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Panel eclesio-teológico -- Benjamín Forcano, teólogo

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Enviado a la página web de Redes Cristianas

1.Dos papas a los alatares ( Braulio Hernández).
2.El Papa Juan XXIII, santo del pueblo (Benjamín Forcano).
3. El Vaticano II y Juan Pablo II (Benjamín Forcano).
4.Ternura: la savia del amaor (Leonardo Boff)
A quien no le haya llegado la PROPUESTA de Nueva Utopía
y desee informarse, que la solicite.

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DOS PAPAS A LOS ALTARES
Braulio Hernández

 El 27 de abril el papa Francisco elevó a los altares a dos papas con una visión de Iglesia diferente: a Juan XXIII, el papa anciano, fallecido hace 50 años, que sorprendió al mundo convocando, por sorpresa, el Concilio Vaticano II: para renovar la Iglesia, volviendo a la sencillez de los orígenes (Hechos de los Apóstoles: la primera comunidad cristiana); y a Juan Pablo II, fallecido hace tan sólo nueve años y que frenó la renovación emprendida por el primero: para volver a la Iglesia triunfalista de cristiandad; y bajo cuyo pontificado fueron inhabilitados y marginados una buena parte de los teólogos más comprometidos con la renovación impulsada por el “Papa bueno”, siendo especialmente implacable con la Teología de la Liberación, que defendía “la opción preferencial por los pobres”.

La de Juan Pablo II era una canonización previsible. Imparable. La sorpresa ha sido la decisión del papa Francisco de canonizarlo junto a Juan XXIII (a quien eximió de un segundo “milagro”). Se dice que es una jugada maestra de Francisco para hacer de contrapeso y rebajar el excesivo culto a la personalidad hacia Juan Pablo II, el ‘papa viajero’ (104 viajes a 29 países). Y como una forma de solapar los escándalos surgidos bajo su pontificado, especialmente la pederastia por parte de miembros de la Iglesia.

Es una paradoja que el papa Francisco, que parece decidido a afrontar algunos de los escándalos que vivió la Iglesia durante el papado de Juan Pablo II (pederastia, IOR,…) le haya tocado canonizar a quien -según denuncian quienes los sufrieron- los encubrió. El vaticano ha desmentido esas denuncias, aduciendo que Juan Pablo II “no estaba al corriente”. Sin embargo, en julio de 2013, tras conocerse las intenciones de Francisco de canonizarlo, organizaciones de víctimas de abusos sexuales de México (el país donde Juan Pablo II cosechó mayores fervores) elevaron la voz exigiéndole a Francisco que paralizara el proceso mientras la ONU no se pronunciara sobre la investigación de los casos de abusos sexuales de la Iglesia. Entre los denunciantes está el exsacerdote mexicano Alberto Athié que abandonó el sacerdocio después de que sus denuncias sobre los abusos del fundador de los Legionarios de Cristo, el padre Marcial Maciel (a quien Juan Pablo II propuesto como “modelo y guía de la juventud”) no fueran escuchadas ni en México ni en Roma. “Juan Pablo II se enteró de los casos y nunca quiso hacer nada, prefirió no mover un dedo”, denuncia a su vez Joaquín Aguilar, director de la Red de Sobrevivientes de Abusos del Clero (El País Internacional, 24/07/13).

El proceso de beatificación y canonización de Juan Pablo II (el más rápido de la historia moderna), ya estaba cantado desde antes de morir. Su agonía, tan televisiva, y el tsunami de pancartas proclamándolo ‘Santo subito’ el día de su funeral, preludiaban su canonización: era como un hecho casi consumado. El entonces secretario de Estado, Angelo Sodano (gran defensor de M. Maciel) lo proclamó como Juan Pablo II El Magno: calificativo que la iglesia medieval daba a los santos por aclamación. Un título que no desentona, pues Juan Pablo II (“un papa preconizado en los EE.UU.”) se encontraba cómodo en su papel de jefe de Estado, con honores y agasajos ante los grandes de la tierra: “por eso llegó a decir que, de los viajes, lo más importante para él era su encuentro con los poderosos. Así robustecía el prestigio de la Iglesia” (Juan Arias, periodista). Según Richard Allen, que fue consejero de seguridad del presidente norteamericano, Juan Pablo II fraguó con Reagan “una de las más grandes alianzas secretas de todos los tiempos”. Con él, el estado vaticano estableció relaciones diplomáticas con EE.UU. (1984).

Juan Pablo II sufrió desde niño los totalitarismos de los países del Este. Como Papa contribuyó a la caída del comunismo, aunque su apoyo económico al sindicato Solidaridad está lleno de sombras: parte de ese dinero, según diversas investigaciones de la procuraduría italiana, provenía del IOR (el banco vaticano), de depósitos realizados por organizaciones criminales de la mafia. Mijail Gorbachov manifestó que “Sin Juan Pablo II no se puede entender lo sucedido en Europa a finales de los 80”. Sin embargo, la actitud de Juan Pablo II con los totalitarismos de los dictadores latinoamericanas de derechas, que alardeaban de muy católicos, fue más complaciente. Ellos ordenaron miles de asesinatos y de desaparecidos. Una buena parte de las víctimas eran catequistas, sacerdotes, religiosos y religiosas, entre ellos Monseñor Romero, un obispo de perfil muy conservador que fue un paradigma de conversión: arriesgó su vida, y fue asesinado, por ser ‘la voz de los sin voz’.

