer descarte muy doloroso, el descarte de los jóvenes. Millones de jóvenes, yo no quiero decir la cifra porque no la sé exactamente y la que leí́ me parece un poco exagerada, pero millones de jóvenes descartados del trabajo, desocupados.

En los países de Europa, y estas si son estadísticas muy claras, acá́ en Italia, pasó un poquitito del 40% de jóvenes desocupados; ya saben lo que significa 40% de jóvenes, toda una generación, anular a toda una generación para mantener el equilibrio. En otro país de Europa está pasando el 50% y en ese mismo país del 50% en el sur el 60%, son cifras claras, óseas del descarte. Descarte de niños, descarte de ancianos, que no producen, y tenemos que sacrificar una generación de jóvenes, descarte de jóvenes, para poder mantener y reequilibrar un sistema en el cual en el centro está el dios dinero y no la persona humana.

Pese a esto, a esta cultura del descarte, a esta cultura de los sobrantes, tantos de ustedes, trabajadores excluidos, sobrantes para este sistema, fueron inventando su propio trabajo con todo aquello que parecía no poder dar más de sí mismo… pero ustedes, con su artesanalidad, que les dio Dios… con su búsqueda, con su solidaridad, con su trabajo comunitario, con su economía popular, lo han logrado y lo están logrando…. Y déjenme decírselo, eso además de trabajo, es poesía. Gracias.

Desde ya, todo trabajador, esté o no esté en el sistema formal del trabajo asalariado, tiene derecho a una remuneración digna, a la seguridad social y a una cobertura jubilatoria. Aquí́ hay cartoneros, recicladores, vendedores ambulantes, costureros, artesanos, pescadores, campesinos, constructores, mineros, obreros de empresas recuperadas, todo tipo de cooperativistas y trabajadores de oficios populares que están excluidos de los derechos laborales, que se les niega la posibilidad de sindicalizarse, que no tienen un ingreso adecuado y estable. Hoy quiero unir mi voz a la suya y acompañarlos en su lucha.

En este Encuentro, también han hablado de la Paz y de Ecología. Es lógico: no puede haber tierra, no puede haber techo, no puede haber trabajo si no tenemos paz y si destruimos el planeta. Son temas tan importantes que los Pueblos y sus organizaciones de base no pueden dejar de debatir. No pueden quedar solo en manos de los dirigentes políticos. Todos los pueblos de la tierra, todos los hombres y mujeres de buena voluntad, tenemos que alzar la voz en defensa de estos dos preciosos dones: la paz y la naturaleza. La hermana madre tierra como la llamaba San Francisco de Asís

Hace poco dije, y lo repito, que estamos viviendo la tercera guerra mundial pero en cuotas. Hay sistemas económicos que para sobrevivir deben hacer la guerra. Entonces se fabrican y se venden armas y, con eso los balances de las economías que sacrifican al hombre a los pies del ídolo del dinero, obviamente quedan saneadas. Y no se piensa en los niños hambrientos en los campos de refugiados, no se piensa en los desplazamientos forzosos, no se piensa en las viviendas destruidas, no se piensa, desde ya, en tantas vidas segadas. Cuánto sufrimiento, cuánta destrucción, cuánto dolor. Hoy, queridos hermanas y hermanos, se levanta en todas las partes de la tierra, en todos los pueblos, en cada corazón y en los movimientos populares, el grito de la paz: ¡Nunca más la guerra!

Un sistema económico centrado en el dios dinero necesita también saquear la naturaleza, saquear la naturaleza, para sostener el ritmo frenético de consumo que le es inherente. El cambio climático, la pérdida de la biodiversidad, la desforestación ya están mostrando sus efectos devastadores en los grandes cataclismos que vemos, y los que más sufren son ustedes, los humildes, los que viven cerca de las costas en viviendas precarias o que son tan vulnerables económicamente que frente a un desastre natural lo pierden todo

Hermanos y hermanas: la creación no es una propiedad, de la cual podemos disponer a nuestro gusto; ni mucho menos, es una propiedad solo de algunos, de pocos: la creación es un don, es un regalo, un don maravilloso que Dios no ha dado para que cuidemos de él y lo utilicemos en beneficio de todos, siempre con respeto y gratitud. Ustedes quizá sepan que estoy preparando una encíclica sobre Ecología: tengan la seguridad que sus preocupaciones estarán presentes en ella. Les agradezco, aprovecho para agradecerles, la carta que me hicieron llegar los integrantes de la Vía Campesina, la Federación de Cartoneros y tantos otros hermanos al respecto.

Hablamos de la tierra, de trabajo, de techo… hablamos de trabajar por la paz y cuidar la naturaleza… Pero ¿por qué en vez de eso nos acostumbramos a ver como se destruye el trabajo digno, se desahucia a tantas familias, se expulsa a los campesinos, se hace la guerra y se abusa de la naturaleza? Porque en este sistema se ha sacado al hombre, a la persona humana, del centro y se lo ha reemplazado por otra cosa. Porque se rinde un culto idolátrico al dinero. Porque se ha globalizado la indiferencia!, se ha globalizado la indiferencia: a mí¿qué me importa lo que les pasa a otros mientras yo defienda lo mío? Porque el mundo se ha olvidado de Dios, que es Padre; se ha vuelto huérfano porque dejó a Dios de lado

Algunos de ustedes expresaron: Este sistema ya no se aguanta. Tenemos que cambiarlo, tenemos que volver a llevar la dignidad humana al centro y que sobre ese pilar se construyan las estructuras sociales alternativas que necesitamos. Hay que hacerlo con coraje, pero también con inteligencia. Con tenacidad, pero sin fanatismo. Con pasión, pero sin violencia. Y entre todos, enfrentando los conflictos sin quedar atrapados en ellos, buscando siempre resolver las tensiones para alcanzar un plano superior de unidad, de paz y de justicia. Los cristianos tenemos algo muy lindo, una guía de acción, un programa, podríamos decir, revolucionario. Les recomiendo vivamente que lo lean, que lean las bienaventuranzas que están en el capítulo 5 de San Mateo y 6 de San Lucas,(cfr. Mt 5, 3 y Lc 6, 20) y que lean el pasaje de Mateo 25. Se los dije a los jóvenes en Río de Janeiro, con esas dos cosas tiene el programa de acción.

Sé que entre ustedes hay personas de distintas religiones, oficios, ideas, culturas, países, continentes. Hoy están practicando aquí́ la cultura del encuentro, tan distinta a la xenofobia, la discriminación y la intolerancia que tantas veces vemos. Entre los excluidos se da ese encuentro de culturas donde el conjunto no anula la particularidad, el conjunto no anula la particularidad. Por eso a mí me gusta la imagen del poliedro, una figura geométrica con muchas caras distintas. El poliedro refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan la originalidad. Nada se disuelve, nada se destruye, nada se domina, todo se integra, todo se integra. Hoy también están buscando esa síntesis entre lo local y lo global. Sé que trabajan día tras día en lo cercano, en lo concreto, en su territorio, su barrio, su lugar de trabajo: los invito también a continuar buscando esa perspectiva más amplia, que nuestros sueños vuelen alto y abarquen el todo.

De ahí que me parece importante esa propuesta que algunos me han compartido de que estos movimientos, estas experiencias de solidaridad que crecen desde abajo, desde el subsuelo del planeta, confluyan, estén más coordinadas, se vayan encontrando, como lo han hecho ustedes en estos días. Atención, nunca es bueno encorsetar el movimiento en estructuras rígidas, por eso dije encontrarse, mucho menos es bueno intentar absorberlo, dirigirlo o dominarlo; movimientos libres tiene su dinámica propia, pero sí, debemos intentar caminar juntos. Estamos en este salón, que es el salón del Sínodo viejo, ahora hay uno nuevo, y sínodo quiere decir precisamente “caminar juntos”: que éste sea un símbolo del proceso que ustedes han iniciado y que están llevando adelante.

