El “velo” de Shaima es un símbolo ambivalente que da que pensar. Por una parte, tras muchos juicios simplistas se oculta el prejuicio y el desconocimiento de las mujeres musulmanas. El velo no es más que un símbolo de opresión del que Occidente tiene que salvarlas. Desde esta perspectiva es inconcebible que una mujer adulta y libre se ponga el pañuelo, a no ser que haya decidido someterse voluntariamente a un estatus inferior que la degrada como ser humano. Pero no todas las mujeres que se cubren con el pañuelo son víctimas de la ignorancia y la costumbre, de la violencia islamista o de la presión de su comunidad, como piensan “los detractores del velo”.
Existe un colectivo creciente de mujeres que reafirman su identidad islámica y están comprometidas con los derechos de las mujeres. Mujeres formadas que han elegido libremente ponerse el pañuelo por razones religiosas y/o reivindicativas. Estas mujeres musulmanas rechazan tanto el Islam rigorista y patriarcal como un modelo de emancipación de la mujer al estilo occidental que les obligue a renunciar a su fe. Para ellas el debate en torno al pañuelo oculta otros problemas más urgentes que es necesario combatir: su estatuto jurídico en los países musulmanes y el monopolio de la interpretación de las escrituras sagradas y de la regulación de la vida social por parte de una jerarquía de hombres con una visión patriarcal.
Pero tampoco los “defensores del velo” pueden olvidar su dimensión política. Sociológicamente hablando autoras musulmanas distinguen el hiyab personal y el político. El “velo político” se caracteriza por la imposición de un modelo social determinado sobre la mujer. Fátima Mernissi en su artículo El velo y el terror plantea que las campañas a favor del velo en los ochenta forman parte de una estrategia infame para silenciar a los ciudadanos y frenar el proceso democrático. En primer lugar constituían un ataque a la democracia: obligada a ponerse el velo la mitad femenina de la población se hizo invisible como por arte de magia, volvió a la esfera doméstica y dejó de participar en la vida pública. En segundo lugar los gobiernos árabes evitan cualquier discusión de los graves problemas económicos distrayendo la atención al campo de la discusión religiosa. Por esto el comportamiento sexual de las mujeres (qué hacen con su cuerpo, si se peinan o se cubren el cabello) se discute en la televisión (controlada por el Estado) como si fuera una cuestión vital para la supervivencia de las naciones.
Otra de las cuestiones fundamentales que se oculta tras el velo es el conflicto entre el derecho de los ciudadanos a que se respete su identidad cultural y los límites de la tolerancia ante la diversidad cultural en las sociedades democráticas. ¿Hasta donde debe ser respetado ese derecho? Debe examinarse cuidadosamente cada caso para valorar si entra en colisión con los principios democráticos y con otros derechos fundamentales. Pero también es necesario un debate público más amplio sobre el modelo de convivencia que queremos los españoles en una sociedad culturalmente diversa.
Por último, tras el velo se oculta otro debate crucial: la relación entre la religión y la razón secular, y el papel de las religiones en el espacio público en las sociedades modernas. El Estado liberal defiende una neutralidad en asuntos religiosos tanto para mantener la tranquilidad y el orden como para proteger la libertad de fe y conciencia. ¿Puede entonces imponer el Estado a los ciudadanos la separación total de la dimensión pública y privada de su existencia? ¿Basta con recluir lo religioso al ámbito de lo privado para resolver los conflictos? Por otra parte, ¿son las religiones capaces de tener una presencia pública no impositiva que respete la conciencia de los que piensan de forma diferente? En un artículo reciente, Una conciencia de lo que falta. Sobre fe y saber, el filósofo Jürgen Habermas plantea la necesidad de una confrontación autocrítica de la razón secular con las convicciones de fe y viceversa. Se trata un proceso de aprendizaje mutuo que exige superar una ilustración de miras estrechas que niega a la religión todo contenido racional y una concepción fundamentalista de la religión. La religión no sólo debe renunciar al poder político y a la coacción de la conciencia para imponer verdades religiosas. La conciencia religiosa ha de volverse reflexiva y entrar en diálogo constructivo con otras cosmovisiones y con las ciencias para buscar el bien común.
Es pues insuficiente pretender zanjar la cuestión de la presencia de los símbolos religiosos en el espacio público con un reglamento escolar sin entrar en un debate más profundo. Un debate en el que participen todos los afectados y pueda llegarse a consensos amplios que fortalezcan los valores democráticos respetando los derechos culturales y religiosos. Un debate público que en nuestro país todavía no ha tenido lugar y que es urgente y necesario.