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Si todos los gobernantes del mundo fueran sometidos a una prueba de honradez, inteligencia y cordura, ¿cuántos pasarían la prueba? ¿Cuántos corruptos, imbéciles y locos quedarían desautorizados para gobernar? Ahora bien, una cosa es que no den la talla como mandatarios y otra bien distinta es que los ciudadanos seamos capaces de mandarlos a hacer puñetas.
Pero, ¿por qué a veces cuesta tanto destituirlos? ¿Por qué algunos gobernante se perpetúan en el poder a pesar de estar perjudicando gravemente a la mayoría? En el caso de los tiranos, su permanencia en el poder no es tanto porque sean malas personas, que también, sino por la servidumbre voluntaria que se establece hacia la figura poderosa del déspota, por la cadena de secuaces interesados con mando en plaza que le siguen y sostienen y por el sin número de súbditos que acatan y enmudecen por el miedo.
Por otra parte, los malos gobernantes democráticos, una vez aupados al poder por las urnas, no difieren demasiado de los déspotas, pues, por muy ineptos que sean y por muchas trapacerías que lleven a cabo, siempre se sentirán legitimados para terminar sus mandatos. Y como en el caso de los tiranos, la culpa de que apuren las legislaturas, se vuelvan a presentar como candidatos y, para colmo, salgan de nuevo elegidos no es solo de ellos, sino de quienes callan y otorgan, de quienes los alientan y vitorean por bobería o por intereses espurios y de quienes, por fidelidad ideológica o estupidez, les siguen votando.
Pedro Serrano. Valladolid