Los movimientos populares expresan la necesidad urgente de revitalizar nuestras democracias, tantas veces secuestradas por innumerables factores. Es imposible imaginar un futuro para la sociedad sin la participación protagónica de las grandes mayorías y ese protagonismo excede los procedimientos lógicos de la democracia formal. La perspectiva de un mundo de paz y justicia duraderas nos reclama superar el asistencialismo paternalista, nos exige crear nuevas formas de participación que incluya a los movimientos populares y anime las estructuras de gobierno locales, nacionales e internacionales con ese torrente de energía moral que surge de la incorporación de los excluidos en la construcción del destino común. Y esto con ánimo constructivo, sin resentimiento, con amor.
Yo los acompaño de corazón en ese camino. Digamos juntos desde el corazón: Ninguna familia sin vivienda, ningún campesino sin tierra, ningún trabajador sin derechos, ninguna persona sin la dignidad que da el trabajo

Queridos hermanas y hermanos: sigan con su lucha, nos hacen bien a todos. Es como una bendición de humanidad. Les dejo de recuerdo, de regalo y con mi bendición, unos rosarios que fabricaron artesanos, cartoneros y trabajadores de la economía popular de América Latina.
Y en este acompañamiento rezo porustedes, rezo conustedes y quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga, que los colme de su amor y los acompañe en el camino dándoles abundantemente esa fuerza que nos mantiene en pie: esa fuerza es la esperanza, la esperanza que no defrauda, gracias.

Francisco

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Texto íntegro de la homilía de monseñor Osoro

En el día de su posesión (25 –X – 2014)
|Excmo. y Rvdmo. Sr. nuncio de Su Santidad.
Eminencia reverendísima, señor cardenal D. Antonio María Rouco, arzobispo, emérito, de Madrid.
Queridos obispos auxiliares, D. Fidel, D. César y D. Juan Antonio. Deseo, también tener un recuerdo muy especial por quien en estos momentos estará rezando por mí y por vosotros, el obispo auxiliar, emérito, de Madrid, Mons. D. Alberto Iniesta, con quien hace muy pocos días estuve en su residencia de Albacete.

Señores cardenales, arzobispos, obispos. Vicarios generales y episcopales de Madrid, Valencia, Oviedo, Orense y Santander.
Queridos sacerdotes del presbiterio de Madrid, y queridos sacerdotes que representáis a los presbiterios diocesanos de Santander, mi diócesis de origen, y de las diócesis de Ourense, Oviedo y Valencia. Gracias.
Muchas gracias. Hermanos sacerdotes todos.
Queridos seminaristas de Madrid y queridos seminaristas de Valencia. Gracias por vuestra entrega para ser un día cercano la imagen de Cristo Sacerdote.

Queridos diáconos, que en la Iglesia sois la imagen de Cristo Siervo. Queridos miembros de la vida consagrada: religiosos, religiosas, institutos seculares, sociedades de vida apostólica y otras nuevas formas de vida consagrada en la Iglesia, vírgenes consagradas. No olvidamos a los monjes y monjas que gracias a los medios de comunicación siguen esta celebración en la vida de los monasterios.

Queridos laicos, que sois mayoría en la Iglesia; gracias por vuestra presencia y por vuestro testimonio en medio de las realidades temporales. Gracias, familias, mayores, jóvenes y niños. Querida familia de la que siento siempre vuestra cercanía y acompañamiento.
Autoridades civiles, militares, judiciales y académicas. Hermanos y hermanas todos en nuestro Señor Jesucristo.×
Doy gracias al Papa Francisco y a vosotros por acogerme en esta porción de Iglesia madrileña.

Doy gracias a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, al enviarme a través del sucesor de Pedro, el papa Francisco, a esta porción de la Iglesia para ser padre, hermano y pastor de todos vosotros, de los que creéis y sois parte de la Iglesia, pero también de todos los que vivís en este territorio madrileño al que el Señor me envía a ser su testigo. Gracias, santo padre, papa Francisco. Ruego al señor nuncio que transmita al santo padre mi afecto, fidelidad y comunión. Gracias, queridos hermanos; Madrid acogió a mi familia, aquí se conocieron mis padres, hoy me acogéis a mí como padre, hermano y pastor, gracias. Que sigamos haciendo de Madrid un lugar de encuentro, de acogida, de promoción de todo ser humano, regalándole la dignidad que Dios ha puesto en cada persona.
Mi misión: amar a Dios y al prójimo, ambos inseparables

En este día, cuando inicio mi ministerio episcopal entre vosotros, sigo haciéndome la misma pregunta que me hice desde que supe que el santo padre me enviaba a la archidiócesis de Madrid: «Señor, ¿dime qué quieres de mí, qué deseas que viva junto a quienes me entregas como hijos y hermanos?». La respuesta siempre la da el Señor. Y me la da y nos la da en la Palabra que acabamos de proclamar. ¡Qué gracia más grande poder dirigirme a todos los que vivís en esta archidiócesis madrileña por vez primera, sabiendo lo que el Señor quiere de mí y de todos nosotros! Nos lo dice Él mismo cuando le preguntamos: «Señor y Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?».

O, lo que es lo mismo: «Señor, ¿qué es lo que tiene que ocupar mi vida y mi misión como obispo aquí entre vosotros y qué y quién tiene que ocupar la vida del ser humano?». La belleza de la respuesta de nuestro Señor tiene tanta hondura que nos sobrecoge: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser». Este mandamiento es el principal y el primero, pero el segundo es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Amar a Dios y amar al hombre se unifican. Descubramos que no hay amor verdadero por el hombre mas cuando nos dejamos invadir por el amor de Dios que nos manifiesta que el ser humano es «imagen de Dios». Y que no hay amor verdadero a Dios si este no se manifiesta y constata por amar al hombre con la misma pasión de Dios, porque Dios mismo nos ha dicho que Él es amor, y quien es imagen de Él tiene que manifestar que en su existencia se revela también el amor de Dios.

Esta es nuestra misión, a la que deseo invitar no solo a los cristianos, sino llamar también a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que habitan en estas tierras, que me da el Señor; tener a Dios como valor absoluto y descubrir que es desde Dios desde donde el ser humano alcanza la dignidad más grande, tal y como nos lo ha revelado nuestro Señor Jesucristo. Él ha puesto al hombre a la altura de Dios, porque Dios mismo se puso a la altura del hombre. Gracias, Señor, por esta misión apasionante, como es mostrar tu rostro. Por eso te digo, con el salmista, «yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza» (Sal 17).×

Lo nuestro es lo mismo de Dios, pues somos su imagen
Esta unidad inseparable entre Dios y el hombre es lo que nos hace entender lo que el Señor en el Libro del Éxodo nos acaba de decir, y que tiene su revelación plena en Jesucristo, el Dios que se hizo Hombre. Él nos enseña a descubrir como la grandeza del ser humano se alcanza cuando se tiene la vida de Cristo en nosotros, que es cuando lo humano alcanza su plenitud y desarrollo pleno y nos hace vivir como nos dice Dios mismo: ni la opresión, ni la vejación, ni la explotación, ni la usura, ni el robo de lo que pertenece al otro, tiene vigencia en quien ha sido alcanzado por Jesucristo. Lo nuestro es lo mismo de Dios, pues somos su imagen: escuchar, tener compasión, amar, acercarnos al otro como Dios mismo lo hace… porque nuestra pasión es vivir con la vida del Señor. Con la alegría que nace del Evangelio, me acerco a vosotros para deciros con el apóstol san Pablo lo que hace unos instantes acabamos de escuchar y que se cumple aquí en Madrid: «Desde vuestra Iglesia, la Palabra del Señor ha resonado (…) en todas partes. Vuestra fe en Dios había recorrido de boca en boca».

Vamos a seguir haciendo que la Palabra resuene, que se conozca a Jesucristo, que los hombres lo acojan como el tesoro más grande que cambia la vida y la historia, continuando las huellas de quienes antes que yo os han acompañado como pastores, testigos y maestros. Deseo recordar a todos mis predecesores, pero hago explícitos los nombres de los más próximos a nuestra vida, a quienes muchos de los que formáis parte de esta Iglesia diocesana habéis conocido: al cardenal D. Vicente Enrique Tarancón, al cardenal D. Ángel Suquía, y al cardenal D. Antonio María Rouco, que nos acompaña. Permitidme que agradezca a D. Antonio María, al cardenal Rouco, su entrega, sus trabajos y desvelos por hacer llegar a todos los corazones la Noticia de Jesucristo, las realidades eclesiales que con una vitalidad muy grande me entrega, pues él quiso hacer verdad que contemplaseis el rostro de Dios y del hombre manifestado en Cristo, quien ha resucitado de entre los muertos y entrega presente y futuro al ser humano y a toda la humanidad. Gracias, D. Antonio. Muchas gracias.