También es una paradoja que el papa Francisco, que parece decidido a dotar de mecanismos de transparencia al opaco y polémico IOR (Banco Vaticano) tenga que canonizar a un papa que protegió, dándole más poder al frente del IOR, al polémico obispo Paul C. Marzincus (‘el banquero de Dios’) a quien Juan Pablo I (muerto en circunstancias extrañas a los 33 días de ser elegido), pensaba destituir. Cobra de nuevo actualidad el libro del sacerdote abulense Jesús López Sáez, “El Día de la Cuenta” (The Day of Reckoning) que lleva como subtítulo: «Juan Pablo II a examen», libro que salió a las librerías (en la edición pública, ampliada y actualizada) en 2005 coincidiendo con el anuncio de la beatificación de Juan Pablo II: “Al final de su largo pontificado y ante el insólito proceso de beatificación, al papa Wojtyla se le pide cuenta de la causa de Juan Pablo I y de otros asuntos también importantes”.
Es decir, “Se canoniza a uno y no se dice absolutamente nada del otro”.Recientemente, el escritor colombiano Evelio Rosero ha vuelto a poner en el candelero la extraña muerte de Juan Pablo I, en una novela: “Plegaria por un Papa envenenado” (Tusquets, 2014). El Papa Wojtyla, «en lugar de ordenar clarificar la muerte de un Papa que gozaba de una salud de hierro, se encargó de cerrar los ojos».

Otro test para valorar la canonización de Juan Pablo II es su relación con monseñor Romero. Durante su largo pontificado, Juan Pablo II hizo del Vaticano una ‘fábrica de santos’: beatificó a 1340 personas y canonizó a 483 (más que la suma de sus predecesores en los últimos 500 años). Pero no mostró ninguna prisa ni mucho entusiasmo por hacer lo mismo con monseñor Romero; un santo no oficial, canonizado por el pueblo como ‘San Romero de América’; y honrado como tal (fuera de la Iglesia Católica) por otras denominaciones religiosas de la cristiandad, incluyendo a la Iglesia Anglicana que lo incluyó en su santoral: es uno de los diez mártires del siglo XX representados en las estatuas de la Abadía de Westminster de Londres.

Monseñor Romero no tenía muchos apoyos en los palacios vaticanos. Roma le enviaba ‘visitadores apostólicos’. Él decidió ir a Roma, para defenderse de las calumnias de algunos compañeros. En su primer encuentro con Juan Pablo II (mayo de 1979) monseñor Romero le llevó un Dossier con las flagrantes violaciones de derechos humanos en El Salvador. Se cuenta que, cuando iba a entregarle al Papa el Dossier, Juan Pablo II le dijo: “no me traiga muchas hojas que no tengo tiempo de leerlas. Y procure estar de acuerdo con su Gobierno”. Fue un encuentro desolador. Monseñor Romero salió llorando. “El Papa no me ha entendido, no puede entender, porque El Salvador no es Polonia. Romero palpó la incompatibilidad de la diplomacia con la verdad evangélica: “las curias no podían entenderte: ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo” escribe el obispo P. Casaldáliga en su Poema “San Romero de América, Pastor y Mártir nuestro” (servicioskoinonia.org/romero/poesia).

En su último encuentro con Juan Pablo II, enero de 1980, monseñor Romero encontró más acogida. Juan Pablo II le felicitó por su defensa de la justicia social, pero advirtiéndole de los peligros del marxismo incrustado en el pueblo cristiano; a lo que monseñor Romero, con su habitual espíritu de obediencia, respondió que “el anticomunismo de derechas no defendía a la religión, sino al capitalismo”. Ya lo había denunciado el 15 de septiembre de 1978: “hay un ateísmo más cercano y más peligroso para nuestra iglesia: el ateísmo del capitalismo cuando los bienes materiales se erigen en ídolos y sustituyen a Dios”.

Cuenta el periodista Juan Arias que en el primer viaje de Juan Pablo II a América latina, cuando le mencionó el martirio de monseñor Romero, Juan Pablo II se irritó con él: “Eso aún había que probarlo”. Tras el asesinato de monseñor Romero (24 marzo 1980) Juan Pablo II lo definió como “celoso pastor”. Pero nunca lo elogiaba como mártir. Según Robert E. White, embajador norteamericano en El Salvador (destituido por el presidente Reagan en 1981), Reagan ocultó las pruebas del asesinato de monseñor Romero (Ya, 4-2-1984; El día de la cuenta, pág. 387). En la capital del país más poderoso de la tierra, a Juan Pablo II ya le han erigido un Santuario Nacional («Culto papal y culto imperial» de Jesús López).

ecleSALia 28 de abril de 2014

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JUAN XXIII, UN SANTO DEL PUEBLO

Entre la memoria, la oración y el compromiso

Benjamín Forcano

Hermano, amigo y querido Papa Juan,
peregrino de la tierra y ciudadno feliz del cielo:

Nos alegra mucho que la Iglesia entera recuerde tu vida
y la celebre gozosa y comprometidamente.
Hijo de Marianna y Giovanni, campesinos pobres,
hiciste siempre gala de tu origen,
donde como en ninguna parte,
aprendiste la bondad, la sencillez, la honradez,
la hospitalidad, el sacrificio, la entrega, la humildad.

