No disparen contra el cura -- Joan Barril

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El Periódico

Esta Semana Santa ha sido, realmente, una semana de pasión para la alta jerarquía eclesiástica del Vaticano. A los escándalos de pederastia se han sumado las torpezas presentes o pretéritas del actual Pontifice y de sus voceros. La ocultación y el amparo que se dio a pederastas convictos por parte del actual Benedicto XVI no han sido contrarrestados con eficacia.

Eso suele pasar en todos los gobiernos. Los gobernantes, sean laicos o religiosos, suelen decir que lo que sucede es que tienen un problema de comunicación. O sea: que por bien que hagan las cosas, esa bondad no se sabe transmitir.

La verdad es que los actuales estrategas de comunicación del Vaticano, que tantas sorpresas audiovisuales nos dieron durante el pontificado de Juan Pablo II, convirtiendo a Wojtyla casi en una estrella del rock, ahora se han enfangado en una torpona improvisación de palabrerías huecas que solo ha hecho que echar más leña al fuego del descrédito.

Sitiado el Vaticano por su propio pasado, por el silencio desconcertante de su monarca y por el vocerío internacional, han aparecido defensas y gregarios para dar la imagen de la Iglesia perseguida y para compararse con el Holocausto del pueblo judío. Sin duda, el Espíritu Santo, esa arma secreta que sobrevuela la basílica de San Pedro para garantizar la infalibilidad papal, debía estar en la ITV.

Pero más allá de esos problemas de comunicación, no es menos cierto que el descrédito al que se ha sometido a la Iglesia ha sido especialmente injusto al mezclar la parte con el todo, los jerarcas y la base. En parte, esa injusticia ha sido fomentada por la actual camarilla pontificia, empeñada en negar la mayor y en despreciar a las víctimas de los pedófilos sacerdotales como meros autores de rumores y de exageraciones. Eso no es caridad cristiana, que digamos. Estamos ante un dilema que cualquier creyente con dos dedos de frente comprende.

En el manual de instrucciones de la religión católica hay un concepto que es el de pecado. En el mismo manual por el que se rige la sociedad al concepto que distingue el bien del mal se le llama delito. A menudo los pecados no son delito. La falta de amor, la avaricia, la soberbia no están contemplados en el Código Penal. Pero el abuso sexual de menores es un pecado y es al mismo tiempo un delito.

Y en este sentido la jerarquía eclesiástica fue indulgente con el pecado y, al no denunciar a los culpables, fue también cómplice del delito. Esa es la única verdad que el Vaticano todavía no ha sabido explicar. Pero hay otro elemento que sorprende. Son injustos los ataques al conjunto de la Iglesia, porque la gran mayoría de creyentes, sacerdotes, misioneros y hombres de fe son gente que merece un reconocimiento por su abnegación y su contacto con los más desfavorecidos.

Sin embargo, la jerarquía eclesiástica ha querido convertir unas acusaciones fundadas contra unos pocos en una colegiación de la culpa, tal vez en un intento desesperado de movilizar a unas bases católicas que hace tiempo que solo sienten ante Roma la débil razón de la obediencia debida.

El mal de muchos es el consuelo de los tontos. Pero el mal de la pederastia y de la complicidad no ha provocado la más mínima sospecha de la gente hacia sus pastores más próximos. Tal vez ya sería hora de que la cúpula romana empezara a preguntarse qué han hecho ellos y sus antecesores para provocar tanta inquina. Pero que dejen en paz a los católicos de a pie, que bastante pena tienen a menudo con callar ante lo injustificable de sus jefes vaticanos.