Nuestra gran novedad: presentar y entregar a Cristo
Al iniciar mi ministerio pastoral en Madrid, os invito a todos a acoger el amor de Dios y a regalar el amor de Dios a todos los que nos encontremos por el camino de nuestra vida. La gran novedad que nosotros hemos de entregar y presentar es a Cristo mismo, que acoge, acompaña y ayuda a encontrar la buena noticia que todo ser humano necesita y ansía en lo más profundo de su corazón. No defraudemos a los hombres en este momento de la historia, que puedan encontrar las puertas abiertas de la Iglesia, para que puedan percibir que envuelve su vida la misericordia de Dios, que no están solos y abandonados a sí mismos, que tengan la gracia de descubrir en qué consiste el sentido de una existencia humana plena, iluminada por la fe y el amor del Dios vivo: Jesucristo nuestro Señor, muerto y resucitado, presente en su Iglesia.

Como nos recordaban san Juan XXIII, el beato Pablo VI, san Juan Pablo II, Benedicto XVI y el papa Francisco, la Iglesia tiene que ser reconocida por encima de cualquier otro aspecto como la casa de la misericordia, que realiza ese diálogo impresionante al cual estamos llamados a ser protagonistas, ese diálogo que se mueve entre la debilidad de los hombres y la paciencia de Dios. ¡Qué tarea más apasionante entregar la novedad única que es Jesucristo!

Os invito a todos a vivir juntos dejándonos abrazar por el amor de Dios, que es tan grande, de tal calado y profundidad, que nunca decae, se aferra a nuestra existencia que siempre impulsa a dar la mano a quien tenga al lado, nos sostiene, nos levanta y nos guía. Para ello, es necesario que todos los cristianos podamos vivir una relación tal con Jesucristo que, cuando nos acerquemos a los demás, podamos decir con obras y palabras, como los primeros discípulos, «hemos visto al Señor».

Con el Señor, hay luz en el camino, se sienta con nosotros para partir el pan y darnos su vida
Me produce una gran impresión el encuentro del Señor con los discípulos de Emaús; por ello, quisiera deciros que esta es la Iglesia a la que me gustaría dar rostro con vosotros: los discípulos iban por el camino desalentados, en la desesperanza y la tristeza, en el agobio y la desilusión. Se encuentran con Jesús en el camino. No lo reconocen. Comienzan a hablar con Él. Lo escuchan. Entre las palabras que les dice y su compañía sienten algo especial, les produce tal atracción su presencia que, cuando el Señor se despide de ellos, le dicen: quédate con nosotros porque atardece. El Señor crea y provoca atracción, desean estar con Él aun sin saber que es Jesús, pero han experimentado que con Él hay luz en el camino, sin Él llega la oscuridad y el atardecer. Y el Señor no solamente se queda con ellos, sino que se sienta y parte el pan, se da a sí mismo, da su vida.

La Iglesia recorre el camino de su Señor, el Cuerpo del Señor que es la Iglesia hace el mismo camino de la Cabeza que es Cristo. Escucha a todos los hombres y siente una preocupación especial por quienes están más abandonados y excluidos, por lo más pobres, entre los que se encuentran también quienes no conocen a Dios. Ella desea regalar lo que el Señor daba y percibían los que se encontraban con Él, que provocaba tal atracción. La Iglesia tiene que seguir regalando la desproporción, que es la que nos hace más humanos. Aquella misma que les hizo ver a los discípulos cuando les pidió que diesen de comer a una multitud. Con la proporción de cálculos humanos, la que ellos tenían, cinco panes y dos peces, era normal que dijesen, desalentados, que no podían dar de comer a esta multitud. Y es entonces cuando aparece la desproporción de Dios, que toma en sus manos los cinco panes y dos peces y da de comer a la multitud; y sobró. Esta es la que tenemos que vivir nosotros. Y es que en manos de Dios todo es diferente, con su fuerza, su gracia, su amor, todo es distinto. Hagamos descubrir a todos los hombres que en manos de Dios todo es diferente, y que además se descubre y se logra el verdadero humanismo, el humanismo de verdad. Todo esto, vivido en comunión con Jesucristo es más humano, pueden comer todos, nos hace hermanos.

Somos una única familia y nadie es más importante que otro
Que seamos audaces, con la audacia y valentía del Evangelio, para hacer que la Iglesia sea casa de comunión; tenemos una sola fe, una sola vida sacramental, una única sucesión apostólica, una misma esperanza y la misma caridad. Somos una única familia y nadie es más importante que otro, somos hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. Una familia que vive en humildad, dulzura, magnanimidad y amor por conservar la unidad. La Iglesia es una gran casa que acoge a todos, por eso es santa, porque procede de Dios que es santo y fiel y no la abandona en el poder de la muerte y del mal. Es santa porque Jesucristo, el Santo de Dios, está unido indisolublemente a ella. No es santa por nosotros, que la formamos, y que somos pecadores; lo es porque Dios la hace santa. La Iglesia es casa de armonía, en la que todos hacen el mismo canto, pero con ritmos, acentos, notas diferentes, que hacen un bellísimo canto de amor para todos los hombres. Nos necesitamos todos. Nadie sobra: judíos, griegos, esclavos libres, todos somos hijos de Dios y, por eso, hermanos. Somos hombres y mujeres en los que Jesucristo hizo «la obra nueva», dándonos su Vida misma.
Debemos hacer recobrar a los hombres la alegría del Evangelio

Somos enviados a llevar la alegría del Evangelio, la Buena Noticia que es Jesucristo, a todo los hombres: «Id por el mundo y anunciad el Evangelio a todos los hombres». Tenemos el mandato de hacer recobrar a los hombres la confianza, la esperanza, la alegría del Evangelio, el encuentro entre los hombres, construir la cultura del encuentro. Tenemos que provocar, como el Señor, en medio de la historia de los hombres esa atracción, la misma que provocó Jesucristo en el camino de Emaús. Y todo ello porque hacemos llegar y experimentar con nuestra vida y testimonio la ternura de un Dios que es amigo del hombre, que quiere al hombre, que se da por entero a todos los hombres sin excepción, para que nosotros tengamos vida.

Y la Iglesia lo hace incluso cuando los hombres hemos dilapidado lo más humano que es lo más divino, nuestro ser imagen de Dios, cuando nos han robado o nos hemos dejado robar lo más nuestro por otros ídolos. Lo hemos de hacer con paciencia, sin reproches, siempre con amor, esperanza, alegría y misericordia, saliendo permanentemente a buscar a los hombres, encontrándonos con los hombres en las realidades en la que están viviendo, no en las que nosotros creemos que debieran estar. Urge regalar y mostrar a quien puede recuperar el carácter luminoso de la existencia que nos regala Jesucristo, que, cuando se apaga, todas las demás luces acaban languideciendo. Urge anunciar a Jesucristo, su amor. La verdad de un amor no se impone con la violencia, no aplasta a la persona; cuando nace del amor puede llegar al corazón, al centro de cada ser humano, la seguridad de la fe no nos hace intolerantes, sino que nos pone en el camino verdadero y hace posible el testimonio y el diálogo con todos. Aquí está la belleza de la Iglesia: ser el Cuerpo del Señor, la presencia de Jesucristo en medio de la historia, la presencia suya con los hombres.