Ya nunca te apartaste del recto sendero,
abierto por Otro campesino, pobre como tú.
Tú fuiste pobre, elegiste ser pobre
y juraste no ser nunca rico.

De ahí, tu horror a la ostentación,
la vanidad y el poderío:
“Yo, repetías, no soy más que un hombre
igual que todos vosotros”.
Lo mismo que Pedro, tu antecesor que,
al llegar a la casa de Cornelio y verlo postrado en tierra,
le dijo: “Levántate, que no soy más que un hombre como tú”.
Por eso, la curia, los maquiavelos o distinguidos diplomáticos
de la curia, no te entendieron:
te miraron con pena, casi con desprecio.
Pero tú tenías siempre a la vista y en el corazón,
la cuna de tu pueblo y la de Belén.
Y desde ese origen, te resultó desdeñable la sabiduría de la política y de la diplomacia, que suele discurrir por entre pliegues
de oportunismo, doblez e hipocresía.

Tú eras simplemente un hombre de la tierra,
que ha visto nacer a todos los seres humanos,
de una punta a otra,
con su amalgama inmensa de razas, creencias,
ideologías y costumbres.
Todos de la misma especie,
hermanos, hijos de un mismo Dios Padre,
con la misma dignidad y los mismos derechos.
Los pudiste ver y tratar a lo largo y ancho de la geografía,
como campesino, sacerdote, obispo, visitador apostólico,
nuncio, patriarca y papa.
Era el único mundo humano,
el mundo de Dios salido amorosamente de sus manos.

Pero tú los viste , demasiadas veces,
divididos, enfrentados, en guerra,
anegados en infinitos e inútiles sufrimientos,
por causa de fascismos o falsos nacionalismos.

Las estrellas de tu vida fueron:
Justicia, fraternidad, concordia,paz, unidad.
Siempre el amor a las personas en primer plano,
fueran quienes fuesen.
Lo primero servir, nunca mandar;
la misericordia por encima de la severidad;
la comprensión contra la intolerancia;
integrar más que excluir;
ceder, no exigir;
confiar y dialogar, dialogar siempre.

Y al interior de tu Iglesia acabar
con la desconfianza, el aislamiento, la prepotencia,la intransigencia, ponerse a caminar con los humanos,
sencillamente,
como quien sirve y no como quien domina.
Fue tu luz final un toque de lo alto: el concilio Vaticano II,
que te permitió sacudir, rejuvenecer, liberar
y llenar de esperanza a la Iglesia universal.

Celebramos tu vida y tu mensaje, tu apertura y optimismo,
tu magnanimidad frente a las incomprensiones,
tu audacia para leer los signos de Dios en la historia,
tu fidelidad al Evangelio de los pobres.

Sabemos que nos acompañas,
que colaboras con Dios en la marcha de la historia.
Sigue solícito y vigilante –desde la comunión de los santos-
para que intereses egoístas y vanos desaparezcan de tu Iglesia
y sea, como lo hizo y deseó su Maestro,
servidora de la verdad, amante de la justicia, madre de los pobres.

Esta es nuestra plegaria: que sepamos seguir como tú,
el camino del amor, sobre todo por los más pobres,
de la sencillez, de la justicia, del diálogo,
de la concordia, de la paz.
Que nos ayudemos, bajo el ejemplo de vida,
a leer bien el Evangelio, a seguirlo llanamente,
como suelen hacerlo los humildes y pequeños,
que sepamos relativizar, con aquel tu santo humor,
lo que no es más que relativo, que es casi todo,
y enaltecer lo que acaso es sólo absoluto: el amor.

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El concilio Vaticano II y el Papa Juan Pablo II

La cosa comienza cuando tratamos de contrastar la doctrina conciliar con la aplicación que de ella hemos hecho en el posconcilio. Algunos tuvieron demasiada prisa en afirmar que el tiempo del concilio había terminado.
El papa Pablo VI advertía:
“No podemos prescindir del concilio. Por su naturaleza es un acontecimiento importante, histórico, decisivo para la vida de la Iglesia, tiene que durar y es evidente que lo encontraremos largo tiempo en nuestro caminar. Y es bueno que así sea” (L´Osservatore Romano, 16 de diciembre de 1965). “En un cierto sentido, es más grave y trabajoso el período que sigue al concilio que el de su celebración. En su aceptación y fidelidad se está poniendo a prueba la vitalidad de la Iglesia” (AAS 58, 1966, 799s.).

