¿Nos hace la tecnología más felices que creer en Dios? -- Jorge Benítez

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La fe en el progreso de la ciencia ya es un indicador más fiable de la felicidad que la religión. Así lo revela un nuevo estudio realizado en 71 países.
¿Acabarán los móviles y la robótica con los dioses de la antigüedad?
La rivalidad entre religión y ciencia ha sido durante siglos el MadridBarça del pensamiento humano. Compleja. Irremediable. Necesaria.

Protagonizada tanto por extraordinarios intelectuales como por
integristas que en muchas ocasiones confundieron la dialéctica con la
hoguera, el objetivo de ambos bandos ha sido siempre mostrar la
supuesta superioridad de una sobre la otra. Este debate ha planteado
una nueva pregunta: cuál es más útil para alcanzar la felicidad. Y el
resultado es realmente sorprendente.

Si la creencia en la vida eterna parecía un argumento imbatible en un
supuesto camino a favor de la religión, un estudio reciente para
averiguar si la creencia en el progreso científico y tecnológico es o no
una fuente universal de satisfacción vital ha puesto a Dios contra las
cuerdas.

La investigación de la Universidad de Colonia (Alemania) ,
liderada por la doctora en Psicología Olga Stavrova, concluye que hay
un vínculo entre creer en el progreso de la ciencia y ser feliz. Y, lo
más impactante: esta fe secular es un indicador más robusto de la
felicidad que la religión en más de la mitad de los 71 países
encuestados, a partir de los datos recogidos en la Encuesta Mundial
de Valores, un proyecto global de investigación social sobre actitudes
y opiniones.

Los participantes en el estudio tenían que responder una batería de
preguntas sobre su percepción de satisfacción gracias a los avances
científicos y sobre su sensación de libertad condicionada por la
religión. Lo que no logró la Revolución Francesa, el comunismo, ni
siquiera el fútbol -que me perdone la Iglesia Maradoniana-, lo ha
conseguido la ciencia: sustituir (parcialmente) a Dios. Quizás Marx
hoy vería al iPhone o a una tarjeta-regalo de Netflix como el opio del
pueblo.

España aparece en este estudio como un país moderadamente
protecnológico: puntúa 6,86 sobre 10, ocho décimas por detrás de
Alemania. Un dato interesante teniendo en cuenta que el 73% de la
población se declara católica, según el CIS, aunque de este grupo
mayoritario sólo el 64,7% afirma acudir a la Iglesia. Los españoles
vemos a la tecnología capaz de aportar soluciones a los problemas
reales y esa concreción ataca de lleno a la idea abstracta de Dios.

Las conclusiones de la investigación plantean un escenario nuevo que
muchos podrían interpretar como el germen del futuro que ya ha
aventurado el antropólogo israelí Yuval Noah Harari: las nuevas
tecnologías van a matar a los dioses antiguos y dar a luz a otros.

¿Estamos en ese momento anunciado de genuflexión por parte de la
religión?

¿LLEG? EL INVIERNO?
Antes de nada, habría que determinar si existe un precedente histórico.
Podría encontrarse en el siglo XIX, cuando el desarrollo tecnológico
generó enormes expectativas y la religión perdió fuerza. «Mucha gente
pensó que desaparecería, pero no sucedió así, por lo que es muy
complicado pensar que pueda suceder en un futuro inmediato»,
explica cauto el filósofo José Antonio Marina. Convencida de la buena
salud de las creencias está también María del Mar Marcos, presidenta
de la Sociedad Española de Ciencias de las Religiones: «Tras lo que
parecía un invierno hace unas décadas, asistimos a la primavera de las
religiones».

España está en la zona media de fe en
la ciencia con un 6,86 sobre 10
La supervivencia de la fe parece garantizada, si bien se desconoce de
qué forma influirá en el tercer milenio. Ya hay algunos que tienen claro
el futuro, aunque resulta arriesgado discernir si son profetas,
gurús new age o telepredicadores a cobro revertido. Aquellos que
aspiran a sustituir a nuestros dioses -como los espíritus venerados por
los cazadores recolectores cambiaron al convertirnos en agricultoresrepresentan una fe nacida del culto a la tecnología. Sus teorías gozan
de predicamento en las élites de Silicon Valley, seguramente el mayor
polo de influencia del mundo.

Este movimiento transhumanista
promueve la liberación de nuestros límites biológicos y tiene como
insignes representantes a Ray Kurzweil, jefe de ingenieros de Google, y
Nick Bostrom, filósofo sueco de la Universidad de Oxford.
Como si el próximo portal de Belén fuera la nueva sede de Apple en
Cupertino (California), las tecno-religiones venden felicidad y una
cuasi-inmortalidad nacidas de la inteligencia artificial y la
biotecnología. Quién sabe si su éxito supondrá un golpe de estado y el
hombre-máquina expulsará a Dios del cielo. Por si acaso habría que
guardar la Game Boy de nuestra infancia: quizás en un futuro sea una
reliquia como hoy lo es el brazo incorrupto de Santa Teresa.

«No podemos olvidar que detrás de todo ese potencial e inversión
existen grandes poderes económicos e industriales que los apoyan y
que, por tanto, también hay que preguntarse por su sentido de la
justicia», advierte José Manuel Caamaño, director de la Cátedra de
Ciencia, Tecnología y Religión de la Universidad Pontificia de Comillas.
No es el único que muestra inquietud ante esta filosofía religiosa: el
influyente politólogo y experto en bioética Francis Fukuyama describió
el transhumanismo como «la idea más peligrosa del mundo» en un
artículo de la revista Foreign Policy.

Las tecno-religiones juegan con dos bazas para desacreditar a los
credos monoteístas que lideran la fe de un planeta donde el 60% de
sus habitantes sigue creyendo en un ser superior: Sus defensores
consideran que la Biblia o el Corán no son fuentes para afrontar
conflictos bioéticos como, por ejemplo, el nacimiento de bebés de
diseño engendrados gracias a la biotecnología.

Mientras tanto el catolicismo mueve ficha. El papa Francisco ha
definido al proceso científico y tecnológico como un maravilloso
producto de la sabiduría humana donada por Dios y anuncia que la
Iglesia no representa ningún obstáculo. El profesor Caamaño apunta
algo importante: la tecnología no es neutral. «Es necesario un control
ético que acompañe el desarrollo científico para que ese enorme
potencial sea para servir mejor al ser humano […] La Iglesia tiene que
posicionarse en la defensa de la dignidad humana y los vulnerables».
Respetuosa, pero alerta.

El debate está abierto. Seguramente no se cierre nunca y ciencia y
religión sigan conviviendo como vecinos en tensión civilizada. Como
cuando un fiel entra en una iglesia y hace una petición a su virgen
predilecta. Antes encendía una vela y rezaba bajo el olor a cera
quemada. Hoy, seguramente por culpa de la normativa antiincendios,
la llama de fe es una bombilla de tres vatios que se enciende cuando
cae una moneda de 10 céntimos. Ya lo dijo Albert Einstein en su
célebre aforismo espiritual: «La ciencia sin religión está coja y la
religión sin ciencia está ciega».