Queridos hermanos y hermanas: el Hijo de Dios sale a nuestro encuentro, nos acoge, se nos manifiesta y nos repite lo mismo que dijo a sus discípulos la tarde de Pascua: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20-21). Mis palabras no quieren ser ni son mías; quien os llama es Jesucristo, centro de nuestra vida, raíz de nuestra fe, razón de nuestra esperanza y manantial de nuestra caridad. Llamados por Él a llevar la alegría del Evangelio para continuar la misión confiada a los Apóstoles y en la que cada cristiano, en virtud del bautismo y de su pertenencia a la comunidad eclesial, está llamado a participar.
Estamos llamados a construir juntos la civilizactón del amor

Os necesito; juntos estamos llamados a construir la civilización del amor, la cultura del encuentro. Frente a la maraña de problemas que existen en el mundo, ¿se puede cambiar el mundo? Frente a la impotencia que muchas veces sentimos ante realidades que están junto a nosotros, ¿tiene sentido tratar de cambiar todo esto? ¿Podemos hacer algo frente a esta situación? ¿Vale la pena intentarlo? Claro que vale la pena, pero no basta solamente con ser buenos y generosos, hay que ser audaces, inteligentes, capaces y eficaces. Pero con la bondad, la generosidad, la inteligencia, la capacidad y la eficacia que nos regala y de las que nos llena Jesucristo. Acoger su gracia, su amor, da a la existencia humana otra sensibilidad y otra manera de afrontar todo, ya que nos hace ver lo que verdaderamente vale la pena.

Nadie puede aceptar un mundo en el que tantos sufren y están privados de lo necesario.
Todo puede cambiarse; se comienza por el cambio de sí mismo, viviendo con una mente abierta y con un corazón creyente. Esta manera de vivir no puede ser impedido por nadie.

Quien tiene relación con los hombres no puede aceptar un mundo donde tantos sufren y están privados de lo necesario, pues nos desvela un sistema que no es justo, que es inhumano. Son necesarias transformaciones profundas, y estoy convencido de que la fe y el amor, vividos con la intensidad y la fuerza que viene de Jesucristo, producen una cultura de la justicia, del encuentro, y eliminan la exclusión. Esto no es una utopía vaga. Los santos han hecho las revoluciones más verdaderas y los cambios más grandes. Madrid lo sabe bien pues entra en la historia de la Europa occidental, en las postrimerías del siglo XI, de la mano de grandes santos: los esposos Isidro y María. Representantes de tantas familias que en medio de las dificultades y persecuciones vivieron la fe fieles a nuestra antigua tradición hispana.

Pensemos, asimismo, en este año teresiano que acabamos de inaugurar en España, donde una mujer cree de tal manera en la fuerza que Dios tiene para cambiar todas las cosas que contribuyó a que los hombres creyesen que su gracia y su amor es más fuerte que nuestras fuerzas; lo expresó con estas palabras: «Nada te turbe, nada te espante, quien a Dios tiene, nada le falta, solo Dios basta». Pensemos en el diácono san Francisco de Asís, que no cambió el mundo de su tiempo con las armas o con las argucias de la fuerza y estrategias de los hombres, sino llevando el Evangelio a las calles, a la vida cotidiana, desde la pobreza y el despojo, retornando al Evangelio, predicando la paz en un mundo violento, la conciliación con la naturaleza, elogiando la sencillez que nada tiene que ver con la ignorancia. ¡Qué fuerza tiene la misión vivida y haciéndola crecer en diálogo con la gente, con sus inquietudes y sus dolores!
El pueblo sabe que el Evangelio hace la vida más plena de sentido, más feliz

En nuestras grandes ciudades, que decimos secularizadas, se encuentra la Iglesia en misión con un pueblo que no está cerrado a la fe; no puedo ceder a un pesimismo estéril que se cree que los hombres han vuelto la espalda a Dios. Hoy sigue existiendo y manifestándose una inquietud religiosa viva en el corazón de las personas, que no ha sido borrada por una visión donde lo religioso se ha marginado. Y es que el pueblo sabe que el Evangelio hace la vida más plena de sentido, más feliz; hay que tener un encuentro verdadero con las personas

Esta es la misión, a esto os invito, a llevar la alegría del Evangelio, que quiere decir salir a la ciudad, ir al encuentro, hablar de Jesús, escuchar a las personas, no tener las puertas cerradas, vivir responsablemente en la calle, invitar a la conversión personal. Sé que no es fácil. Cuando el sábado día 4 de octubre llegaba por la noche conduciendo mi coche hasta Madrid desde Valencia, después de haber tomado posesión de la archidiócesis valentina el cardenal D. Antonio Cañizares, en la noche vislumbraba desde lejos la gran ciudad de Madrid, veía las inmensas torres, las luces de la gran ciudad, y me preguntaba a mí mismo: Señor, ¡enséñame, ayúdame a ser tú en medio de esta ciudad! Si ser ciudadanos de una gran ciudad es algo complejo, imaginaos lo que es ser padre, hermano y pastor, vínculos tan distintos de historia, raza, cultura, derechos no plenamente compartidos, aunque teóricamente sean reconocidos. Pero el Señor me hizo aterrizar enseguida: nunca olvides preguntarte, ¿quién es tu prójimo?

Globalicemos el corazón al modo de Cristo
Hay que tener el Corazón de Cristo, porque una visión amplia como la que hoy podemos tener de todas las situaciones en las que viven los hombres nos puede hacer olvidar que el corazón tiene que palpitar. Sin corazón nos hacemos indiferentes; globalicemos el corazón, no globalicemos la indiferencia que nos quita la capacidad de llorar y de preguntarnos quién es mi prójimo. No tenemos la solución para todo, pero si se prima el corazón y no se cierra, pronto hay soluciones. Hay que tener proyectos, y es imposible hacerlos desde la confrontación, desde la falta de acuerdos, desde el conflicto; se pueden hacer si cultivamos y construimos la cultura del encuentro, donde el acuerdo es más importante que el conflicto, donde la unidad tiene más fuerza que la dispersión.
Involucrados en todas las situaciones, vividas como el Señor, que vino a salvar y no a condenar

Estamos llamados y os invito a descubrir juntos cómo pasar de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera, ya que la salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia. Seamos audaces y creativos, no caminemos solos: sabemos que el Señor va el primero; involucremos nuestra vida en todas las situaciones que viven los hombres, acompañemos y festejemos la vida. Y todo ello realizado desde la cercanía, la apertura al diálogo, la paciencia y la acogida cordial, vividas como nuestro Señor, que vino a salvar y no a condenar.

Por todo ello:
Gracias a todo el presbiterio diocesano; sois muchos sacerdotes, pronto estableceré encuentros con vosotros, estoy seguro de que se pueden establecer cauces para poder estar con vosotros y podernos ayudar a vivir lo que el apóstol Pedro nos pedía: «Pastoread el rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, mirad por él, no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa; no como déspotas con quienes os ha tocado en suerte, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño» (1 Pe 5, 2-3). Gracias, queridos hijos y hermanos, por vuestra ayuda; nunca os canséis de ser misericordiosos, llevad la alegría del Evangelio.

Gracias a los seminaristas, diáconos, miembros de la vida consagrada misioneros, laicos y jóvenes por llevar todos el Evangelio.
Gracias, queridos seminaristas, los del seminario metropolitano y los del seminario misionero. ¡No tengáis miedo! El tiempo que os toca vivir es apasionante para anunciar a Jesucristo. Os acompañaré en vuestro itinerario. En mi vida siempre ha existido una predilección por quienes habéis escuchado al Señor, que os decía de formas muy diferentes «sígueme». No en vano el Señor me regaló veinte años de mi vida como rector del seminario de Monte Corbán de Santander. Allí se establecieron vínculos fuertes con el seminario de Madrid, desde los cursos de verano que celebramos. Habéis sido llamados por Dios para anunciar el Evangelio y para ser servidores de la comunión y promover la cultura del encuentro. Gracias también a vuestros rectores y formadores.

Gracias a Gracias a los diáconos que habéis asumido el ministerio de manera permanente, y a vuestras familias. Sois una aproximación de Jesucristo con vuestro ministerio en la gran tarea de hacer visible el amor del Señor, que es comprensivo, servicial, no engreído, no tiene envidia, sirve, disculpa y aguanta siempre. Estad, servid y acompañad como lo hicieron los primeros diáconos a los más pobres. Ayudadnos a hacer nuestro el sueño de Dios

Gracias a todos los miembros de la vida consagrada, monjes y monjas, religiosos, religiosas, institutos seculares, sociedades de vida apostólica, nuevas formas de vida consagrada y vírgenes consagradas. Sois un regalo en la Iglesia para todos los hombres. Sois el referente para la oración y la oblación. Estáis presentes en ámbitos muy diversos de la existencia de los hombres, que abarca un arco que va desde el mismo inicio de la vida hasta su término. Anunciáis a Jesucristo en campos muy diversos, muchos estáis presentes en la tarea de eliminar las nuevas esclavitudes que aparecen en nuestro mundo sin decir nada, viviendo, amando y regalando la presencia sanadora de Jesucristo. Gracias por vuestra entrega profética. Quiero tener un encuentro pronto con vosotros. Os acompañaré y me acompañaréis en el llevar la alegría del Evangelio a todos.