¿Qué pasó, pues? Tres cosas fundamentales:
1ª) Hubo un primer período –hasta el año 78 más o menos- en que hubo voluntad entusiasta en la recepción y aplicación del concilio. 2ª) Vino enseguida la desactivación del concilio. Operación que fue asumida por la institución eclesiástica y aplicada gradualmente; ya en el 1985, el cardenal J. Ratzinger calificó a los 20 años del posconcilio de decisivamente desfavorables para la Iglesia. Fue ésta la señal de que la restauración o contrarreforma estaba en plena marcha. Y continuó ya hasta la elección del Papa Francisco. Dicha restauración, estudiada por muchos, ha sido valorada como un plan de frenar la renovación conciliar en todas las instancia y ámbitos.

3ª) Siguió otro período en que grandes sectores de la Iglesia, a partir de entonces, se sintieron decepcionados y optaron por aparcar su compromiso o exiliarse de la Iglesia. Los teólogos, comenzando por aquellos que prepararon y elaboraron el concilio, fueron los que mayormente sufrieron acoso, silencio y censura. Su disenso se hizo clamorosamente público en la famosa Declaración de Colonia, que recogía la firma de más de 700 teólogos, cuestionando el giro involucionista adoptado.

Papel determinante
de la involución posconciliar: el pontificado de Juan Pablo II

Historia ésta, que queda esclarecida por el papel del Papa Wojtyla en el Vaticano II.
1. El Papa Wojtyla y el Vaticano II
Juan Pablo II tuvo una forma muy personal de entender el Papado. Más de 26 años dando la vuelta al mundo, acaban por dibujar un perfil de este insigne viajero y apóstol . Pero no sólo eso.
Juan Pablo II representa un modo de entender el cristianismo tan fuerte y definido que uno se pregunta si la Iglesia iba a poder emprender nuevos rumbos o iba a sentirse esclava de este modo wojtyliano de anunciar el Evangelio. La Iglesia Institución, vista en su aparato clerical y organizativo, cobró tanta relevancia y uniformidad con Juan Pablo II , que incitaba a reflexionar si esto no se hacía en base a desmedular la Iglesia de esa savia original, la más profunda y reveladora de su mensaje, que es el amor, la democracia y la libertad.

A la Iglesia Católica le ha tocado vivir en estos últimos 50 años, dos hechos especiales: el concilio Vaticano II (1962-1965) y el pontificado de Juan Pablo II (1978-2005). El primero, suscitó una esperanza primaveral, sacudió de júbilo a innumerables cristianos y a muchos ciudadanos no creyentes que sabían de la gran influencia de la Iglesia católica en la sociedad. El Vaticano II alumbraba una nueva época de la Iglesia, unos nuevos planteamientos, un nuevo estilo y dibujaba un nuevo concepto de identidad católica.
El segundo hecho ha sido el pontificado de Juan Pablo II. Se llegó a creer en un comienzo que este Papa iba a ser la confirmación del Vaticano II, pero pronto se vió que los vientos iban por otros derroteros. Se fue así consolidando una tensión en la Iglesia, en la que cada día con mayor fuerza se imponían las fuerzas y movimientos neoconservadores.

2.La revolución copernicana del Vaticano II
Wojtyla se alineaba de la parte inmovilista de la historia, que avanzaba a la defensiva, con apego al pasado y con miedo al futuro. El Vaticano II dió un salto: se abría una nueva época de la Iglesia en que ella era copartícipe de la historia humana y compartía con toda suerte de personas e instancias la búsqueda de un nuevo camino para la humanidad. Ella no era la depositaria exclusiva de la verdad ni tenía el monopolio del bien, ni era la instancia obligatoria para todos, para realizarse y salvarse. La Iglesia se sentía parte de la humanidad y compartía con ella todos sus problemas y soluciones. Y diseñaba, con sentido pragmático, un nuevo estilo de relación basado en el respeto, la valoración mutua, el diálogo y el compromiso por las grandes causas de la justicia y de la paz.

3.Wojtyla: involución contra renovación
Wojtyla traía otro modelo. Y a él iba a consagrar toda su energía. Esto auspicaba una fuerte contradicción dentro de la Iglesia: se habían abiertos caminos nuevos y, ahora, el pontificado de Juan Pablo II, comenzaba a marcar otra dirección. Grandes sectores de la cristiandad advertían la contraposición: involución contra renovación, autoritarismo contra democracia, clericalismo contra pueblo de Dios, clasismo contra igualdad.
El Vaticano II estableció una reconciliación con la modernidad, un diálogo con las ciencias, un apoyo incondicional a la dignidad humana en todos sus derechos, una prioridad a los problemas y causas mayores de humanidad, una activación de la sociedad por los grandes valores del Evangelio

Esta siembra hizo que la cristiandad, integrada fundamentalmente por laicos, estimulase la dignidad propia, la responsabilidad, el criterio propio, la creatividad, la mayoría de edad y no fuera posible ya detener el cambio con apelaciones a la obediencia.
Entre estos dos acontecimientos, ha transcurrido, creo, el caminar de la Iglesia de estos 50 últimos años: fidelidad al concilio Vaticano II y adhesión al modelo wojtyliano: una tensión bipolar entre dos modelos diferentes.

