Los eficaces silencios de Roma -- Diego Taboada

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Rebelión

Hay «eficacias» que matan y «eficacias» que duelen. La «eficacia» del mercado es, en no pocas ocasiones, una verdadera apisonadora de derechos humanos y económico-sociales. La «eficacia» que Benedicto 16 le achacó a Pío 12 en recientes declaraciones, sencillamente, llega a provocar tal sensación de incredulidad y hasta de malestar fisiológico, que todo bálsamo contra la estupidez y la insensibilidad sería insuficiente para recuperarme del shock que me han producido sus declaraciones.

El 10 de Octubre se lució de nuevo; al parecer, el silencio de Pío 12 ante el holocausto nazi no se basó en el miedo ni en la connivencia, sino en la «convicción» -así, como lo oyen- de que, callando, su «ayuda» y «solidaridad» hacia los Judíos sería más «eficaz». Por lo visto, ahora el silencio también es una virtud teologal en tiempos de barbarie. Tanto antes como ahora sigue pregonándose urbi et orbe aquello de que es mejor hacerse el Sueco que dar la cara -o la palabra-.
Benedicto 16, como el Dios al que reza, tiene el Don de la ubicuidad.

Es omnipresente, omnisciente y omnímodo. Y además, puede viajar en el tiempo e introducirse en la conciencia de las personas. Interrogarlas y entenderlas con cristiana humildad y paciencia. Es así como puede reconstruir y dulcificar los humanos, muy humanos errores -!vaya por dios, qué pena me dan!- de sus predecesores en el difícil y trabajoso cargo de universalizar la fe católica desde una urna de cristal.

La eficacia de muchos silencios eclesiásticos y la eficacia de la economía suelen llevarse muy mal con la ética de la responsabilidad y el sentido de la Justicia, y también con el vergonzoso silencio civil de los habitantes de los pueblos que, como en Italia, reciben con aplausos la militarización de la sociedad civil por parte de Silvio Berlusconi, al tiempo que callan ante el visceral racismo institucionalizado contra la comunidad gitana y el inmigrante.

A mi modo de ver, y aunque estaría dispuesto a afirmar con el 99’999 por ciento de subjetiva rotundidad que Dios, ni existe, ni es necesariamente necesario, habría que exigir al altísimo, en determinadas circunstancias históricas y contextos, que grite en voz alta y denuncie lo que sus representantes no se atreven a denunciar con su «eficacísimo» silencio y su confesional pasión por el cuidado eufemismo. Lo bueno del silencio y el misterio es que dejan muchos vacíos legales y muchas especulaciones existenciales, y los silencios y misterios de la iglesia católica son ideales para futuras reconstrucciones históricas o beatificaciones apresuradas.

Para los representantes de Dios en la tierra, el silencio es una forma de solidaridad con los nadies, y por eso, cuando protestan, les alertan de la herejía que cometen arrimándose a teólogos de la liberación, activistas, marxistas, socialistas, liberales, biólogos darwinistas y diversas y pluriformes sensibilidades laicas en general. El silencio no estimula el diálogo, el contraste de ideas, la comunicación, el reconocimiento, el amor y las pasiones compartidas. Tampoco la necesidad de expresar abiertamente el dolor y la ansiedad colectiva, que se convierten en una peligrosa energía subversiva en futuros tiempos de crisis y cambios radicales. Sí, como los que vienen, como los que vendrán, tarde o temprano.

Los silencios de Pío 12 y de Ratzinger, entre tantos otros, son silencios armónicos, silencios zen, silencios pop, no tienen nada que ver con los gemidos de dolor de los jóvenes de las favelas, perseguidos, maltratados, torturados y asesinados por la «policía civil» de Río de Janeiro. El silencio de Roma es tan silencioso que el ruido y el conflicto de la aldea global son contingencias al lado de la armónica eternidad de su mensaje. Comprender, entender el ruido y el movimiento de este mundo, tan complejo pero tan fascinante al mismo tiempo, no. Hay que creer, creer y creer, esa es y será la solución a todos nuestros males. Creer, sí, pero creer sólo cristianamente.

El 16 de Octubre, Rouco Varela consuma la cuadratura del círculo de la insensatez, relacionando -leen ustedes bien- laicismo y nazismo. Estamos en tiempos de crisis, y es el momento de que el Evangelio ilumine la vida pública, según nuestro muy tolerante cardenal. Además, Don Rouco augura un «despertar» de la conciencia cristiana. Las predicciones, ya saben, hasta en las ciencias sociales están flotando en cierto necesario principio de incertidumbre, pero Don Rouco odia las incertidumbres, así que no duda ni un ápice en predecir un resurgir cristiano. Rouco Varela predice con el báculo de la fe en la mano, y allí donde se respira el suspiro de la criatura oprimida, Roma está para ofrecer la salvación eterna.

-!Amén!.

La solución al totalitarismo soviético y nazi pasan por recuperar al Dios cristiano como timón de la vida pública, dice nuestro eminentísimo cardenal. Y sigue; la culpa del totalitarismo no es de la ideología, de la concepción del mundo, de su voluntad de control de toda la vida social, política y cultural. No. La culpa del totalitarismo es, como él recalca, el «Estado moderno» en su versión «laicista». Por lo visto, Don Rouco no ha reflexionado seriamente sobre el hecho de que la motivación de los totalitarismos no es exterminar ninguna «conciencia cristiana», sino cualquier tipo de «conciencia» que no concuerde con su brutal maquinaria de odio e intolerancia. Cualquier tipo de «conciencia» que estorbe el control social, político y cultural al que aspira, recurriendo, si hace falta, a la tortura, a la persecución y a la represión violenta para perpetuar su visión total y omniabarcante… y controlar así cualquier indicio de movimiento, reunión o asociación que se le oponga.

Relacionar la voluntad de convivencia entre credos religiosos y políticos -sin que eso suponga razón de conflicto en la gestión de los asuntos humanos- con el totalitarismo, así como abogar por «eficaces» silencios en tiempos de barbarie, es la mejor manera de hacer que su iglesia siga perdiendo fieles. Y también, como no, es una interpretación semántica interesada y una falta de tacto para los matices históricos -ni siquiera la equiparación de la brutalidad del nazismo con la del comunismo soviético tiene consistencia alguna- que roza la más sonrojante de las vanidades intelectuales. Para Don Rouco, la crítica al estado moderno lleva necesariamente a la postulación del Evangelio como «luz» de la vida pública. Para Don Benedicto, el silencio ante la barbarie y la tortura, si es contemplada por una conciencia cristiana, es una cauta muestra de «eficacia» y «solidaridad» con el pueblo judío.

!Amén!, !reza de rodillas, madre Gaia!

Ante tales silencios y tales remedios, uno prefiere buscar consuelo en la tortilla de patatas. Quizás no sea un consuelo muy trascendente, pero la inmanente sensación de placer que reporta es más real que el pobre fundamento de los argumentos y sus supuestos peligros y demonios contra los que lucha.