Gracias a todos los misioneros que en diversas partes del mundo habéis salido de esta Iglesia que camina en Madrid para realizar la misión ad gentes. Queridos misioneros y misioneras, gracias por haber salido de vosotros mismos y haberos encontrado con Jesucristo, que os impulsó s salir de vuestra tierra para llevar a otros de otras culturas el Evangelio. Recibid mi afecto, y pensad que desde este momento mi oración se dirigirá al Señor para que os dé su sabiduría en el lugar en que os encontréis.

Gracias, queridos laicos. Sois la mayoría en el Pueblo de Dios. Estáis presentes en todos los ambientes y estructuras de este mundo. Sed discípulos misioneros allí donde estéis. Sed valientes. En virtud del bautismo recibido y la fuerza del Espíritu os habéis convertido en discípulos misioneros. No caminéis solos. En vosotros, los laicos, veo a las familias, a los niños, a los jóvenes, a los ancianos. Como nos recordó el Concilio -del que estamos celebrando su 50.º aniversario- y nos recuerda el magisterio constante de la Iglesia: la familia cristiana tiene una importancia capital, es la primera y más básica comunidad eclesial.

Muchas veces vine a Madrid para ayudar a quien fundó y donó la «casa de la familia». No tengamos actitudes de lloro y desaliento, seamos audaces y creativos, hagamos posible que las familias cristianas sean familias misioneras que salen de sí mismas, realizan gestos evangélicos, en las que sus miembros se acompañan en todos los procesos de sus vidas, celebran todos los pasos de su vida cristiana, dialogan, acogen, miran respetuosamente, oran juntos, saben reconocer juntos las huellas de Dios, celebran el día del Señor, el domingo, con expresiones que fortalecen su amor, un amor que ha de expandirse. Una palabra de aliento y esperanza para tantas familias que sufren aún la lacra del paro o que experimentan en sus miembros la enfermedad, la soledad o un sinfín de problemas. Una palabra de acogida a tantas familias emigrantes -en su expresión multirracial y cultural- que buscan en las poblaciones de nuestra diócesis un futuro mejor. Una palabra de respeto y de cariño a los más ancianos.

Permitidme que me dirija a los jóvenes. Desde que fui ordenado presbítero he estado siempre sirviendo con una dedicación especial a los jóvenes. Os invito a poner en práctica el «mandamiento nuevo». Oponeos a lo que parece hoy la derrota de la civilización, reafirmando con energía la civilización del amor y la cultura del encuentro.

Dad un testimonio grande de amor a la vida, don de Dios, luchad contra la pretensión de hacer del hombre el árbitro de la vida del hermano. Vosotros, que de forma natural e instintiva hacéis del deseo de vivir el horizonte de vuestros sueños y esperanzas, transformaos en profetas de la vida con palabras y obras, revelaos contra la civilización del egoísmo y del descarte, que considera a la persona humana un medio y no un fin. Os veré pronto; mantendré encuentros con vosotros los primeros viernes de cada mes a las 10 de la noche en la catedral. Os comunicaré cuándo comenzaremos. Os invito a todos los jóvenes cristianos a que invitéis a otros jóvenes, os pido a los presbíteros y miembros de la vida consagrada, que acompañéis esta acción de comunión y misión. Os quiero y os necesito para anunciar a Jesucristo. Gracias.

Quien hace un momento nos dijo «Amarás al Señor con todo tu corazón, alma y ser, y al prójimo como a ti mismo» se hace realmente presente entre nosotros, quiere que esto lo hagamos con la fuerza de su amor y de su gracia. Encomendad mi ministerio episcopal que hoy comienzo en esta Iglesia que camina en Madrid a todos los santos que han jalonado su centenaria historia y nos enseñan en la escuela de Cristo Maestro. Encomendadme, especialmente, a la Madre, a la Toda Santa: la Santísima Virgen María, en esta advocación entrañable de la Almudena, para que Ella me comunique el secreto de cómo acoger y presentar a su Hijo en la vida de quienes Él me encomienda para hacer lo que Él nos diga. «Salve, Señora de tez morena, / Virgen y Madre del Redentor. / Santa María de la Almudena, / Reina del cielo, Madre de amor». Amén.

+ Texto íntegro de la homilía de monseñor Osoro

En el día de su posesión (25 –X – 2014)
|Excmo. y Rvdmo. Sr. nuncio de Su Santidad.
Eminencia reverendísima, señor cardenal D. Antonio María Rouco, arzobispo, emérito, de Madrid.
Queridos obispos auxiliares, D. Fidel, D. César y D. Juan Antonio. Deseo, también tener un recuerdo muy especial por quien en estos momentos estará rezando por mí y por vosotros, el obispo auxiliar, emérito, de Madrid, Mons. D. Alberto Iniesta, con quien hace muy pocos días estuve en su residencia de Albacete.

Señores cardenales, arzobispos, obispos. Vicarios generales y episcopales de Madrid, Valencia, Oviedo, Orense y Santander.
Queridos sacerdotes del presbiterio de Madrid, y queridos sacerdotes que representáis a los presbiterios diocesanos de Santander, mi diócesis de origen, y de las diócesis de Ourense, Oviedo y Valencia. Gracias.

Muchas gracias. Hermanos sacerdotes todos.
Queridos seminaristas de Madrid y queridos seminaristas de Valencia. Gracias por vuestra entrega para ser un día cercano la imagen de Cristo Sacerdote.
Queridos diáconos, que en la Iglesia sois la imagen de Cristo Siervo. Queridos miembros de la vida consagrada: religiosos, religiosas, institutos seculares, sociedades de vida apostólica y otras nuevas formas de vida consagrada en la Iglesia, vírgenes consagradas. No olvidamos a los monjes y monjas que gracias a los medios de comunicación siguen esta celebración en la vida de los monasterios.

Queridos laicos, que sois mayoría en la Iglesia; gracias por vuestra presencia y por vuestro testimonio en medio de las realidades temporales. Gracias, familias, mayores, jóvenes y niños. Querida familia de la que siento siempre vuestra cercanía y acompañamiento.

Autoridades civiles, militares, judiciales y académicas. Hermanos y hermanas todos en nuestro Señor Jesucristo.×
Doy gracias al Papa Francisco y a vosotros por acogerme en esta porción de Iglesia madrileña.
Doy gracias a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, al enviarme a través del sucesor de Pedro, el papa Francisco, a esta porción de la Iglesia para ser padre, hermano y pastor de todos vosotros, de los que creéis y sois parte de la Iglesia, pero también de todos los que vivís en este territorio madrileño al que el Señor me envía a ser su testigo. Gracias, santo padre, papa Francisco. Ruego al señor nuncio que transmita al santo padre mi afecto, fidelidad y comunión. Gracias, queridos hermanos; Madrid acogió a mi familia, aquí se conocieron mis padres, hoy me acogéis a mí como padre, hermano y pastor, gracias. Que sigamos haciendo de Madrid un lugar de encuentro, de acogida, de promoción de todo ser humano, regalándole la dignidad que Dios ha puesto en cada persona.
Mi misión: amar a Dios y al prójimo, ambos inseparables

En este día, cuando inicio mi ministerio episcopal entre vosotros, sigo haciéndome la misma pregunta que me hice desde que supe que el santo padre me enviaba a la archidiócesis de Madrid: «Señor, ¿dime qué quieres de mí, qué deseas que viva junto a quienes me entregas como hijos y hermanos?». La respuesta siempre la da el Señor. Y me la da y nos la da en la Palabra que acabamos de proclamar. ¡Qué gracia más grande poder dirigirme a todos los que vivís en esta archidiócesis madrileña por vez primera, sabiendo lo que el Señor quiere de mí y de todos nosotros! Nos lo dice Él mismo cuando le preguntamos: «Señor y Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?». O, lo que es lo mismo: «Señor, ¿qué es lo que tiene que ocupar mi vida y mi misión como obispo aquí entre vosotros y qué y quién tiene que ocupar la vida del ser humano?».

