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No es que sea pesimista,
es que el mundo es pésimo
(José Saramago).
La pandemia, además de democrática, es como un demonio colectivo que produce pánico. Quizás habíamos olvidado el mal que personifica el demonio simbólicamente, en una orgía de idealismo y optimismo que solo contaba con el bien y lo positivo, y un futuro triunfal. Pero nuestro triunfalismo se ha truncado y trucado de repente por la virulencia del coronavirus y sus terribles consecuencias sanitarias, psicosociales y económicas. Finalmente hemos reconectado todos con el infortunio general, recordando que la vida limita con la muerte (y se paga con ella).
Nos ha fallado la naturaleza y la política, la propia ciencia y el Dios tradicional de las religiones. Ahora vemos que la propia naturaleza es innatural, una madre madrastra, mientras que el viejo Dios parece escabullirse del tema y sus iglesias se cierran y encierran. El propio Estado se resiente junto a sus políticos, estos siempre ya resentidos. La propia razón científica anda despistada mientras busca controlar el virus técnicamente. Y luego queda el pueblo espeso, aguantando y resistiendo junto a los sanitarios, con excepción del grupo que campa y acampa indisciplinado e inconsciente.
Sin embargo no se trataría propiamente de resistir al covid-19 belicosamente, a base de puro heroísmo, como si esto fuera nuestra guerra de la independencia, cuando en realidad es la ocasión de una nueva inter-dependencia mundial. No es pues una guerra, sino un desafío global cuya respuesta debe ser global: la pandemia debería conducirnos a una pandemocracia o democracia universal, con una gobernanza democrática mundial.
Hay que asumir críticamente una pandemia a la que no hay que enfrentarse frontalmente, sino afrontarla oblicuamente, evitando riesgos y buscando su vacuna específica. Yo abogaría no por una especie de lucha directa o suicida en contra, sino ?versus?? un virus tan versátil, lo cual significa asumir y afrontar su virulencia con inteligencia. A veces nos falta esa inteligencia que nos reclaman los países nórdicos, y otras veces les sobra a ellos su inteligencia técnica; pero el caso es que afrontamos una crisis internacional y no meramente nacional como un mal común, y así parece entenderlo por fin Europa.
Nos hemos estado engañando sobre la vida inconscientemente, y ahora tomamos conciencia y nos desengañamos, ya que el virus nos exige asumir la vida en el horizonte de la muerte. El desengaño final es típico de nuestro barroco representado por B.Gracián, pero también por un pueblo desengañado de las mentiras del mundo. Así recuperamos a duras penas la visión de la fragilidad humana, pero también la mejor versión de nuestro Séneca cuando afirma radicalmente: ?saquemos nuestro coraje incluso de nuestra desesperación??. La cultura es la encargada de mejorar la naturaleza, aunque no puede sobrepasarla so pena de desnaturalizarse.
Lo que la cultura ofrece ante tal envite de la naturaleza mortífera es consabido. Primero el amor, luego la música y finalmente la medicina con sus drogas. Pues cuando nos acucia la física de la enfermedad ya no caben metafísicas, sino médicos y medicamentos curativos o al menos paliativos. Lo más preocupante es morir malamente, mientras que la muerte en sí trasciende a este mundo de virus. Pienso que cortejamos este mundo en demasía, hasta el punto de acabar como sus cortesanos. Aprendamos la lección de la epidemia frente al pasado optimismo vital, aunque sin recaer en un futuro pesimismo mortal. Pues que la propia vida es optimista y pesimista, día y noche, cielo y tierra, vida vivida y muerte asumida: ambivalencia radical.