Luciérnagas -- Juan V. Fernández de la Gala

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Enviado a la página web de Redes Cristianas

El Dr. Juan V. Fernández de la Gala ya es un conocido nuestro. Primero como invitado a la tertulia #195 en Junio del año pasado hablándonos de Teilhard de Chardin y su legado y luego, en otra tertulia -la #206 -en Noviembre pasado, cuando tocó el interesante tema de los médicos en García Márquez, título de una obra enjundiosa que presentó en Bogotá. Hoy le abrimos la puerta de nuestro blog, agradeciéndole este aporte que desea traer algo de luz a la oscuridad actual que nos amenaza.

Se cumplieron ya noventa años de aquel parto monstruoso de los fascismos europeos. Noventa años es tiempo suficiente para enterrar las memorias más longevas, pero, sobre todo, para que nuestra escasa memoria intergeneracional se haya olvidado ya de aquella vergüenza histórica, del
olor de la carne quemada en holocausto a los dioses de la patria, del estruendo unánime de los fusiles al alba.

Nueve décadas han pasado desde que Europa creyera leer su futuro en las líneas de una mano que se alzaba al aire en un gesto sincopado y recio, con el brío de quien creía que en esas líneas se leía ya la grandeza y el poder que nos estaban aguardando.

Hoy vuelven a sonar en Europa y en América esos mismos himnos de patria amedrentada y a repetirse los mismos gestos grotescos y a circular las mismas consignas que han de ser necesariamente breves, para que quepan sin esfuerzo en las mentes más estrechas. La desmemoria es tal, que a algunos esas rancias ideas les pueden parecer nuevas y hasta más
necesarias que nunca y acuden a las urnas a refrendar su feliz descubrimiento. Lo hacen con el mismo ademán firme del suicida que amarra la soga a la viga maestra con la certeza de que ese solo gesto lo elevará unos palmos sobre el suelo. Y así será.

En las noches de estos tiempos oscuros todos miramos a diestra y a siniestra a ver de dónde nos puede llegar alguna luz. Miramos a los organismos internacionales, denostados y ninguneados por el presidente estadounidense Donald Trump. Miramos a la autoridad religiosa del Papa Francisco que llamó a los obispos del país a oponerse abiertamente al acoso y derribo del inmigrante, como una práctica absolutamente antievangélica. Miramos a la justicia estatal que trata de poner fierros
de contención a las ínfulas megalomaníacas de Trump y todos coinciden en que nunca hubo en el mundo un rey sol con tan escasas luces.

Miramos a Europa y vemos una confederación de naciones que busca afanosamente en sus orígenes los rasgos de su propia identidad y que en su futuro querría encontrar ese referente de democracia ética que se siente llamada a ser. Miramos a Europa y vemos que ella también
empieza a estar enferma del mismo mal y que la ultraderecha crece a la sombra feliz de los bulos mediáticos y de la indolencia más frívola del pensamiento crítico. Miramos al periodismo libre en los Estados Unidos y nos preguntamos cuánto tiempo podrá seguir siendo libre y cuánto tiempo
podrá seguir siendo periodismo y resistir los embates de una censura que extiende su mordaza como en los peores tiempos del macartismo ¿Y adónde más podríamos mirar aguardando algún destello de esperanza?

En los oscuros tiempos medievales hubo una luz que brilló sobre la noche sin madrugada de las pestes, de las hambrunas y de las pequeñas tiranías feudales. Fue la luz de las primeras universidades europeas que abrieron un flujo de ideas, de personas y de perplejidades constructivas, que conectaron propósitos y voluntades de Parma a Salerno, de Oxford a Bolonia, de Salamanca a París. Poco después, en los tiempos del miedo a la expansión otomana, la sociedad y las nacientes universidades italianas acogieron a los sabios de Constantinopla, que nos acercaron de nuevo a los clásicos griegos en la brillante sonoridad de su propia lengua.

El efecto cultural de aquella corriente migratoria de talentos duró dos siglos y sacudió las inercias de toda Europa, cambiando radicalmente nuestra manera de mirar al ser humano y al cosmos y dejando un rastro tan luminoso y tan renovador que todos estuvimos de acuerdo en describirlo
como un Renacimiento.