La belleza de la respuesta de nuestro Señor tiene tanta hondura que nos sobrecoge: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser». Este mandamiento es el principal y el primero, pero el segundo es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Amar a Dios y amar al hombre se unifican. Descubramos que no hay amor verdadero por el hombre mas cuando nos dejamos invadir por el amor de Dios que nos manifiesta que el ser humano es «imagen de Dios». Y que no hay amor verdadero a Dios si este no se manifiesta y constata por amar al hombre con la misma pasión de Dios, porque Dios mismo nos ha dicho que Él es amor, y quien es imagen de Él tiene que manifestar que en su existencia se revela también el amor de Dios.

Esta es nuestra misión, a la que deseo invitar no solo a los cristianos, sino llamar también a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que habitan en estas tierras, que me da el Señor; tener a Dios como valor absoluto y descubrir que es desde Dios desde donde el ser humano alcanza la dignidad más grande, tal y como nos lo ha revelado nuestro Señor Jesucristo. Él ha puesto al hombre a la altura de Dios, porque Dios mismo se puso a la altura del hombre. Gracias, Señor, por esta misión apasionante, como es mostrar tu rostro. Por eso te digo, con el salmista, «yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza» (Sal 17).×

Lo nuestro es lo mismo de Dios, pues somos su imagen
Esta unidad inseparable entre Dios y el hombre es lo que nos hace entender lo que el Señor en el Libro del Éxodo nos acaba de decir, y que tiene su revelación plena en Jesucristo, el Dios que se hizo Hombre. Él nos enseña a descubrir como la grandeza del ser humano se alcanza cuando se tiene la vida de Cristo en nosotros, que es cuando lo humano alcanza su plenitud y desarrollo pleno y nos hace vivir como nos dice Dios mismo: ni la opresión, ni la vejación, ni la explotación, ni la usura, ni el robo de lo que pertenece al otro, tiene vigencia en quien ha sido alcanzado por Jesucristo. Lo nuestro es lo mismo de Dios, pues somos su imagen: escuchar, tener compasión, amar, acercarnos al otro como Dios mismo lo hace… porque nuestra pasión es vivir con la vida del Señor. Con la alegría que nace del Evangelio, me acerco a vosotros para deciros con el apóstol san Pablo lo que hace unos instantes acabamos de escuchar y que se cumple aquí en Madrid: «Desde vuestra Iglesia, la Palabra del Señor ha resonado (…) en todas partes. Vuestra fe en Dios había recorrido de boca en boca».

Vamos a seguir haciendo que la Palabra resuene, que se conozca a Jesucristo, que los hombres lo acojan como el tesoro más grande que cambia la vida y la historia, continuando las huellas de quienes antes que yo os han acompañado como pastores, testigos y maestros. Deseo recordar a todos mis predecesores, pero hago explícitos los nombres de los más próximos a nuestra vida, a quienes muchos de los que formáis parte de esta Iglesia diocesana habéis conocido: al cardenal D. Vicente Enrique Tarancón, al cardenal D. Ángel Suquía, y al cardenal D. Antonio María Rouco, que nos acompaña. Permitidme que agradezca a D. Antonio María, al cardenal Rouco, su entrega, sus trabajos y desvelos por hacer llegar a todos los corazones la Noticia de Jesucristo, las realidades eclesiales que con una vitalidad muy grande me entrega, pues él quiso hacer verdad que contemplaseis el rostro de Dios y del hombre manifestado en Cristo, quien ha resucitado de entre los muertos y entrega presente y futuro al ser humano y a toda la humanidad. Gracias, D. Antonio. Muchas gracias.

Nuestra gran novedad: presentar y entregar a Cristo
Al iniciar mi ministerio pastoral en Madrid, os invito a todos a acoger el amor de Dios y a regalar el amor de Dios a todos los que nos encontremos por el camino de nuestra vida. La gran novedad que nosotros hemos de entregar y presentar es a Cristo mismo, que acoge, acompaña y ayuda a encontrar la buena noticia que todo ser humano necesita y ansía en lo más profundo de su corazón. No defraudemos a los hombres en este momento de la historia, que puedan encontrar las puertas abiertas de la Iglesia, para que puedan percibir que envuelve su vida la misericordia de Dios, que no están solos y abandonados a sí mismos, que tengan la gracia de descubrir en qué consiste el sentido de una existencia humana plena, iluminada por la fe y el amor del Dios vivo: Jesucristo nuestro Señor, muerto y resucitado, presente en su Iglesia.

Como nos recordaban san Juan XXIII, el beato Pablo VI, san Juan Pablo II, Benedicto XVI y el papa Francisco, la Iglesia tiene que ser reconocida por encima de cualquier otro aspecto como la casa de la misericordia, que realiza ese diálogo impresionante al cual estamos llamados a ser protagonistas, ese diálogo que se mueve entre la debilidad de los hombres y la paciencia de Dios. ¡Qué tarea más apasionante entregar la novedad única que es Jesucristo!

Os invito a todos a vivir juntos dejándonos abrazar por el amor de Dios, que es tan grande, de tal calado y profundidad, que nunca decae, se aferra a nuestra existencia que siempre impulsa a dar la mano a quien tenga al lado, nos sostiene, nos levanta y nos guía. Para ello, es necesario que todos los cristianos podamos vivir una relación tal con Jesucristo que, cuando nos acerquemos a los demás, podamos decir con obras y palabras, como los primeros discípulos, «hemos visto al Señor».

Con el Señor, hay luz en el camino, se sienta con nosotros para partir el pan y darnos su vida
Me produce una gran impresión el encuentro del Señor con los discípulos de Emaús; por ello, quisiera deciros que esta es la Iglesia a la que me gustaría dar rostro con vosotros: los discípulos iban por el camino desalentados, en la desesperanza y la tristeza, en el agobio y la desilusión. Se encuentran con Jesús en el camino. No lo reconocen. Comienzan a hablar con Él. Lo escuchan. Entre las palabras que les dice y su compañía sienten algo especial, les produce tal atracción su presencia que, cuando el Señor se despide de ellos, le dicen: quédate con nosotros porque atardece. El Señor crea y provoca atracción, desean estar con Él aun sin saber que es Jesús, pero han experimentado que con Él hay luz en el camino, sin Él llega la oscuridad y el atardecer. Y el Señor no solamente se queda con ellos, sino que se sienta y parte el pan, se da a sí mismo, da su vida

La Iglesia recorre el camino de su Señor, el Cuerpo del Señor que es la Iglesia hace el mismo camino de la Cabeza que es Cristo. Escucha a todos los hombres y siente una preocupación especial por quienes están más abandonados y excluidos, por lo más pobres, entre los que se encuentran también quienes no conocen a Dios. Ella desea regalar lo que el Señor daba y percibían los que se encontraban con Él, que provocaba tal atracción.

La Iglesia tiene que seguir regalando la desproporción, que es la que nos hace más humanos. Aquella misma que les hizo ver a los discípulos cuando les pidió que diesen de comer a una multitud. Con la proporción de cálculos humanos, la que ellos tenían, cinco panes y dos peces, era normal que dijesen, desalentados, que no podían dar de comer a esta multitud. Y es entonces cuando aparece la desproporción de Dios, que toma en sus manos los cinco panes y dos peces y da de comer a la multitud; y sobró. Esta es la que tenemos que vivir nosotros. Y es que en manos de Dios todo es diferente, con su fuerza, su gracia, su amor, todo es distinto. Hagamos descubrir a todos los hombres que en manos de Dios todo es diferente, y que además se descubre y se logra el verdadero humanismo, el humanismo de verdad. Todo esto, vivido en comunión con Jesucristo es más humano, pueden comer todos, nos hace hermanos.

