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Lo de impresentable es la palabra, además de la de «amenazante», que él mismo usó refiriéndose a la enérgica declaración de la vicepresidenta en funciones, Carmen Calvo, en respuesta a las afirmaciones, éstas sí tan improcedentes como las del señor arzobispo, del Nuncio Renzo Fratini, sobre la exhumación de los restos de Franco del enorme y escandaloso mausoleo del Valle de los Caídos, a la que tachó como pretensión del «ejecutivo español de resucitar a Franco». Pues no, señor arzobispo, Vd. no está bien enterado, por lo visto, de que la decisión de esa exhumación no fue del ejecutivo español, sino del Congreso Nacional, prácticamente por unanimidad, algo que el ejecutivo, como su nombre indica, tiene que intentar ejecutar.
Además, mire, señor arzobispo, ni yo, ni la mayoría de los ciudadanos españoles, tenemos especial interés, como parece que Vd. siente, de defender una intervención evidentemente equivocada, y fuera de tono, del Nuncio, como lo ha considerado el mismo Vaticano. La representante del Estado español en el momento estuvo en su sitio, con la energía y la decisión con la que los servidores públicos tienen que defender el colectivo nacional.
Y no soy el único que no vería mal la desaparición de los nuncios, para que la gente, la humanidad, los Estados, las naciones y hasta la ONU, no confundieran a la Iglesia con un Estado plurinacional. El cardenal Suenens ya le dio un disgustazo a su gran amigo Pablo VI cuando desde un periódico francés expuso su idea de lo coherente que sería con el reciente Concilio Vaticano II la supresión de todos los signos mundanos de la Iglesia, a comenzar por el cuerpo de embajadores del Vaticano distribuidos por el mundo.
Porque fue el propio Concilio, o algún padre conciliar en su intervención que puso sobre la mesa este asunto tan candente de la representación diplomática, dicen que de la Iglesia, pero ésta no necesita nada de eso. Porque lo que deberían decir siempre, sin dar oportunidad alguna a la confusión, es «representación diplomática del Estado del Vaticano», que no tiene por qué dirigir desde Roma las relaciones eclesiales con todos los Estados nacionales. El Concilio levantó la hipótesis, mucho más racional y lógica, de que las instituciones encargadas de esa tarea fuesen las Conferencias Episcopales (CEPs), pero, como era de esperar, la maquinaria curial vaticana, con el disco verde de Juan Pablo II, se encargó de dinamitar todas las iniciativas que oliesen a Evangelio, o a Iglesia primitiva.
Otra afirmación de Don Braulio sobre este tema es que ha pedido «no dar vueltas siempre a algo que sucedió hace más de 40 años», porque España «tiene problemas más grandes». Resulta muy interesante constatar cómo ciertos, bastantes obispos españoles, más de los que nos gustaría, tienden a alinearse con la oposición cuando ésta es de derecha. Muchos del PP repitieron esa matraca de que «España tiene problemas más grandes», que por cierto quedaría mucho mejor decir, mayores, que es la manera sintetizada de afirmar «más grandes». Pero aquí si que es preciso distinguir: problemas de los españoles, y problemas de España.
Si el PP, y los obispos que así se pronuncian, se refieren a problemas como el paro, la terrible desigualdad social, la precariedad actual de los empleos, la precariedad de los parámetros oficiales para determinar la verdadera dignidad de vida, la inseguridad de la vivienda, la miseria, que no da para vivir dignamente ni siquiera a millones de personas con contrato laboral, o los problemas de colectivos concretos y determinados, no deben decir «problemas grandes de España», porque estamos cansados de oír que esos no son los problemas de España, que el PP en el poder siempre negó, sino la prima de riesgo, las variaciones de la Bolsa, el mercado internacional, los fracasos de grandes empresas y Bancos, que el Estado se apresura a paliar, etc. Porque de los verdaderos problemas de los españoles, que he apuntado más arriba, los obispos poco suelen pronunciarse. De las «reformas laborales del PSOE, y del PP, cada una peor y más perniciosa» para sindicatos y trabajadores, por parte de la Iglesia la única voz que se dejó oír, valiente, clara, y alta, fue la de Caritas, que algunos obispos juzgaron desmedidas e inoportunas.
El gran problema de los restos de Franco no es del sacarlos de donde nunca deberían haber reposado, sino la exaltación que supuso, en una especie de «delito político continuado», la magnificencia y sacralidad que el Estado español, en lo que sí nos involucró a todos los ciudadanos, empleó para la sepultura de un tirano, y me refiero, más que por la guerra civil, y su rebelión previa, ésta sí indiscutible, por los cuarenta años de dominio despiadado, mucho más parecido a la venganza que a la justicia. Los que hemos vivido un cierto período largo en el extranjero, -yo, por ejemplo, quince años en Brasil-, nos hemos cansado de escuchar reproches como éste: ¿Por qué tratáis a un dictador tirano y cruel como un héroe de la patria, que hasta tiene que descansar en terreno sagrado? Pero no me extraña que a muchos obispos españoles esa terrible anomalía no les preocupe lo más mínimo. ¿Cómo podría suceder eso, si durante cuarenta años el episcopado español, con excepciones que caben en los dedos de una mano, cometió el deleznable sacrilegio de introducir a un tirano bajo palio en el templo, terreno sagrado para los creyentes?