El liderazgo de Juan Pablo II hacia el interior de la Iglesia
La muerte de Juan Pablo II fue un hecho de primera magnitud. Juan Pablo II había hecho del planeta tierra su casa. Y su mensaje de amor a la humanidad, de condena de la guerra, de promover la justicia y atender a los más pobres, llegó a todos los rincones de la tierra. El era portador de una bandera universal, simbolizaba valores no partidistas sino universales. Y, por eso, en todas partes, gentes de toda edad, color, raza, ideología y religión aplaudían la misión de este hombre.
Este liderazgo externo contrasta con otro más deslucido, al interior de la Iglesia, que ha provocado en amplios sectores de ella crítica y distanciamiento. Con Juan Pablo II, la minoría perdedora del Vaticano II sacó cabeza y programaba pasos y estrategias para reconquistar el espacio perdido.

El Vaticano II hizo un giro copernicano al invertir el esquema tradicional de la concepción eclesiológica: en el centro estaba cada persona, con su dignidad e igualdad, constituyendo todas el pueblo de Dios. Y subordinada a él, como un servicio, estaba la jerarquía. Lo primero, pues, lo más grande era ser creyente, seguidor de Jesús, pasando a un segundo plano la cuestión de los cargos o ministerios. Este giro ponía en jaque mate a un modelo de Iglesia eurocéntrico, altamente centralizado, jerárquico, clerical y antimoderno.

Juan Pablo II venía de una formación tradicionalista, marcada además por un contexto sociopolítico antinazista, y también profundamente anticomunista y en cierto modo antieuropeo. Su patria había sufrido la humillación de diversos imperios y en todos sus hijos estaban abiertas las heridas, curadas en buena parte por la religión católica. Todo esto le había hecho ver que Europa no caminaba en la dirección de su pasado cristiano, sino que avanzaba por las sendas de la secularización y del laicismo, del ateismo y de un materialismo hedonista y consumista.
Su visión de la modernidad era negativa, pues en ella la Iglesia había ido perdiendo prestigio y hegemonía y se iba reduciendo cada vez más al ámbito de lo privado. La opción de Wojtyla iba a ser, pues, la de restaurar, recristianizar a Europa, reconducir todo al pasado. Los males presentes era preciso remediarlos reintroduciendo la imagen de una Iglesia preconciliar: una iglesia centralizada, androcéntrica, clerical, compacta, bien uniformada y obediente, antimoderna.

No es de extrañar que el gran teólogo Schillebeekx escribiera:
“El concilio Vaticano II consagró los nuevos valores modernos de la democracia, de la tolerancia, de la libertad. Todas las grandes ideas de la revolución americana y francesa, combatidas por generaciones de papas; todos los valores democráticos fueron aceptados por el concilio… Existe ahora la tendencia a ponerse contra la modernidad, considerada como una especie de anticristo. El Papa actual parece negar la modernidad con su proyecto de reevangelizar Europa: es necesario –dice- retornar a la antigua Europa de Cirilo y Metodio, santos eslavos, y de san Benito. El retorno al catolicismo del primer milenio es, para Juan Pablo II, el gran reto. En el segundo milenio, Europa ha decaído y, con ella, ha decaído toda la cultura occidental. Para reevangelizar Europa es necesario superar la modernidad y todos los valores modernos y regresar al primer milenio… Es la cristiandad premoderna, agrícola, no crítica, la que, según el pensamiento del Papa, es el modelo de la cristiandad. Yo critico este retorno porque los valores modernos de la libertad de conciencia, de religión, de tolerancia, no son, desde luego, los valores del primer milenio” (Soy un teólogo feliz, p. 73-74).

4. Alcance universal de la restauración
Pasado el primer año del Pontificado, la restauración era manifiesta pero se reforzaba con el nombramiento del cardenal Ratzinger, teólogo y, a partir de entonces, guardián doctrinal de la restauración. Fue en el 1985, cuando el cardenal, ya sin equívocos, afirmó que “los veinte años del posconcilio habían sido decididamente desfavorables para la Iglesia”. De nuevo Schillebecx escribía: “Ahora parece que sea sólo el cardenal Ratzinger el único autorizado para interpretar auténticamente el concilio. Esto va contra toda la tradición. En este sentido reafirmo que se está traicionando el espíritu del concilio”. (Soy un teólogo feliz, p.42).

