Otra organización del Estado y de la convivencia es posible -- Pedro J. Larraia Legarra

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Enviado a la página web de Redes Cristianas

«Y sobre todo, lo más rechazable de la desigualdad en sociedades democráticas es que implica un reparto desigual del poder social, que puede ser incompatible con la democracia. El que tiene mucho poder no pierde nunca, ni tiene por qué ceder nada, ni comprometerse con nada, ni respetar los intereses de otros. Con los muy poderosos no hay negociación posible ni pacto social, ni por lo tanto democracia. Las sociedades duales son, así, muy difíciles de romper, porque la parte que está bien no quiere cambios, y por ello no está dispuesta a entrar en ninguna negociación con la parte que está mal.»
Luis de Sebastián. ?Problemas de la globalización??. Cristianisme i Justícia. Cuaderno nº 135. Barcelona, 2005

Como consecuencia de no haber abordado a fondo los problemas derivados de una dictadura de 40 años, España, desde la Jefatura del Estado hasta la entidad más pequeña del territorio, se encuentra actualmente sumida en una grave crisis política y social (a la que habría que agregar la resultante de un estado de corrupción que alcanza el grado de metástasis generalizada).
Estas circunstancias han debilitado seriamente la credibilidad democrática del Estado español, tanto en un amplio sector de su ciudadanía como a los ojos de la opinión pública internacional, que perciben cómo el franquismo y el nacionalcatolicismo han vuelto a adueñarse de los centros de poder y de las instituciones españolas.

Ante tal debacle, los responsables de que nos encontremos ahora en el lugar en el que nos encontramos proponen, después de años de desprecio y despotismo, el diálogo y el consenso -entendido, obviamente, a su manera- como medio para desbloquear la situación.
Dialogar consiste en intercambiar ideas argumentadas con el ánimo de clarificar y mejorar un estado de cosas. No se trata de quedar por encima del otro ni destruirlo.
Consensuar es alcanzar un acuerdo entre partes libres e iguales que mantienen posiciones no coincidentes.

Desde tiempo inmemorial, en los núcleos de poder del Estado español no se sabe qué hacer con el disenso. Y cuando este se hace presente, o bien se lo reprime con la fuerza, o bien se apela al diálogo y al acuerdo con la intención oculta de que una manera de entender la convivencia, la dominante, prevalezca y se imponga bajo la apariencia de haber sido dialogada y consensuada entre todos.

Una vez conseguido este propósito, se abre entonces un tiempo de aparente calma que dura hasta que las partes que no consiguieron hacer valer ninguno de sus derechos encuentran la ocasión de hacerlo y vuelven a poner encima de la mesa unas reclamaciones que consideran justas e históricamente desatendidas.

En ese momento se produce una escalada en el planteamiento. Las partes minoritarias, las que no fueron tenidas en cuenta, manifiestan que esta vez no se van a dejar engañar, y que si no hay una voluntad de diálogo sincero, sin condiciones, continuarán su camino, pase lo que pase. La parte dominante les recuerda que hace tiempo se alcanzaron unos acuerdos en los que ellas, las partes minoritarias, estuvieron involucradas, y que como resultado de esos acuerdos surgió una normativa de obligado cumplimiento. Se puede hablar de todo, pero dentro de la ley. Fuera de ella nada es posible.

De acuerdo con esta tesis ?que pretende conceder un carácter preferente y absoluto a la ley y a la casuística procedimental, sin entrar a considerar la realidad de los hechos desde el punto de vista de los derechos fundamentales- si la humanidad hubiera tenido que ir siempre de ?la ley a la ley?? para evolucionar, apenas habría avanzado y seguiría todavía atrapada en épocas muy pretéritas, porque ya sabemos que «los que pretenden gobernar a los pueblos los tiranizan y los grandes los oprimen».

¿Cómo podrían las partes minoritarias abrir un debate utilizando la legislación impuesta por la parte mayoritaria para llegar a un acuerdo con ella? Evidentemente, de ninguna manera. Pero esto no es lo relevante porque el acuerdo no interesa, lo que verdaderamente se busca es mantener el statu quo de la parte dominante.

Recordemos el mantra repetido durante decenios por los próceres de la parte dominante: «en democracia, y en ausencia de violencia, todo es discutible». Sin embargo, esto fue un pretexto para quitarse de encima problemas incómodos, porque cuando la violencia ha desaparecido tampoco se puede discutir de aquello que no interesa a la parte dominante.

Así las cosas, ha sido ahora cuando más se ha puesto de manifiesto que lo buscado en aquellos ?diálogos y consensos?? no tenía otra finalidad que la de negar, con leyes forzadas, las reivindicaciones de las partes en minoría para que los intereses de la parte dominante quedaran a salvo. Con bellas palabras y falsas promesas, a hurtadillas, la ley ha ido adquiriendo el carácter de absoluto por encima de cualquier derecho o causa justa.
Sin embargo, las amenazas ya no sirven en los tiempos que corren, porque las partes perdedoras, entre las pérdidas, han perdido también el miedo. Y la represión ha dejado de ser efectiva, porque ante la falta de escucha del poder, la conciencia del ser humano ha ido evolucionado hacia actitudes pacíficas de desobediencia civil y objeción de conciencia.

Llegados a este punto es cuando muchos ?referentes?? de la parte dominante (políticos, periodistas, intelectuales orgánicos, eclesiásticos de sacristía, empresarios, banqueros, el jefe del estado no elegido democráticamente,??) vuelven a la carga y presionan diciendo que hay que hablar, porque lo que está en juego es la convivencia. Que de no hacerlo se iría directamente a una situación de anomia generalizada.

En realidad, lo que está en juego es ?su?? manera de entender la convivencia. La parte dominante pretende que se lleven a término unos ?acuerdos y consensos?? sin entrar en el fondo de los problemas, de tal manera que se conviertan en un balón de oxígeno para tirar otros cuarenta o cincuenta años más sin cambiar absolutamente nada.

Constituye un verdadero engaño apelar al diálogo y al consenso cuando una de las partes, la dominante, no tiene voluntad de ceder en nada ni de hablar sin condiciones previas y, cuando esa misma parte, no reconoce a las otras, a las partes minoritarias, como sujetos de derechos. ¿Qué dialogo y qué consenso pueden darse en esas circunstancias?
Cuando esto sucede, se está falseando el lenguaje porque la palabra (la forma) no se corresponde con la intencionalidad que supuestamente encierra (el fondo); el continente no guarda relación con el contenido. Lo que se afirma no remite a la realidad, sino a un simulacro de ella.

Hace más de dos mil años, un lúcido judío antisistema, extremadamente sensible con la situación de los más vulnerables, que propuso una alternativa radical al modelo de convivencia entonces existente -y al que estaba por venir-, les dijo a sus rigoristas contemporáneos que el hombre no estaba hecho para el sábado, sino el sábado para el hombre. Hoy seguimos en las mismas. Y por eso, hay que seguir luchando para que las personas y los pueblos no queden sometidos a leyes que impidan la vida y nieguen derechos, sino todo lo contrario, las leyes que se promulguen deben ser leyes que contribuyan al progreso y a la humanización de la sociedad.
Si las leyes actuales no permiten que esto sea así, hay que cambiarlas.