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Misericordia (III) -- Jesús Mª Urío Ruiz dee Vergara

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Hemos recordado antes la petición del papa Francisco de que los «confesores no se improvisan». Estoy de acuerdo. No fue eso, lo de improvisar, lo que nuestros profesores y formadores en los estudios de Teología propiciaron: que después, en nuestra vida pastoral, los entonces estudiantes improvisásemos. YO no puedo hablar por todos los seminarios de la Iglesia ni durante ni en el pos Concilio, ni siquiera en los de España. Pero de bien nacidos es ser agradecidos, y tengo que reconocer, como me parece que todos mis colegas firmarían, la siguiente constatación: que en nuestro seminario de San José, de El Escorial, no solo nos enseñaron bien, y mucho, la Teología, tanto la dogmática, como la moral, la Biblia, el Derecho Canónico, sin estrecheces ni rigurosidades, la Historia de la Iglesia, en una secuencia de clases, departidas por el padre Miguel Pérez del Valle, que constituyó un verdadero monumento a la «paideia», como llamaban los griegos a la transmisión de conocimientos y experiencias de una a otra generación. Pero volviendo a la preparación para nuestra misión de confesores, los casos canónico-morales de los miércoles, y las clases y talleres de Psicología y de conocimientos médicos y clínicos del apartado sexual, tema que casi monopolizaba los casos más frecuentes y vidriosos del mundo de confesionario, constituyeron una preparación certera y profunda para los futuros compromisos penitenciales.

Lo anterior sucedía en la mitad de los años sesenta. Es decir, durante las sesiones del Concilio Vaticano II, y en los años inmediatamente posteriores. Solamente dos cursos, en el 1968-69, en la capilla del colegio SS.CC. de Valvidrera, de Barcelona, que no era parroquia, pero con gran asistencia de fieles en los Domingos y fiestas, para la misa, y para confesarse, y en el 1969-70, en la parroquia de Cristo Rey de Argüelles, Madrid, tuve ocasión de practicar con frecuencia el ministerio de la penitencia, en el confesionario, y comencé a sentir, con alegría, que las enseñanzas y el estilo eclesial de Vaticano II empezaba a ser aplicado por los fieles. Después, a partir de octubre de ese año, 1970, ya en Brasil, me tocó licenciarme en esa sensación conciliar, y, haciendo un chiste fácil, licenciarme definitivamente del confesionario, porque, a partir, más o menos de 1973-74, nadie se confesaba ya. En nuestra parroquia de Santa Margarida María, de Sâo Paulo, el año 74 fueron retirados los confesionarios, y arrumbados en unas salas de la subida a la altísima y esbelta torre del templo, desde donde disfrutábamos de una impresionante vista sobre la capital paulista.

Cuando la gente se confesaba, nuestra preparación era no solo suficiente, sino garantizaba una práctica sacramental de la penitencia con la suficiente mezcla de seria autoridad, sin tiranía, y cercanía coloquial compasiva y misericordiosa. Pero, ¡ojo! a mi afirmación, el «sensus fidei populi Dei», (el sentido de fe del Pueblo de Dios), que es uno de los lugares teológicos más básicos y consistentes, y que, por definición, lo es tanto cuando funciona a favor del Magisterio de la Iglesia, como cuando es al revés, ha transformado en pocos años, unos veinte o treinta, que no es nada para los tiempos imfinitos de la Iglesia, la sensibilidad, la necesidad, la urgencia y el dramatismo de la práctica sacramental de la Penitencia, notas y situaciones que nunca deberían haberse producido.

Aquí, en la diócesis de Madrid, nos han convocado un día de éstos para un encuentro de preparación para la confesión. No pienso ir, en parte por mucho de lo que he escrito en los últimos artículos, y también porque no creo que los que nos han anunciado como «entrenadores» estén capacitados para convencernos a los que no creemos en técnicas ni trucos de confesionario. y hablo en plural, porque no soy único. Hoy ha publicado RD (Religión Digital) un artículo de José Arregui, que me ha recordado mucho a mi querido, y perseguido colega colombiano, Padre Gabriel, quien, ante el jubileo del año 2.000 afirmaba: «eso ni es jubileo, ni es nada. Que la Iglesia convenza al FMI, y a los países oficialmente cristianos, y a las empresas ídem, y particulares, que hagan como en el Antiguo Testamento, que ordenaba, cada 50 años, a proclamar una amnistía general de deudas para que todos pudiesen comenzar de cero. Eso será un jubileo, y no la movida de promover el turismo y la afluencia a Iglesias privilegiadas con indulgencias plenarias». El padre Arregui ha venido a afirmar algo parecido, a lo que me sumo. Mientras no consigamos que nuestros católicos aburguesados de, misa dominical y comunión frecuente, no consideren pecado contra la justicia su nivel de vida comparado con el de tantos hermanos, cristianos o no, la Misericordia de Dios seguirá siendo un magnífico sueño inalcanzable para una buena porción de conciudadanos, cristianos también.

(Seguiré este tema, porque hay tema para largo)

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