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Nosotros, los ingenuos -- Jaime Richart, Antropólogo y jurista

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Los conservadores españoles (conservadores, para ceñirnos a la no­men­clatura cultiparlante), es decir, los franquistas disfrazados, nada más promulgarse la Constitución y crearse los partidos políticos se con­centra­ron en un partido llamado Alianza popular, luego convertido en Partido Popular (el menos popular de los partidos). Pero también ce­rra­ron filas en la Justicia en la que fueron depurados quienes no lo eran (Garzón, Elpidio…).

Pero también en todas las instituciones (po­licía y ejército incluidos). Todos bajo el abrigo de una Constitución que ellos mismos habían confeccionado o cocinado (ningún represen­tante del pue­blo estuvo presente en su redacción). En tales condicio­nes era, pues, casi imposible que la Transición siguiese un curso dife­rente. Sobre todo, después de haber reforzado la monarquía aquel simu­lacro de golpe de Estado del que, como en el teatro del siglo XVI el Deus ex machina salvaba las situaciones más inverosímiles, fue preci­samente el monarca su propio valedor y salvador. Bonita argucia preparada por tantos y tan avispados maestros de la picaresca como ha dado siempre este país …

Mientras tanto nosotros, los ingenuos, que éramos todos los demás, pen­samos que bien, que no podíamos entonces pedir a los franquistas dis­frazados un cambio radical en su actitud y una elevación de miras. Que antes, a medida que fuese pasando el tiempo, harían una toma de conciencia. Y después llegarían a la sabía conclusión de que, habida cuenta las condiciones extraordinarias en que se había redactado sería aconsejable abrogar el Texto constitucional o al menos afrontar una re­forma profunda para la creación de un Estado nuevo. De momento sin to­car el referéndum monarquía/república que siempre estaría espe­rando la oportunidad para homologarse a las naciones europeas. No de­bería pre­sentar demasiado problema el afán pues, a fin de cuentas, parte del propio partido conservador, pese a haberla elaborado, se abs­tuvo y parte votó no al presentarse a aprobación la Constitución (contradicción que, pasado el tiempo, se revela como estratagema, co­mo una cortina de humo para disimular y no despertar desconfianza en nosotros, los inge­nuos).

Pero el Régimen de cuarenta años, por si no había sido suficiente el la­vado de cerebro que experimenta quien ha ganado una guerra, sobre todo una guerra civil, había terminado tallando la mayoría de los espíri­tus más renuentes o más libres. Y así ellos mismos, los ganado­res o sus descendientes, serían los que se pondrían al frente de aquella nueva sin­gladura. Sin el capitán del barco, pero sobradamente adoctri­nados. Y así han seguido los cuarenta años subsiguientes hasta hoy. No importa que no estuvieran al frente del poder político en los perio­dos en los que sus obsecuentes oponentes lo ostentaron. Con sus sucesi­vas mayorías en el Senado, con las Diputaciones, con el Tribu­nal Constitucional y hasta en lo más crítico, el conflicto catalán, con el Tribunal Supremo… han te­nido suficiente para manejar los hilos de los títeres. Y así hemos ido ti­rando a trancas y barrancas hasta desembo­car en la confirmación de que vivimos en una blanda dictadura, o no tan blanda para esos siete gober­nantes catalanes encarcelados virtual­mente de por vida… por un palmo más de tierra, como dice el poeta Es­pronceda.

Pues bien, por si fuese poco el peso específico de los franquistas dis­fra­zados, casi la mitad de ellos se han quitado la máscara y han irrum­pido en la escena política para, con los que siguen con ella, disponerse en esta misma o en la siguiente legislatura a asaltar sin disimulo y sin ma­yor estorbo el poder ejecutivo, y restaurar el franquismo después de haber restaurado tramposamente la monarquía.

Así es cómo se gestó y así es cómo se ha ido desarrollando esto que, con un sentido del humor, viene llamándose democracia inorgánica. Y así es cómo, poco a poco, las esperanzas de nosotros, los ingenuos, se van desvaneciendo…

15 Noviembre 2019

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