La restauración alcanzó a la Iglesia universal en todos los niveles y estamentos: sínodos, conferencias episcopales, reuniones del episcopado latinoamericano, congregaciones religiosas, la CLAR (confederación de religiosos y religiosas latinoamericanos), obispos, teólogos, profesores, publicaciones, revistas, etc.
Para llevar a cabo la restauración había que volver a los instrumentos de poder y había que contar con movimientos fuertes e incondicionales. Tales fueron principalmente el Opus Dei, Comunión y Liberación, Neocatecumenales, Legionarios de Cristo, etc.
Este breve recuento de lo ocurrido en el interior de la Iglesia nos hace ver la situación vivida –“larga noche invernal”, la llamó el gran teólogo K. Rhaner- sembrando en muchos cansancio y en no pocos otros desencanto y alejamiento

A este giro involutivo ha acompañado la pérdida de credibilidad en la Iglesia. Condiciones demasiado negativas impedían encontrar en la Iglesia estructuras de acogida que invitaran a la confianza, al respeto y al diálogo. Todo un clima que hizo que, a pesar de grandes multitudes aplaudiendo al Papa en estadios y plazas, las iglesias se quedaran cada vez más vacías.
El Evangelio no se identifica con Europa ni tal como lo hemos vivido en ella. Como universal que es, el Evangelio traspasa todo modelo cultural concreto, ninguno puede reivindicarlo en exclusiva. Este es el problema. Necesariamente, el Evangelio ha sido anunciado y debía encarnarse en todo lugar y conyuntura histórica. Lo fue durante veinte siglos, pero en modelos occidentales y europeos. Y eso es lo que a nosotros nos llegó. Y, aun dentro de esa cultura, la llegada se quedó muy atrás, pues nos asentamos en el modelo judaico-helénico-romano y nos detuvimos en el patrístico medieval. Trento fue la meta y la medida. No logramos asimilar la posterior evolución moderna.

Con razón ha podido escribir el famoso teólogo Hans Küng: “Se requiere un cambio de rumbo de parte de la Iglesia, y de la teología: abandonar decididamente la imagen del mundo medieval y aceptar consecuentemente la imagen moderna del mundo, lo que para la misma teología traerá como consecuencia el paso a un nuevo paradigma” (Küng, H., Ser cristiano, p. 173).
Aplicación a España
Durante los últimos años, la posición y pronunciamientos de la jerarquía eclesiástica iban provocando creciente malestar y desconcierto en la gente. Y esta posición alcanzó entre nosotros su punto culminante ante la aparición y declaraciones insistentes de la Jerarquía eclesiástica en contra del Gobierno socialista.

El caso es que, en España, no hubo obispos profetas que disintieran y se atrevieran a hacerlo públicamente. Eran, sin embargo, millones los católicos que disentían y se distanciaban de la cúpula dirigente. Tenían claro que sus Pastores no procedían así por más fidelidad al Evangelio y por más amor los pobres.

No deja de ser paradójico que, en una situación democrática donde existen condiciones de libertad como no las hubo nunca, algunos obispos a denunciaran que la “Iglesia” con el Gobierno socialista se sentía acosada y perseguida: “Se da una crítica y manipulación de los hechos de la Iglesia, un cerco inflexible y permanente por medio de los medios de comunicación. Somos una Iglesia, crecientemente marginada. No nos dejemos engañar. Lo que hoy está en juego no es un rechazo del integrismo o del fundamentalismo religioso, no son unas determinadas cuestiones morales discutibles. Lo que estamos viviendo, quizás sin darnos cuenta de ello, es un rechazo de la religión en cuanto tal, y más en concreto de la Iglesia católica y del mismo cristianismo” (Mons. Fernando Sebastián, Situación actual de la Iglesia: algunas orientaciones prácticas, Madrid, ITVR, 29 –III- 2007).
Seguramente es verdad lo que un buen sociólogo me decía: la jerarquía no es creíble porque vive en otro mundo, añoran hábitos hegemónicos de poder y dominio de otra época, no están dispuestos a despojarse -dejarse morir- para iniciar una adaptación que les haga valorar la nueva situación.

Las cosas son así. Ha habido en los últimos siglos una positiva evolución de la conciencia social y eclesial. El concilio Vaticano II lo entendió perfectamente y, por primera vez, hubo una reconciliación oficial con el mundo moderno, con la democracia, la igualdad, el pluralismo y la libertad.
Pero eso no es lo que se daba antes. Antes era la alianza de la Iglesia con los poderes estatales, la primacía de la religión católica, el protagonismo del clero, la supeditación de los saberes humanos al saber teológico, la devaluación de lo terreno y temporal, la desigualdad, la desconfianza frente al mundo y otras religiones, la obediencia como norma suprema.
Todo ello muy lejos de la tarea primordial de la liberación de los pobres

Y, cuando el cambio de todo esto ocurre, no se lo quiere reconocer como un bien y progreso, se dirige la vista a otra parte y se inventa un falso enemigo a quien culpar de todo. Lo que es una situación objetiva irreversible, – hemos pasado de una época teocrática e imperialista a otra humanocéntrica y democrática- se la interpreta como un cúmulo de males, provocados por un partido y por un gobierno.
Ahí está, creo yo, una de las claves para entender lo que nos ha estado pasando en la Iglesia.
Y, así, también la Iglesia de Benedicto XVI con los vientos a favor, caminó hacia el preconcilio, hacia un modelo de Iglesia autoritaria y neoconservadora, no servidora ni anunciante de un Reino de hermanos y hermanas, en igualdad, libertad y amor. Un modelo que dictaba el regreso al pasado y con miedo a una auténtica inserción en el presente.