Somos una única familia y nadie es más importante que otro
Que seamos audaces, con la audacia y valentía del Evangelio, para hacer que la Iglesia sea casa de comunión; tenemos una sola fe, una sola vida sacramental, una única sucesión apostólica, una misma esperanza y la misma caridad. Somos una única familia y nadie es más importante que otro, somos hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. Una familia que vive en humildad, dulzura, magnanimidad y amor por conservar la unidad. La Iglesia es una gran casa que acoge a todos, por eso es santa, porque procede de Dios que es santo y fiel y no la abandona en el poder de la muerte y del mal. Es santa porque Jesucristo, el Santo de Dios, está unido indisolublemente a ella. No es santa por nosotros, que la formamos, y que somos pecadores; lo es porque Dios la hace santa. La Iglesia es casa de armonía, en la que todos hacen el mismo canto, pero con ritmos, acentos, notas diferentes, que hacen un bellísimo canto de amor para todos los hombres. Nos necesitamos todos. Nadie sobra: judíos, griegos, esclavos libres, todos somos hijos de Dios y, por eso, hermanos. Somos hombres y mujeres en los que Jesucristo hizo «la obra nueva», dándonos su Vida misma.

Debemos hacer recobrar a los hombres la alegría del Evangelio
Somos enviados a llevar la alegría del Evangelio, la Buena Noticia que es Jesucristo, a todo los hombres: «Id por el mundo y anunciad el Evangelio a todos los hombres». Tenemos el mandato de hacer recobrar a los hombres la confianza, la esperanza, la alegría del Evangelio, el encuentro entre los hombres, construir la cultura del encuentro. Tenemos que provocar, como el Señor, en medio de la historia de los hombres esa atracción, la misma que provocó Jesucristo en el camino de Emaús. Y todo ello porque hacemos llegar y experimentar con nuestra vida y testimonio la ternura de un Dios que es amigo del hombre, que quiere al hombre, que se da por entero a todos los hombres sin excepción, para que nosotros tengamos vida. Y la Iglesia lo hace incluso cuando los hombres hemos dilapidado lo más humano que es lo más divino, nuestro ser imagen de Dios, cuando nos han robado o nos hemos dejado robar lo más nuestro por otros ídolos.

Lo hemos de hacer con paciencia, sin reproches, siempre con amor, esperanza, alegría y misericordia, saliendo permanentemente a buscar a los hombres, encontrándonos con los hombres en las realidades en la que están viviendo, no en las que nosotros creemos que debieran estar. Urge regalar y mostrar a quien puede recuperar el carácter luminoso de la existencia que nos regala Jesucristo, que, cuando se apaga, todas las demás luces acaban languideciendo. Urge anunciar a Jesucristo, su amor. La verdad de un amor no se impone con la violencia, no aplasta a la persona; cuando nace del amor puede llegar al corazón, al centro de cada ser humano, la seguridad de la fe no nos hace intolerantes, sino que nos pone en el camino verdadero y hace posible el testimonio y el diálogo con todos. Aquí está la belleza de la Iglesia: ser el Cuerpo del Señor, la presencia de Jesucristo en medio de la historia, la presencia suya con los hombres.

Queridos hermanos y hermanas: el Hijo de Dios sale a nuestro encuentro, nos acoge, se nos manifiesta y nos repite lo mismo que dijo a sus discípulos la tarde de Pascua: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20-21). Mis palabras no quieren ser ni son mías; quien os llama es Jesucristo, centro de nuestra vida, raíz de nuestra fe, razón de nuestra esperanza y manantial de nuestra caridad. Llamados por Él a llevar la alegría del Evangelio para continuar la misión confiada a los Apóstoles y en la que cada cristiano, en virtud del bautismo y de su pertenencia a la comunidad eclesial, está llamado a participar.

Estamos llamados a construir juntos la civilizactón del amor
Os necesito; juntos estamos llamados a construir la civilización del amor, la cultura del encuentro. Frente a la maraña de problemas que existen en el mundo, ¿se puede cambiar el mundo? Frente a la impotencia que muchas veces sentimos ante realidades que están junto a nosotros, ¿tiene sentido tratar de cambiar todo esto? ¿Podemos hacer algo frente a esta situación? ¿Vale la pena intentarlo? Claro que vale la pena, pero no basta solamente con ser buenos y generosos, hay que ser audaces, inteligentes, capaces y eficaces. Pero con la bondad, la generosidad, la inteligencia, la capacidad y la eficacia que nos regala y de las que nos llena Jesucristo. Acoger su gracia, su amor, da a la existencia humana otra sensibilidad y otra manera de afrontar todo, ya que nos hace ver lo que verdaderamente vale la pena.

Nadie puede aceptar un mundo en el que tantos sufren y están privados de lo necesario.
Todo puede cambiarse; se comienza por el cambio de sí mismo, viviendo con una mente abierta y con un corazón creyente. Esta manera de vivir no puede ser impedido por nadie. Quien tiene relación con los hombres no puede aceptar un mundo donde tantos sufren y están privados de lo necesario, pues nos desvela un sistema que no es justo, que es inhumano. Son necesarias transformaciones profundas, y estoy convencido de que la fe y el amor, vividos con la intensidad y la fuerza que viene de Jesucristo, producen una cultura de la justicia, del encuentro, y eliminan la exclusión. Esto no es una utopía vaga. Los santos han hecho las revoluciones más verdaderas y los cambios más grandes. Madrid lo sabe bien pues entra en la historia de la Europa occidental, en las postrimerías del siglo XI, de la mano de grandes santos: los esposos Isidro y María. Representantes de tantas familias que en medio de las dificultades y persecuciones vivieron la fe fieles a nuestra antigua tradición hispana.

Pensemos, asimismo, en este año teresiano que acabamos de inaugurar en España, donde una mujer cree de tal manera en la fuerza que Dios tiene para cambiar todas las cosas que contribuyó a que los hombres creyesen que su gracia y su amor es más fuerte que nuestras fuerzas; lo expresó con estas palabras: «Nada te turbe, nada te espante, quien a Dios tiene, nada le falta, solo Dios basta». Pensemos en el diácono san Francisco de Asís, que no cambió el mundo de su tiempo con las armas o con las argucias de la fuerza y estrategias de los hombres, sino llevando el Evangelio a las calles, a la vida cotidiana, desde la pobreza y el despojo, retornando al Evangelio, predicando la paz en un mundo violento, la conciliación con la naturaleza, elogiando la sencillez que nada tiene que ver con la ignorancia. ¡Qué fuerza tiene la misión vivida y haciéndola crecer en diálogo con la gente, con sus inquietudes y sus dolores!
El pueblo sabe que el Evangelio hace la vida más plena de sentido, más feliz.

En nuestras grandes ciudades, que decimos secularizadas, se encuentra la Iglesia en misión con un pueblo que no está cerrado a la fe; no puedo ceder a un pesimismo estéril que se cree que los hombres han vuelto la espalda a Dios. Hoy sigue existiendo y manifestándose una inquietud religiosa viva en el corazón de las personas, que no ha sido borrada por una visión donde lo religioso se ha marginado. Y es que el pueblo sabe que el Evangelio hace la vida más plena de sentido, más feliz; hay que tener un encuentro verdadero con las personas.

Esta es la misión, a esto os invito, a llevar la alegría del Evangelio, que quiere decir salir a la ciudad, ir al encuentro, hablar de Jesús, escuchar a las personas, no tener las puertas cerradas, vivir responsablemente en la calle, invitar a la conversión personal. Sé que no es fácil. Cuando el sábado día 4 de octubre llegaba por la noche conduciendo mi coche hasta Madrid desde Valencia, después de haber tomado posesión de la archidiócesis valentina el cardenal D. Antonio Cañizares, en la noche vislumbraba desde lejos la gran ciudad de Madrid, veía las inmensas torres, las luces de la gran ciudad, y me preguntaba a mí mismo: Señor, ¡enséñame, ayúdame a ser tú en medio de esta ciudad! Si ser ciudadanos de una gran ciudad es algo complejo, imaginaos lo que es ser padre, hermano y pastor, vínculos tan distintos de historia, raza, cultura, derechos no plenamente compartidos, aunque teóricamente sean reconocidos. Pero el Señor me hizo aterrizar enseguida: nunca olvides preguntarte, ¿quién es tu prójimo?

