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Otra Conferencia Episcopal es posible -- Asociación Karl Rahner

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Asociación Karl Rahner

Si en el próximo proceso de elección al cargo de Presidente de la Conferencia Episcopal únicamente estuviera en juego un reparto del “poder eclesiástico”, no nos sentiríamos llamados a decir nada. Pero hay algo más. Más que en otras ocasiones, creemos que también está en liza el modelo de Iglesia y el modelo de obispo. Por ser más concretos, creemos que está en disputa el modelo de relación de la Iglesia (y de los obispos) con la sociedad civil de la que forma parte.

Y si esto es lo que está en juego, entonces no nos parece impertinente expresar en público nuestras preferencias, por más que sepamos que en la organización actual del poder eclesiástico no rija el principio democrático: nadie va a pedirnos un voto que no podemos dar, pero, aunque nadie nos la pida, sí queremos dar nuestra opinión.

Creemos que no es sólo una simplificación ligera de los medios de comunicación la que distingue varias sensibilidades en el seno de la Conferencia de obispos. No todos son iguales; sobre todo, en lo que ahora nos interesa, no todos tienen una actitud similar frente al mundo laico, frente a la increencia, frente a la cultura y la ciencia contemporáneas y frente a la política. Percibimos, desde nuestra pertenencia vigilante y crítica a la Iglesia, un “discurso episcopal” quizás mayoritario en la actualidad que se siente cómodo en una Iglesia gregaria y encapsulada, a la defensiva de las agresiones externas, con complejo de persecución y obsesionada con la pureza doctrinal frente a los peligros de la contaminación cultural del relativismo moderno; y otro “discurso” que propone una Iglesia abierta y capaz de tomar riesgos en su empeño de hacerse presente en los nudos de la sociedad, allí donde hay necesidad y donde hay conflicto, allí donde la convivencia reclama un referente ético, insertando la palabra cristiana en el diálogo con la cultura contemporánea sin privilegios ni púlpitos, desnuda, dispuesta tanto a transformar esa cultura como a ser transformada por ella. Nosotros queremos arrimar nuestro hombro en la dirección de este segundo modelo de Iglesia, y nos gustaría que los obispos que lo representan cobren más presencia en la Conferencia Episcopal o, al menos, sepan que sus iniciativas, todavía muy tímidas, no nos resultan indiferentes a muchos cristianos.

Somos nostálgicos del espíritu (¡y del Espíritu!) de la Gaudium et Spes, el documento audaz del Vaticano II en el que la Iglesia anunciaba al mundo su decisión de entrar en diálogo verdadero con él. Aquel impulso dio sus frutos, pero algo ha ocurrido en las dos últimas décadas que ha hecho que hoy tengamos la impresión de que la sociedad ha optado por emanciparse de la presencia de lo católico y ya no necesita dialogar con la Iglesia, así como que la Iglesia no sabe dialogar con este mundo plural y multicultural que no le otorga más autoridad que la de sus razones y sus hechos. Es desazonador que cada vez que habla un obispo sea para regañar por desviaciones y prevenir de peligros, o peor aún, para defender sindicalmente determinados privilegios económicos y jurídicos. Es triste que los comunicados episcopales nos resulten hostiles cada vez que hacen consideraciones sobre el mundo civil. Es indignante que sus medios de comunicación sean utilizados para tomar partido en aspectos en los que el mundo cristiano no está, afortunadamente, alineado con un bando. No nos interesa una Iglesia blindada en un Concordato que le otorgó posiciones de ventaja en el espacio público y político, ni una Iglesia enfadada por la continua pérdida de territorio e influencia. Nos interesa más el estilo de una Iglesia capaz de pedir perdón, dispuesta a mirar críticamente hacia dentro para identificar las causas del desprestigio de lo cristiano, consciente de que es una pieza dentro del entramado complejo que es nuestra sociedad, y empeñada en ofrecer al hombre de hoy un cristianismo “presentable” que no le obligue a dejar en la puerta su dignidad de ciudadano.

Hoy la predicación del Evangelio ha de ser un diálogo a fondo perdido y sin cartas trucadas. Hoy el interlocutor no puede ser el fariseo que daba orgullosamente gracias a Dios en su oración por no ser como el publicano impío. Tampoco puede serlo el que se aferra a una fe de regla y cartabón, de catecismo infantil, por miedo a perderla si abre la ventana. Si el pastor del evangelio se obsesionaba con la oveja perdida y se empeñaba en su búsqueda, la Iglesia de hoy no puede dedicar tanta energía en delimitar quién forma parte del rebaño y quién no, en vez de entregarse a ese entorno en el que la fe y la increencia están continuamente en contacto. Necesitamos a obispos convencidos de que el mestizaje de razones, de argumentos y de experiencias entre la tradición cristiana y la tradición liberal y democrática que nos define como ciudadanos es el mejor método para renovar a la Iglesia y mejorar a la sociedad. Nos produce tristeza la poquedad y estrechez de miras de quienes frente al laicismo simplón que pretende recluir lo religioso al ámbito de la sacristía, sólo saben oponer la nostalgia de la “cristiandad”. No queremos reconstruir una cristiandad, sino construir una ciudadanía y una democracia que sea incluyente para toda la humanidad. Se trata de construir razón pública y razón religiosa bajando a la arena pública sin pretender clavar ninguna cruz ni ninguna bandera en territorio de conquista: más bien dando testimonio, traduciendo las convicciones en argumentos, estando en la frontera con otros, construyendo también un patrimonio ético compartido con quienes no son cristianos.

El pensamiento cristiano se pudre si no se vuelca fuera de sus cántaros. Está llamado, por su naturaleza, a derramarse sin miedo a perderse: a enterrarse como el grano de trigo, sin miedo a morir asfixiado. El cristiano ha de tener pasión por el mundo complejo y abierto como continua ocasión para encontrarse con Dios, que no puede estar en otra parte. La tradición cristiana ha de aspirar más que a conservarse intacta, a gastarse fecundando pensamientos y formulando preguntas interesantes al hombre de hoy. Es verdad que para eso los cristianos no necesitamos el permiso de la jerarquía, pero sí nos gustaría que los obispos fueran conformando unos órganos de dirección de la Conferencia episcopal capaces de recuperar esta amable y útil presencia de la Iglesia en la sociedad. Puede que no todos sean iguales.

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