El criterio último –y válido para todos- de la renovación conciliar
1 Seguir a Jesús, el profeta
La fe cristiana la hemos revestido muchas veces de significados incomprensibles. Pero lo básico es claro. Uno es creyente cristiano porque opta libremente por entender y vivir la vida como Jesús de Nazaret. Este hombre tuvo un estilo, una manera de ser y actuar, que debe ser la propia de quien quiera seguirlo.

Ahora, ¿cuál fue el estilo de vida de este hombre? Esa es la cuestión y en averiguar esto está la clave para entender la pluralidad del cristianismo y discernir quiénes, entre los cristianos, lo son de verdad o no.
Jesús de Nazaret no hay más que uno y fue como fue y no como nosotros, cada uno, se lo quiera imaginar. Esa personalidad de Jesús está hoy descrita con base en la historia y conocemos muy bien cuál fue su praxis individual, social, política y religiosa, y cómo fue incompatible con otros programas y poderes de su sociedad. Jesús no fue neutral ante nada, porque la vida es siempre definida y nada de lo que se hace con ella resulta neutro o irrelevante. Y los poderes –el político y religioso, la sinagoga y el imperio- lo vieron mal, descolocado, sobrante, enemigo. Y lo exterminaron.

2. Seguir a Jesús, pobre y libre, para liberar a los pobres
Lo dijo Jesús mismo en el discurso inicial de su vida pública: “El Señor me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres, me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos, para poner en libertad a los oprimidos” (Lc 4, 15-19).
La existencia de los pobres denuncia por sí misma en la sociedad una relación dialéctica: los ricos se han hecho tales desposeyendo a los pobres de lo que era suyo. Hay pobres porque hay ricos, hay una mayoría de pobres porque hay una minoría de ricos.
Quizás lo más llamativo de esto es que, en la perspectiva de Jesús, los pobres son un lugar teológico, es decir, resultan la más escandalosa presencia del Dios cristiano en la sociedad. En Jesús de Nazaret , Dios se manifiesta haciéndose uno de nosotros, optando a favor de los desheredados, contra la explotación de los poderosos, Dios toma partido contra los empobrecedores. Y esto resulta escandaloso para los judíos y los griegos, los piadosos e intelectuales. En Jesús es inocultable el escándalo de un Dios impotente y crucificado

Con toda propiedad, pues, a la Iglesia se la puede llamar Iglesia de los pobres. Sin esta propiedad dejaría de ser la Iglesia de Cristo. Lo cual quiere decir que si en el Reino de Dios los pobres gozan de una prioridad indiscutible, siendo que la Iglesia está subordinada al Reino, también en la Iglesia los pobres deben gozar de esa prioridad. Dejar a un lado la causa de los pobres, sería dejar la causa de la fe.
Pero para ser Iglesia de los pobres, la Iglesia debía volver a ubicarse en el lugar de los pobres. La Iglesia está siempre ubicada, ¿en qué lugar? Por esa razón, el teólogo mártir Ignacio Ellacuría escribía: “No es lo mismo proponer el mensaje cristiano desde el lugar social que constituyen las clases dominantes , sean políticas o económicas, que desde la clases dominadas” (Ellacuría, I., Teólogo mártir por la liberación del pueblo, Nueva Utopía, Madrid, 1990, pg. ).

De aquí que El profeta y poeta obispo Casaldáliga, coheremnte como pocos con el Evangelio, escribiera en un momento estas palabras:
“En la vísperas del tercer milenio, se está recordando, – lo he leído en varias revistas- la sentencia de Kart Rhaner: en el siglo XXI un cristiano o será místico o no será cristiano. Yo voy a corregir a Karl Rhaner. Que conste que lo considero el mayor teólogo de este siglo. Yo creo con la más estremecida convicción evangélica, que hoy, ya en el siglo XXI, un cristiano o cristiana o es pobre y/o aliado, aliada visceralmente, aliado o aliada de los pobres, enrolado en la causa de los oprimidos o no es cristiano, no es cristiana. Somos buenos samaritanos, o negamos el Evangelio. Ninguna de las notas famosas de la Iglesia se mantiene en pie, si la Iglesia olvida esta nota fundamental, la más evangélica de todas: la opción por los pobres. Así nos interpela Dios, el Dios del Evangelio de los pobres” (Idem, Pgs. 128-129).
4
Ternura: la savia del amor
Leonardo Boff

Los caminos que van del corazón de un hombre al corazón de una mujer son misteriosos. Igualmente misteriosas son las travesías del corazón de dos hombres y respectivamente de dos mujeres que se encuentran y se declaran sus mutuos afectos. De ese ir y venir nace el enamoramiento, el amor y finalmente el casamiento o la unión estable. Como tratamos con libertades, las parejas se encuentran expuestas a eventos imponderables.

