Enviado a la página web de Redes Cristianas
Mi infancia estuvo llena de gorriones. Si echo la vista atrás, aún puedo verlos saltar por el corral robándoles el grano a las gallinas. Aún puedo ver sus revoloteos y escuchar su repertorio de cantos en aquella casa de tierra llena de escondrijos. Pero, en aquella época ruda y de supervivencia elemental, humanos y gorriones éramos enemigos irreconciliables. Todo porque que las pobres criaturas nos hurtaban un puñado de granos de aquellas míseras cosechas y sembrados. Pobres ignorantes, solo considerábamos los daños que nos infringían; nunca los beneficios, que eran muchos y variados.
Afortunadamente, ahora ya sabemos que la singular asociación entre humanos y gorriones, en pueblos y ciudades, siempre ha sido fructífera para ambas partes. Según los estudiosos, no solo ayudan a controlar plagas y dispersar semillas, sino que son un excelente indicador de nuestra calidad ambiental. Y esa calidad ambiental no debe de ser muy buena cuando se les ve más tristes que antaño y se constata que están disminuyendo drásticamente, sobre todo, en las ciudades.
Al parecer, las ondas electromagnéticas en las ciudades, la contaminación, la escasez de alimento y la falta de lugares para nidificar son algunos de los principales enemigos de los gorriones urbanos. Y, en el campo, la especie se enfrenta a la intensificación agraria, el empleo abusivo de plaguicidas y el abandono rural. Si, como parece, nuestras vidas están íntimamente ligadas a las suyas, ¿compartiremos el mismo destino?
, Valladolid