Hablar a estas alturas de desencanto es algo casi superfluo, pero acaso no venga mal como recordatorio y como marco de reflexión. Es sabido que sufrimos un fuerte desencanto a muchos niveles, pero especialmente en dos dimensiones, dentro del tema que ahora nos ocupa y concierne. Un desencanto social y político y un desencanto eclesial.
El primero requiere un análisis complejo y pormenorizado –como se han hecho tantos, mejores o peores- pero baste apuntar aquí que la clase política que tenemos –en su conjunto más relevante- no es muchas veces la solución sino el problema, y ello porque este bipartidismo que sufrimos –no cualquier bipartidismo, que es una fórmula democrática razonable y aceptable- adquiere demasiado a menudo unos tonos excesivamente agresivos y crispados, ramplones y descalificadores. Y ello –hay que decirlo claro y alto- por culpa sobre todo –no exclusivamente- del principal partido de la oposición. Lo cual es, naturalmente, una fuente constante de decepción y desencanto para la ciudadanía.
En cuanto al desencanto eclesial, no creo que haya que aportar más datos a los que ya conocemos y vivimos cada día. Importa sobre todo el estilo y la actitud profunda de nuestra jerarquía católica en lo referente a su rechazo de cualquier propuesta innovadora, en el contenido habitual de sus declaraciones y documentos públicos, con leves y aisladas excepciones que constituyen un contrapunto esperanzador a esta tónica monocorde y antievangélica de cautela y condena hacia casi todo.
Esta es la situación que vivimos, el ámbito en el que nos movemos. Desde él conviene, me parece, intentar alguna reflexión seria y realista, sin subirnos a las nubes ni quedarnos tampoco a ras de suelo. Para ello quizá tengamos que remontarnos a un espacio más amplio que el de la fe estricta, el del humanismo, matizado también de una forma determinante por el humanismo cristiano. Buscar una ética común y compartida –con un fundamento no necesariamente religioso- que se aplica coherentemente a nuestros problemas cotidianos a nivel social, y también y principalmente en su dimensión mundial. La autonomía y universalidad de la razón humana y de la conciencia moral servirán de suelo a este empeño inagotable.
Aquí tiene su arraigo, me parece, la especificidad cristiana, no tanto en cuanto a la materialidad de los hechos, a las acciones que llevamos adelante y a sus aplicaciones y resultados, sino más bien en la motivación, inspiración y sentido que damos al conjunto de nuestra vida desde la fe.
Algunos pasajes del evangelio, sin embargo, brillan con luz propia y pueden iluminar por entero la vida: el amor a los enemigos, la opción radical por los pobres, la búsqueda apasionada del Reino de Dios (entendido como comunicación con el Padre, relación personal con Jesucristo y compromiso por los hombres, y todo ello en la densa complejidad de la vida concreta y cotidiana), las bienaventuranzas… Lo cual hace que los creyentes puedan ser “sal de la tierra”, incorporando estas referencias nucleares a su equipaje humano y a su proyección social.
La relación con Dios tiene una dimensión globalizadora, como ha señalado Antoine Vergote en su magnífico libro “Modernidad y cristianismo” (PPC, 1999), y abarca todas las esferas de nuestra persona y de nuestra vida. Entre la razón moderna y la religión cristiana existe algo más que una simple correlación. La que se ha llamado “religión civil” se inspira en la religión cristiana, aunque no se agota en ella. Pero constituye un adecuado campo de expresión y de aplicación de las exigencias y estímulos de la fe. Esta hermandad y cercanía entre ambas “religiones” no puede sino beneficiar a ambas.
El abandono confiado en Dios y la rebeldía efectiva ante las injusticias del mundo son también dimensiones radicales de la vivencia creyente. Y que configuran la vertiente contemplativa de la fe y su dinamismo activo, en un equilibrio deseable que despliega toda su virtualidad transformadora, acompañada por la desnudez de esa misma fe y por la experiencia comunitaria.
Madrid, noviembre de 2007.