Sospecho que, en el acalorado debate por las corridas de toros, en realidad se plantea algo bastante más profundo de lo que muchos españoles se imaginan.
Por supuesto, tienen razón los que protestan porque se trata de una fiesta cruel. Como también parecen ser ciertos los intereses políticos que subyacen al solemne embrollo nacional que se ha organizado con este motivo.
Pero mi sospecha de estos días es que nada eso explica lo que realmente está ocurriendo. Crueldades con animales, las hay por todas partes y nadie se alborota tanto como ahora con esto de los toros. Y – lo que es más grave – crueldades con seres humanos, cargadas de tanta maldad que llegan a costar la muerte desesperada de millones de criaturas cada año, es cosa que sabemos, que toleramos, y que no apasiona tanto a mucha gente como apasiona la muerte de un toro. ¿Qué pasa aquí? ¿Maldad? ¿Desvergüenza? Sospecho que la cosa va por otro sitio.
En 1928, estaba de pastor protestante de la Iglesia luterana, precisamente en Barcelona, Dietrich Bonhoeffer, que luego fue asesinado por los nazis, durante la II guerra mundial, y que, sin duda alguna, ha sido uno de los teólogos más destacados, más originales y más profundos del s. XX. Pues bien, el 11 de abril del 28, escribía Bonhoeffer a sus padres una carta en la que les daba cuenta de sus impresiones después de asistir a una corrida de toros a la que fue “arrastrado” por un profesor alemán que vino a Barcelona a visitarle.
Sin duda, Bonhoeffer fue de mala gana a la fiesta. Pero confiesa que “no le resultó tan repulsiva como mucha gente, sintiéndose deudores de su civilización centroeuropea, piensa que debe serlo”. De todas maneras, reconoce que “la mayoría de los espectadores desean sencillamente ver sangre y crueldad”.
Pero nada de esto constituye el fondo del problema, a juicio de un hombre tan extremadamente lúcido como sabemos que fue D. Bonhoeffer. Su punto de vista es más profundo. Lo explica así: “En todo el asunto se agita un considerable apasionamiento entre el público, en el que uno se ve arrastrado. Pienso que no es ninguna casualidad el que precisamente en la tierra del catolicismo rígido y sombrío la corrida de toros se mantenga con una inextirpable firmeza.
Hay aquí un resto de vida apasionada y libre de encorsetamientos. Quizás es la corrida quien, poniendo en conmoción, o incluso en ebullición, el alma de todo el pueblo, posibilita en el resto de la vida una moralidad de un nivel relativamente alto, ya que las pasiones quedan mortificadas por los toros. De esta manera la corrida dominical constituiría la necesaria correlación de la misa dominical”. Yo aconsejaría que, al leer este texto de Bonhoeffer, intentemos no caer en la trampa del que queda atrapado por la letra. Porque ni hay corrida de toros todos los domingos por la tarde, ni la gente va a misa todos los domingos por la mañana. “Misa” y “toros” son dos metáforas vivas, que le sirven al teólogo para hacernos pensar en algo que es más serio de lo primero que se nos ocurre al leer el texto magistral de Bonhoeffer. Toda sociedad, que quiere mantener un “orden”, tiene que ser “represiva”.
La represión está al servicio de una “moralidad relativamente alta”. Pero la represión necesita desfogar por algún sitio. En 1928, los toros eran las “fiestas de locos”, que en la Edad Media tanto necesitaba la gente para liberarse de la opresión social y religiosa (Harvey Cox), Es probable que, en estos tiempos, Barcelona haya trasladado su desfogue social de la Monumental al Nou Camp.
En todo caso, a todos nos vendría bien caer en la cuenta de que, excepción hecha de los místicos heroicos y de los neuróticos obsesivos, el común de los ciudadanos necesitamos armonizar la responsabilidad ética con la liberación que suponen la fiesta y el juego. Por eso no creo que le faltaba razón a Johan Huizinga cuando escribió en su “Homo ludens”: “En la forma y la función del juego, que es, en sí mismo, una entidad independiente, desprovista de sentido e irracional, encuentra su primera expresión, la más alta y más sagrada, la conciencia del hombre de estar enraizado en un orden sagrado de las cosas”.
A mí no me gustan las corridas de toros. Prefiero el futbol. Pero que nadie piense que, en el debate de los toros, sólo está en juego el problema de la crueldad con los animales o el interés de los políticos. Más allá de todo eso, está en juego el logro de una convivencia en paz y el equilibrio de las personas que no están dispuestas a acabar desquiciadas. Es el anhelo por una sociedad que quiere ser éticamente “ordenada”, pero no tolera ser religiosamente “represiva”.