La propia existencia nunca está fijada de una vez. Vive en permanente diálogo con el medio. Ese intercambio no deja a nadie inmune. Cada uno vive expuesto. Las fidelidades mutuas son puestas a prueba. En el matrimonio, apagada la pasión, empieza la vida cotidiana con su rutina gris. En la convivencia a dos suceden desencuentros, irrumpen pasiones volcánicas por la fascinación de otra persona. No es raro que después del éxtasis siga la decepción. Hay vueltas, perdones, renovación de promesas y reconciliaciones. Siempre sobran, sin embargo, las heridas, que, aunque cicatricen, recuerdan que un día sangraron.
El amor es una llama viva que arde pero que puede oscilar y lentamente ir cubriéndose de cenizas hasta apagarse. No es que las personas se odien, se vuelven indiferentes unas a otras. Es la muerte del amor. El verso 11 del Cántico Espiritual del místico San Juan de la Cruz, que son canciones de amor entre el alma y Dios, dice con fina observación: «el mal de amor no se cura sino con la presencia y la figura». No basta el amor platónico, virtual o a distancia. El amor exige presencia. Quiere la figura concreta que más que la piel-a-piel es el cara-a-cara y el corazón sintiendo el palpitar del corazón del otro

Bien dice el místico poeta: el amor es una dolencia que, en mis palabras, solo se cura con lo que yo llamaría ternura esencial. La ternura es la savia del amor. Si quieres guardar, fortalecer, dar sostenibilidad al amor sé tierno con tu compañero o con tu compañera. Sin el aceite de la ternura no se alimenta la llama sagrada del amor. Se apaga.
¿Qué es la ternura? De entrada, descartemos las concepciones psicologizantes y superficiales que identifican la ternura como mera emoción y excitación del sentimiento frente al otro. La concentración solo en el sentimiento genera el sentimentalismo. El sentimentalismo es un producto de la subjetividad mal integrada. Es el sujeto que se pliega sobre sí mismo y celebra las sensaciones que el otro provocó en él. No sale de sí mismo.

La ternura, por el contrario, irrumpe cuando la persona se descentra de sí misma, sale en dirección al otro, siente al otro como otro, participa de su existencia, se deja tocar por su historia de vida. El otro marca al sujeto. Ese demorarse en el otro, no por las sensaciones que nos produce, sino por amor, por el aprecio a su persona y por la valoración de su vida y de su lucha. “Te amo no porque eres hermosa; eres hermosa porque te amo”.
La ternura es el afecto que damos a las personas en sí mismas. Es el cuidado sin obsesión. Ternura no es afeminación ni renuncia de rigor. Es un afecto que, a su manera, nos abre al conocimiento del otro. El Papa Francisco hablando en Río a los obispos les pidió “la revolución de la ternura” como condición para un encuentro pastoral verdadero.

En realidad solo conocemos bien cuando tenemos afecto y nos sentimos envueltos con la persona con la cual queremos establecer comunión. La ternura puede y debe convivir con el extremo empeño por una causa, como fue ejemplarmente demostrado por el revolucionario  Che Guevara (1928-1968). De él guardamos esta sentencia inspiradora: “hay que endurecerse pero sin perder nunca la ternura”. La ternura incluye la creatividad y la auto-realización de la persona junto y a través de la persona amada.
La relación de ternura no envuelve angustia porque está libre de la búsqueda de ventajas y de dominación. El enternecimiento es la fuerza propia del corazón, es el deseo profundo de compartir caminos. La angustia del otro es mi angustia, su éxito es mi éxito y su salvación o perdición es mi salvación y, en el fondo, no solo mía sino de todos.

Blas Pascal (1623-1662), filósofo y matemático francés del siglo XVII, introdujo una distinción importante que nos ayuda a entender la ternura: distingue el esprit de finesse del esprit de géometrie.

El esprit de finesse es el espíritu de finura, de sensibilidad, de cuidado y de ternura. El espíritu no sólo piensa y razona. Va más allá, porque añade al raciocinio sensibilidad, intuición y capacidad de sentir en profundidad. Del espíritu de finura nace el mundo de las excelencias, de los grandes sueños, de los valores y de los compromisos a los cuales vale la pena dedicar energías y tiempo.

El esprit de géometrie es el espíritu de cálculo y de trabajo, interesado en la eficacia y en el poder. Pero donde hay concentración de poder ahí no hay ternura ni amor. Por eso las personas autoritarias son duras y sin ternura y, a veces, sin piedad. Pero este es el modo de ser que ha imperado en la modernidad. Ésta ha arrinconado, bajo un montón de sospechas, todo lo relacionado con el afecto y la ternura.

De aquí se deriva también el vacío aterrador de nuestra cultura “geométrica” con su plétora de sensaciones pero sin experiencias profundas; con una acumulación fantástica de saber pero con escasa sabiduría, con demasiado vigor muscular, demasiada sexualización, demasiados artefactos de destrucción, mostrados en los serial killer, pero sin ternura ni cuidado de unos con otros, con la Tierra, y con sus hijos e hijas, con el futuro común de todos. El amor y la vida son frágiles. Su fuerza invencible viene de la ternura con la cual los rodeamos y los alimentamos siempre.
Leonardo Boff, autor de La fuerza de la ternura, Mar de Idéias, Rio 2012.
Traducción de Mª José Gavito Milano

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