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«Los que elogian la pureza porque no saben» -- José María Castillo, teólogo

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La conocida escritora M. Yourcenar se quejaba, quizá con bastante razón, de los que «elogian la pureza porque no saben cuánta turbiedad puede esconder la pureza». Desde hace ya algún tiempo, nos enteramos con frecuencia de nuevos escándalos causados por «profesionales» de la pureza. Me refiero a las noticias que nos llegan de sacerdotes y religiosos que han abusado de niños o que, sabiendo de tales abusos, los han ocultado.

Por supuesto, a cualquiera se le ocurre pensar que, de entrada al menos, no vendría mal adoptar una actitud de sospecha ante semejantes noticias. Todo lo relacionado con el sexo tiene morbo. Y si además es asunto de curas, monjas, frailes, obispos…, entonces el morbo resulta aún más morboso. Esto es cierto. Pero también es verdad que muchas de esas informaciones no hacen sino reproducir hechos probados ante los tribunales de justicia. Porque – no lo olvidemos – cuando hablamos de estas morbosidades, estamos hablando, no sólo de un «pecado», sino además de un «delito», que ha sido denunciado, juzgado y condenado en un tribunal de justicia.

Por lo demás, si es cierto que con frecuencia nos hablan de «gente de Iglesia» que ha cometido abusos con criaturas inocentes, no es menos verdad que hay fundadas razones para sospechar que lo que conocemos, en esta materia, no es sino la punta de iceberg. Lo que está oculto es probablemente más, bastante más, que lo que se sabe.

También hay laicos que son responsables de este tipo de delitos. Y, dado que hay muchos más laicos que clérigos, no es nigún despropósito pensar que, seguramente, son muchos más los abusos de pederastia cometidos por laicos que los que se atribuyen a curas y religiosos. De todas maneras, todos sabemos que las denuncias ante los juzgados, de las que nos enteramos, suelen tener como responsables a personas que provienen del clero que a gente del laicado.

Y, en cualquier caso, lo que resulta chocante, en este turbio asunto, es que (como he dicho antes) quienes tanto alogian la pureza, los que tanto la enaltecen, la exigen, la imponen y, por profesión pública, la practican, precisamente ellos forman el gremio del que, con relativa frecuencia, saltan escándalos que dan que hablar y, por eso mismo, le hace tanto daño a la causa que defienden, desprestigian a la Iglesia, maltratan a la religión y, sobre todo y ante todo, son delincuentes que deberían acabar en la cárcel.

En estos días se habla hasta de un hermano del papa, más anciano que el anciano pontífice, del que ahora se dice que quizá tuvo implicación en hechos lamentables relacionados con el abuso de niños. No me cabe en la cabeza que este venerable anciano haya cometido delitos de este tipo. ¿Fue, más bien, el ocultamiento de hechos detestables que, en tiempos pasados, se creía más conveniente taparlos que airearlos? Posiblemente. Pero, siendo honestos y coherentes, digamos abiertamente que los responsables de ocultamiento posiblemente actuaron con buena intención, más aún, es casi seguro que, en no pocos casos, pensaban que los trapos sucios se lavan en casa y no se enseñan.

Pero, si es que eso es cierto, confieso que semejante conducta es mucho más lamentable. Porque, en el fondo, nos viene a decir que en la Iglesia hay bastante gante que, por no dañar a la Iglesia, no duda en dejar tirados en la cuneta a seres inocentes. ¡Eso sí que es una monstruosidad! Y lo peor del caso es que, posiblemente, hay personas que se sentirán profundamente irritadas cuando estén leyendo esto. Lo siento de verdad. Perdonen de verdad. Pero, por favor, piensen el destrozo irreparable que arrastran durante casi toda su vida quienes, siendo niños, sufrieron este tipo de agresiones y escándalos. Si esto ayuda a remediar, algo por lo menos, semejantes salvajadas, algo bueno estamos haciendo. Y tenemos la obligación de hacerlo.

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