En la oscura mediocridad cultural de la posguerra española, tras la victoria de ese mismo ejército que había popularizado el grito cerril de “muera la inteligencia”, muchos intelectuales republicanos debieron abandonar sus cátedras en busca de una tierra sin odios donde la cultura fuera algo más que un erial, un cuartel o un cementerio. Las universidades mexicanas acogieron entonces con generosidad el éxodo de profesores y académicos españoles, gracias a la decisión personal del
presidente Lázaro Cárdenas.

Numerosas escuelas de pensamiento y de investigación que quedaron sin sembrar en España, pudieron encontrar en México el invernadero tropical más propicio y el empuje de los alumnos más talentosos para darles la continuidad necesaria. En los años siguientes asistiríamos en México a un florecimiento cultural que no había tenido precedentes en su historia.

La misma suerte corrieron por entonces los intelectuales judíos de Austria, Alemania e Italia que buscaron la tierra prometida en las Américas o en el Reino Unido, lejos de las noches de cristales
rotos, de las humillaciones públicas y de las estrellas de David cosidas allí donde la solapa les cubría el corazón avergonzado.

En los Estados Unidos, en tiempos del presidente demócrata Franklin Delano Roosevelt, la acogida de las universidades fue proverbial. Se hizo sitio a los recién llegados sin mayores trámites burocráticos, incorporándolos a los departamentos y a los equipos de investigación, o
haciendo surgir de la nada instituciones educativas como la High School of Social Research, en las dependencias de la Universidad de Nueva York.

Los físicos Albert Einstein, Niels Bohr, Enrico Fermi o Lise Meitner, la neurofisióloga Rita-Levi Montalcini o la filósofa Hannah Arendt pudieron
proseguir con éxito la línea de sus investigaciones en un país que encontró siempre en la inmigración la llave de su futuro más próspero. ¿Hace falta explicar que los Estados Unidos tomaron en esos años el relevo de Alemania en la innovación científico-técnica?

Nos encontramos ahora con nuevos tiempos de oscuridad que están causando consternación en las universidades norteamericanas. Se levantan ya las primeras voces de alarma: se recortan fondos, se hacen despidos masivos, se suprimen becas, se anticipan jubilaciones, se retrasan pagos y hay ya una juventud universitaria que empieza a carecer de referentes motivadores en un panorama cultural plano.

Crece la mordaza a las agencias científicas gubernamentales, como la Fundación Nacional de Ciencias (NSF), la Administración Oceánica y Atmosférica (NOAA), la Agencia de Protección Ambiental (EPA), el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos (USDA), el Centro de
Prevención para el Control de Enfermedades (CDC), y particularmente en los asuntos que se refieren a las energías renovables, al cambio climático, a la ecología de la biodiversidad, al uso de pesticidas o a las campañas de internacionales de inmunización.

El movimiento Stand up for Science, que agrupa a un número creciente de científicos y universidades, toma ya la forma de un SOS lanzado a la comunidad académica internacional y convoca a una masiva manifestación de
protesta en Washington para el próximo 7 de marzo. Parece que la rubia cabeza de Donald Trump ignora lo que todos saben: que, entre las tierras raras, la más valiosa es el talento. ¿Y nosotros seguiremos ignorando este mensaje de socorro que lanzan al mar los científicos de un país en
naufragio?

Ante esta situación, no sé si necesito escribir el último párrafo de este artículo ¿No sería razonable dejar que algunas luces de creativa osadía se vayan encendiendo aquí y allá, como luciérnagas vivas, en las universidades europeas? ¿Será el momento de tomar el relevo de la acogida que hace realmente universal a la universidad, como parece revelar su nombre? ¿Será cierto que la ciencia es una patria sin fronteras? Serán las universidades europeas las que tengan que responder a estas cuestiones.

Pero si no lo hacemos a tiempo, tendremos que darle la razón a
Sting, que, a finales de los años 80, desde la tristeza infinita de una de sus canciones, nos recordaba lo que parece una sentencia a punto de cumplirse: la historia, decía, no nos enseña nada.

Marzo, 2025
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Amigos De Toda La Vida
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