Globalicemos el corazón al modo de Cristo
Hay que tener el Corazón de Cristo, porque una visión amplia como la que hoy podemos tener de todas las situaciones en las que viven los hombres nos puede hacer olvidar que el corazón tiene que palpitar. Sin corazón nos hacemos indiferentes; globalicemos el corazón, no globalicemos la indiferencia que nos quita la capacidad de llorar y de preguntarnos quién es mi prójimo. No tenemos la solución para todo, pero si se prima el corazón y no se cierra, pronto hay soluciones. Hay que tener proyectos, y es imposible hacerlos desde la confrontación, desde la falta de acuerdos, desde el conflicto; se pueden hacer si cultivamos y construimos la cultura del encuentro, donde el acuerdo es más importante que el conflicto, donde la unidad tiene más fuerza que la dispersión

Involucrados en todas las situaciones, vividas como el Señor, que vino a salvar y no a condenar.
Estamos llamados y os invito a descubrir juntos cómo pasar de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera, ya que la salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia. Seamos audaces y creativos, no caminemos solos: sabemos que el Señor va el primero; involucremos nuestra vida en todas las situaciones que viven los hombres, acompañemos y festejemos la vida. Y todo ello realizado desde la cercanía, la apertura al diálogo, la paciencia y la acogida cordial, vividas como nuestro Señor, que vino a salvar y no a condenar

Por todo ello:
Gracias a todo el presbiterio diocesano; sois muchos sacerdotes, pronto estableceré encuentros con vosotros, estoy seguro de que se pueden establecer cauces para poder estar con vosotros y podernos ayudar a vivir lo que el apóstol Pedro nos pedía: «Pastoread el rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, mirad por él, no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa; no como déspotas con quienes os ha tocado en suerte, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño» (1 Pe 5, 2-3). Gracias, queridos hijos y hermanos, por vuestra ayuda; nunca os canséis de ser misericordiosos, llevad la alegría del Evangelio.
Gracias a los seminaristas, diáconos, miembros de la vida consagrada misioneros, laicos y jóvenes por llevar todos el Evangelio.

Gracias, queridos seminaristas, los del seminario metropolitano y los del seminario misionero. ¡No tengáis miedo! El tiempo que os toca vivir es apasionante para anunciar a Jesucristo. Os acompañaré en vuestro itinerario. En mi vida siempre ha existido una predilección por quienes habéis escuchado al Señor, que os decía de formas muy diferentes «sígueme». No en vano el Señor me regaló veinte años de mi vida como rector del seminario de Monte Corbán de Santander. Allí se establecieron vínculos fuertes con el seminario de Madrid, desde los cursos de verano que celebramos. Habéis sido llamados por Dios para anunciar el Evangelio y para ser servidores de la comunión y promover la cultura del encuentro. Gracias también a vuestros rectores y formadores.

Gracias a Gracias a los diáconos que habéis asumido el ministerio de manera permanente, y a vuestras familias. Sois una aproximación de Jesucristo con vuestro ministerio en la gran tarea de hacer visible el amor del Señor, que es comprensivo, servicial, no engreído, no tiene envidia, sirve, disculpa y aguanta siempre. Estad, servid y acompañad como lo hicieron los primeros diáconos a los más pobres. Ayudadnos a hacer nuestro el sueño de Dios.

Gracias a todos los miembros de la vida consagrada, monjes y monjas, religiosos, religiosas, institutos seculares, sociedades de vida apostólica, nuevas formas de vida consagrada y vírgenes consagradas. Sois un regalo en la Iglesia para todos los hombres. Sois el referente para la oración y la oblación. Estáis presentes en ámbitos muy diversos de la existencia de los hombres, que abarca un arco que va desde el mismo inicio de la vida hasta su término. Anunciáis a Jesucristo en campos muy diversos, muchos estáis presentes en la tarea de eliminar las nuevas esclavitudes que aparecen en nuestro mundo sin decir nada, viviendo, amando y regalando la presencia sanadora de Jesucristo. Gracias por vuestra entrega profética. Quiero tener un encuentro pronto con vosotros. Os acompañaré y me acompañaréis en el llevar la alegría del Evangelio a todos.

Gracias a todos los misioneros que en diversas partes del mundo habéis salido de esta Iglesia que camina en Madrid para realizar la misión ad gentes. Queridos misioneros y misioneras, gracias por haber salido de vosotros mismos y haberos encontrado con Jesucristo, que os impulsó s salir de vuestra tierra para llevar a otros de otras culturas el Evangelio. Recibid mi afecto, y pensad que desde este momento mi oración se dirigirá al Señor para que os dé su sabiduría en el lugar en que os encontréis.

Gracias, queridos laicos. Sois la mayoría en el Pueblo de Dios. Estáis presentes en todos los ambientes y estructuras de este mundo. Sed discípulos misioneros allí donde estéis. Sed valientes. En virtud del bautismo recibido y la fuerza del Espíritu os habéis convertido en discípulos misioneros. No caminéis solos. En vosotros, los laicos, veo a las familias, a los niños, a los jóvenes, a los ancianos. Como nos recordó el Concilio -del que estamos celebrando su 50.º aniversario- y nos recuerda el magisterio constante de la Iglesia: la familia cristiana tiene una importancia capital, es la primera y más básica comunidad eclesial.

Muchas veces vine a Madrid para ayudar a quien fundó y donó la «casa de la familia». No tengamos actitudes de lloro y desaliento, seamos audaces y creativos, hagamos posible que las familias cristianas sean familias misioneras que salen de sí mismas, realizan gestos evangélicos, en las que sus miembros se acompañan en todos los procesos de sus vidas, celebran todos los pasos de su vida cristiana, dialogan, acogen, miran respetuosamente, oran juntos, saben reconocer juntos las huellas de Dios, celebran el día del Señor, el domingo, con expresiones que fortalecen su amor, un amor que ha de expandirse. Una palabra de aliento y esperanza para tantas familias que sufren aún la lacra del paro o que experimentan en sus miembros la enfermedad, la soledad o un sinfín de problemas. Una palabra de acogida a tantas familias emigrantes -en su expresión multirracial y cultural- que buscan en las poblaciones de nuestra diócesis un futuro mejor. Una palabra de respeto y de cariño a los más ancianos.

Permitidme que me dirija a los jóvenes. Desde que fui ordenado presbítero he estado siempre sirviendo con una dedicación especial a los jóvenes. Os invito a poner en práctica el «mandamiento nuevo». Oponeos a lo que parece hoy la derrota de la civilización, reafirmando con energía la civilización del amor y la cultura del encuentro.

Dad un testimonio grande de amor a la vida, don de Dios, luchad contra la pretensión de hacer del hombre el árbitro de la vida del hermano. Vosotros, que de forma natural e instintiva hacéis del deseo de vivir el horizonte de vuestros sueños y esperanzas, transformaos en profetas de la vida con palabras y obras, revelaos contra la civilización del egoísmo y del descarte, que considera a la persona humana un medio y no un fin. Os veré pronto; mantendré encuentros con vosotros los primeros viernes de cada mes a las 10 de la noche en la catedral. Os comunicaré cuándo comenzaremos. Os invito a todos los jóvenes cristianos a que invitéis a otros jóvenes, os pido a los presbíteros y miembros de la vida consagrada, que acompañéis esta acción de comunión y misión. Os quiero y os necesito para anunciar a Jesucristo. Gracias.

Quien hace un momento nos dijo «Amarás al Señor con todo tu corazón, alma y ser, y al prójimo como a ti mismo» se hace realmente presente entre nosotros, quiere que esto lo hagamos con la fuerza de su amor y de su gracia. Encomendad mi ministerio episcopal que hoy comienzo en esta Iglesia que camina en Madrid a todos los santos que han jalonado su centenaria historia y nos enseñan en la escuela de Cristo Maestro. Encomendadme, especialmente, a la Madre, a la Toda Santa: la Santísima Virgen María, en esta advocación entrañable de la Almudena, para que Ella me comunique el secreto de cómo acoger y presentar a su Hijo en la vida de quienes Él me encomienda para hacer lo que Él nos diga. «Salve, Señora de tez morena, / Virgen y Madre del Redentor. / Santa María de la Almudena, / Reina del cielo, Madre de amor». Amén.
+ Carlos, Arzobispo de Madrid.Carlos, Arzobispo de Madrid.

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