Los asuntos de la Iglesia -- Javier Sabadell

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El Plural

De Revolutionibus
Algo hay en el sentido de las cosas que impulsa a nombrarla con mayúscula. Iglesia. Me refiero, claro está, a la iglesia católica, acaso por aquello de la condición de Estado que ostenta el Vaticano. Hay pocos ejemplos tan controvertidos como determinantes en el devenir social de todas las épocas. No solamente de una de ellas.

Su determinación proviene, justamente, del hecho religioso humano. Un hecho al que se opta, o como sucede en nuestra sociedad más reciente, se rechaza, en un momento dado de la vida. Pero la Iglesia está ahí, siempre se manifiesta. Convertida en Estado, casi en ideología política, la ética que promueve, con un concepto de la moral humana basada en proyectar tras la muerte la recompensa por los actos producidos en vida, tarda mucho en cambiar. Cuando cambia. Sus movimientos son lentos, parsimoniosos, contradictorios e incoherentes con los tiempos. Sus movimientos, en verdad, corresponden no a su función social, sino a la función divina para la que se siente impelida.

En su, como siempre, clarividente análisis sobre la dura réplica de la Santa Sede a las peticiones de derecho decisorio dentro de la Iglesia, Enric Sopena enfatiza en un hecho que, siendo en sí mismo anecdótico, es de una relevancia enorme. Un hecho que parangona la esencia misma del Vaticano, tan poco tolerante con las contestaciones sociales y las necesidades humanas que no desean ni quieren ser satisfechas por el consuelo divino.

Un hecho que, como viene sucediendo desde hace ya muchos años, ejemplifica la enorme distancia que media ya entre la Iglesia y el devenir de la historia. No comprenden, no acaban de comprender acaso nunca, que los cambios sociales no pueden ser frenados. Que siendo una Iglesia fuerte y ejecutiva, ellos mismos iniciaron hace muchas décadas su propio cambio social. Que éste ya ha cumplido su vigencia.

Que el mundo reclama una Iglesia más cercana al sufrimiento real que a la ideología, más humana que espiritual, una Iglesia que, sin tener que abandonar su apostolado o su fe, encuentre fortaleza en el corazón del hombre cuya existencia es primero terrenal y luego, acaso, para quien así lo crea, eterna.

Especial atención merece el hecho, tan destacado como absurdo, de la continuada relegación de la mujer ante el hombre en lo que, a cuestiones eclesiales, se refiere. Porque uno puede empecinarse en mantener convicciones tradicionales, arcaicas, de una obsolescencia desigual y peregrina. Pero no advertir que la lenta y profunda agonía de la Iglesia, que no es otra que la inagotable crisis de fe en que vive el mundo desarrollado del siglo XXI, proviene justamente de su distancia ante quienes nutren la Iglesia, los propios feligreses, es casi un suicidio.

Vive la Iglesia muy feliz bajo el amparo de los gobiernos, siempre tan precavidos en no promover rupturas con un poder fáctico, que en tal cosa hace tiempo en que la Iglesia se convirtió. Cuando se ve amenaza, gusta de ahondar en su propia facticidad (que diría Heidegger) al tiempo que olvida, interesadamente, sus enormes intereses creados. Cuántas veces hemos escuchado en boca de los obispos desaprobar las críticas al Nuncio o a la Santa Sede porque, dicen, afectan al corazón humano donde nace su fe en Dios y en Jesucristo. Y qué pocas veces hemos comprobado que ejerzan ellos una profunda crítica interna que les lleve a superar la enormidad de su crisis y su cuestionamiento.

Es la Iglesia rémora de un poder que fue casi absoluto. Es la Iglesia una muy triste y confusa sombra de todo cuanto una vez pudo alcanzar. Y no alcanzó. Y justo es decirlo y cuestionarlo. De ahí que me haya gustado tanto el modo en que el análisis, al que me vengo refiriendo, se ha escrito.

Debo hacer mención también a un hecho que me parece inequívocamente justo. La Iglesia no son los hombres y mujeres creyentes, que defienden el mundo mejor en el que creen, con libertad y derecho a supeditar sus hechos sociales, ciudadanos, políticos y morales a la fe que profesan. Tal cosa, a mi modo de ver, les engrandece tanto como pudiera decirlo de un librepensador, un anarquista o un idealista.

La Iglesia, aparte de un Estado sito en Roma, e innumerables oficinas desplegadas por todo el globo, es también, y diría que ante todo, la protocolización sesgada de una fe, de una religión, reconvertida en un enormidad de sistema político, jerárquico y económico. Ocurrió hace mucho tiempo, y por eso tenemos ante nosotros la Iglesia que existe hoy en día. Pero ni es la única posible. Ni debería serlo jamás. Tener fe no es sinónimo de fundamentalismo, o integrismo. Galvanizar la fe para que no le afecte el avance de los tiempos, y convertirse con ello en incansables espías y torquemadas de las conciencias ajenas, sí. No son éstos tiempos para impedir una Reforma, también con mayúsculas, de una iglesia en minúsculas.

Javier Sabadell es científico y analista político