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Yo nací en tiempos lejanos cuando Pío XII era obispo de Roma y papa de la iglesia católica. Después fue elegido papa Juan XXIII, un viejito que dio un golpe a la estantería abriendo las ventanas de la iglesia para que entrara aire fresco. Fueron los años del concilio Vaticano II. A su muerte fue elegido papa Pablo VI, quien continuó la obra del concilio pero empezó a sentir algunas marejadas contrarias que querían cerrar de nuevo las ventanas abiertas. Después pasó como un soplo benéfico y amable la figura de Juan Pablo I que no tuvo tiempo apenas sino para bendecir y sonreir.
Entonces apareció Juan Pablo II que lo llenó todo con su personalidad, su carisma, su empeño por volver a una iglesia misionera pero a la vez directora de los asuntos del mundo. Tras él fue elegido papa Benedicto XVI y a su esperada-inesperada renuncia llegó desde el sur del mundo un hombre que por edad ya había presentado su renuncia al arzobispado de Buenos Aires y que al ser elegido obispo de Roma tomó el nombre de Francisco, se puso la iglesia al hombro y empezó a cambiar todo lo que ya se caía de añejo.
Es decir, en mi vida he conocido, apreciado, padecido, gozado, siete papas de diverso estilo: un sumo sacerdote, un santo amigo de todos, un sabio prudente y a veces perplejo, un reflejo de la bondad de Dios, un actor apasionado, un profesor del medioevo y ahora un pastor que conoce la tierra porque la ha recorrido a pie.
Los tres meses de Francisco como obispo de Roma y papa de la iglesia han significado para muchos la superación de la inseguridad y desconcierto que venía en crecimiento en los últimos años, es decir, desde que las líneas maestras del concilio Vaticano II se fuerom quedando como tinta venerada pero olvidada en los documentos.
Había un ambiente a nivel de base católica y de teólogos y pensadores pastorales que indicaba falta de fe en el porvenir. Un jesuita que era profesor en la Universidad Gregoriana de Roma, ya en tiempos de Pío XII afirmaba: “Hoy la situación de la iglesia Católica es igual a un castillo medieval, cercado de agua; levantaron el puente y tiraron las llaves al agua. Ya no hay manera de salir. O sea, la Iglesia está cortada del mundo, no existe tampoco ninguna posibilidad de entrar”.
Sin embargo renació la esperanza en los días de Juan XXIII. El Vaticano II logró decir palabras iluminadoras al interior de la iglesia y tendió algunos puentes para el diálogo con las culturas. En realidad ese impulso duró poco. El concilio finalizó en 1965 y tres años después el escenario del mundo occidental (el mundo al que el concilio se había dirigido) cambió totalmente. En 1968 se inició una transformación cada vez más acelerada de la vida social, cultural, económica, y, desde luego, eso afectó a la vida religiosa. Muchos de los documentos del concilio quedaron dando respuestas a preguntas que ya nadie se hacía. Más aún: surgieron temas que la jerarquía de la iglesia, encargada del servicio de la animación de la fe, la esperanza y la caridad en las comunidades, ni había considerado: la toma de conciencia del mundo femenino, la liberación de las normativas morales, el poder de las organizaciones de base, las fronteras políticas que pasaron desde el eje oriente-occidente a la nueva confrontación norte-sur en el mundo.
En los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI se realizó el gran esfuerzo de volver a un modelo de cristiandad en que la iglesia debía ser la conciencia del mundo occidental, la fuerza que anima, estimula, aclara, explica la fuente de la cultura, la economía, de todo. Pero a esas alturas el mundo ya estaba en otra cosa. Los viajes papales con su agenda de discursos ante centenares de miles de personas pertenecen más al folklore nacional de cada país que a momentos de interiorización catequética. Las encíclicas escritas desde Roma al mundo aparecen como un titular secundario en la prensa y después todo queda en un impresionante silencio que está más cerca de la indiferencia que del respeto.
Los tres meses de Francisco en el Vaticano han producido más interés que los documentos oficiales anteriores. No sabemos cuánto va a durar esta situación impensable hasta hace poco tiempo atrás. Hasta ahora son los gestos de cercanía, la palabra sencilla, el abrazo fraterno, la catequesis presentada a modo de diálogo integrando lo que verdaderamente preocupa a la gente.
Hasta ahora todo es novedoso con este papa que siguió usando los mismos zapatos con los que caminó por las villas de pobres en Buenos Aires. Pero, sin duda, vendrán días en que se terminará esta luna de miel entre el obispo de Roma y los grandes intereses de este mundo. Cuando el papa toque temas de doctrina tradicional y mantenga la firmeza frente al deber de hacer justicia antes que hacer caridad; de mantener el matrimonio como compromiso de amor entre un varón y una mujer; de defender la vida desde el inicio del proceso de gestación hasta su término terrenal natural; de hablar del posicionamiento eclesial de la mujer; en fin, de tantos temas espinudos que se debaten en la actualidad, ahí habrá que ver cómo reacciona la sociedad manejada por los grandes poderes empresariales dueños de los sitemas de comunicación.
Por ahora, sigamos gozando de esta primavera eclesial que está no solamente entrando por las ventanas de la iglesia como señaló Juan XXIII, sino también por las puertas y las rendijas, vericuetos, ranuras y grietas del edificio solemne pero averiado donde reside el poder papal.