Como es lógico, sentirse orgulloso de algo y después avergonzarse de eso mismo son dos sentimientos literalmente contradictorios. Dos sentimientos a los que extrañamente somos muchos los que nos hemos tenido que acostumbrar. Y nos hemos acostumbrado hasta el extremo de que hablamos de ambas experiencias, y hasta es posible que intentemos justificarlas.
La vida, las ideas, las costumbres, la sociedad, tantas cosas…, han cambiado tanto en tan poco tiempo, que hasta resulta comprensible que todos, cada cual como ha podido, nos hayamos habituado a vivir esta extraña contradicción como la cosa más natural del mundo. Es más, hasta nos hemos familiarizado con el asunto de tal forma, que no es raro encontrar personas que hablan de su orgullo y su vergüenza, como “lo que tiene que ser”.
¿Estamos locos? ¿O es que nos han trastornado hasta el extremo de que ya ni sabemos dónde estamos? Y lo peor del caso es que hay mucha gente que ni quiere pensar en todo esto. Seguramente porque a todos nos da miedo vernos como realmente somos.
No quiero empingorotarme echando mano de elucubraciones que no nos llevarían a ninguna parte. Hablemos de cosas más concretas. Por referirme a un asunto que me resulta familiar – el tema religioso -, somos muchos los que, hace cuarenta y cinco años, nos sentíamos orgullosos de ser católicos y pensábamos con orgullo en nuestra Iglesia, de la que casi todo el mundo hablaba bien. Aquella Iglesia que, en el concilio Vaticano II, había tenido el coraje de confrontarse con “la realidad” y con “su realidad”.
Para ponerse al día, precisamente en la década de los 60. La década que puso en marcha todos los cambios que luego han venido. Aquella Iglesia no tuvo miedo a los “signos de los tiempos”. Ni a los “profetas de desgracias”, a los que Juan XXIII desafió, con su envidiable libertad, en el discurso de apertura del concilio. Teníamos motivos para sentirnos orgullosos de nuestra Iglesia y de que se nos viera como católicos.
Hoy las cosas han cambiado. Y son ya muchos los que prefieren decir que son ateos, o agnósticos, o creyentes a secas o, a lo sumo, cristianos sin más. Pero, ¿católicos?… Por no decir que es casi un milagro encontrar a alguien que se atreva a decir que se identifica orgullosamente y por completo con esta Iglesia.
No pretendo analizar aquí lo que ha ocurrido en la Iglesia de las últimas décadas, para que seamos tantos los que hemos pasado del orgullo a la vergüenza. Quizá otro día, más adelante, valdría la pena explicar por qué fracasó el concilio. Y por qué ahora somos tantos los católicos que nos avergonzamos de lo que antes nos enorgullecía. De lo que sí quiero dejar constancia es de que este vergonzante peregrinaje, del orgullo a la vergüenza, no es sólo un asunto de “gente religiosa”.
El fenómeno es mucho más profundo y, por tanto, está bastante más generalizado de lo que imaginamos. Porque no afecta sólo a la religión. Afecta también a la política. Y a la economía, por referirme sólo a otros dos ámbitos importantes de la vida. Todos conocemos a gente de derechas, que, cuando mandaba Franco, se enorgullecían al decir que pensaban como pensaban. Y todos sabemos que los “de derechas”, de toda la vida, ahora suelen decir que son “de centro”.
O te espetan tranquilamente que se han desengañado y ya no se meten en política. Estos también han viajado del orgullo a la vergüenza. ¿Por qué será? Por supuesto, que, como en este mundo “hay gente para todo”, también habrá quienes han hecho en sentido contrario su peregrinaje del orgullo a la vergüenza. Porque también hay quienes antes “militaban en el partido” y ahora andan diciendo que ellos también son “de centro”.
Y es que las cosas se han puesto de manera que a todos nos gusta “el centro”. O hablando con más propiedad, a todos nos gusta “estar en el centro”. Por eso, – hablando no ya de política, sino de dinero -, hay gentes que, en este asunto concreto, han hecho todos los peregrinajes posibles. Desde los que se han hecho ricos robando y van diciendo que “son” pobres o “están con” los pobres, hasta los que “no tienen un euro”, pero eso sí, aseguran que lo mejor que se ha inventado es el capitalismo.
Termino ya. Lo más duro que hay en esta vida es la coherencia de lo que cada cual dice con lo que cada cual es. No tener nada que ocultar. Ni nada que disimular. Pero, sobre todo, jamás tolerar el oportunismo y la conveniencia. En los últimos cuarenta años se ha puesta a prueba, como no podíamos ni sospechar, la rectitud de quienes vieron claro un camino y no han querido desviarse de él. Aunque, como ha pasado con lo de la religión y la Iglesia, la búsqueda de rectitud nos haya obligado a hacer el penoso viaje del orgullo a la vergüenza. No me avergüenzo de “la” Iglesia. Me avergüenzo de “esta” Iglesia. Porque me aferro a la esperanza que es un componente de la rectitud que quiero mantener.
Publicado en El Ideal el 19-09-2010