Todavía es posible encontrar sacerdotes y obispos que impugnan el uso del preservativo. Evidentemente todos ellos tienen una visión muy estrecha y estática de la moral y pertenen mayoritariamente al clan de los que, como la mujer de Lot, se complacen en mirar siempre hacia atrás sin tener en cuenta los signos de los tiempos.
Dados los estragos que el sida está ocasionando en los países en vías de desarrollo, no es de extrañar que ante una actitud así vuelva a tomar actualidad la queja profética de Bonhoeffer cuando decía: «la religión y la moral pueden convertirse en el mayor obstáculo de la venida de Dios a los hombres». ¿No se encarnó Jesucristo por nosotros los hombres? ¿Cómo permitir entonces que se amontonen tantos caídos en los bordes de los caminos de la historia en nombre de unos principios moralizantes que no han sabido evolucionar adecuadamente?. «Desde que Dios se hizo hombre, el hombre es la medida de todas las cosas» (K. Barth).
Urge aceptar una nueva visión de la noción del pecado menos lesiva para los hombres y más en sintonía con el espñiritu del Evangelio. Es verdad que el pecado procede de los hombres/mujeres, pero de manera colectiva y anónima, lo que quiere decir que es consecuencia más de unas estructuras consolidadas que de la malicia personal de los individuos. Es decir, la malicia mayor proviene de las estructuras de dominación y explotación, en las que los hombres resultan ser más manipulados que manipuladores. Se ha dicho así mismo que el pecado es la expresión de una gran pasividad humana, de una falta de libertad. De modo que el hombre es más víctima que autor del pecado, es más digno de compasión que de culpabilización.
Ante una epidemia como la del sida que hace morir y enfermar a grandes masas de la humanidad es muy recomendable usar los medios que el progreso ha puesto en nuestras manos. Lo contrario es oponerse a la evolución y perfeccionamiento de la obra del Creador. Antes que hacer caso a una moral arcaica que no ha sabido ponerse al día, es obligado obodecer a la voz de la razón por la que nos habla siempre Dios.