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LAS HIJAS DE EVA BUSCAN SU SITIO

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La Vanguardia

Un ‘techo de cristal’ en la Iglesia impide a las religiosas acceder a puestos relevantes que no exigen ser sacerdote. Miles de religiosas opinan que su labor no tiene por qué ser conocida ni gozar de visibilidad. Rara vez ocurre, pero una mujer podría tener cargos en las curias, ser nuncio y, en teoría, hasta cardenal.

En año y medio de pontificado, Benedicto XVI ha tomado la palabra en apenas dos ocasiones sobre el papel de la mujer en la Iglesia católica, un papel escaso en poderes si se compara con la magnitud de su presencia numérica y con la calidad de su labor callada, que suele hacerse abruptamente visible cuando alguna religiosa misionera cae asesinada en África. El pasado marzo, en un encuentro con párrocos romanos, el Papa habló de “nuevos espacios y funciones que podrán abrirse a las mujeres en la Iglesia”, y luego en agosto, en una entrevista con televisiones alemanas en vísperas de su viaje a Baviera, reiteró la negativa eclesial a la ordenación sacerdotal femenina, pero recordó que “no hay que pensar tampoco que la única posibilidad de tener un papel de relieve en la Iglesia es ser sacerdote”.

A muchas de las 767.459 religiosas del mundo (datos del 2004, últimos disponibles en la Santa Sede) debieron de sonarles estas palabras a promesa bella y poco concreta. Pese a lo que podría parecer por la abrumadora presencia televisiva de alzacuellos y mitras, la Iglesia católica en cifras es mayoritariamente femenina; componen su estructura un 60,6% de mujeres, organizadas en distintas órdenes religiosas, frente a un 39,4% de hombres, entre sacerdotes, obispos, religiosos no sacerdotes, y diáconos.

Pese a ello, el gobierno eclesial, la toma de decisiones, y la visibilidad pública de la institución están casi exclusivamente en manos de los varones, y toda opción de las mujeres consagradas por acceder a puestos relevantes topa con un techo de cristal –ese obstáculo invisible, casi siempre mental o de inercia– mucho más cercano al suelo del que soportan sus compañeras de la vida civil. Este bloqueo se produce no sólo en ámbitos vedados a las mujeres porque conllevan la administración de sacramentos y que, en correcta aplicación de la norma, deben ser ocupados por sacerdotes, sino que se da también en áreas sin responsabilidad sacramental. Una mujer podría ocupar ciertos cargos en la curia romana y en las curias diocesanas del mundo; ser nuncio (embajador), o rectora de una Universidad Pontificia o decana de una facultad; y el Papa podría incluso designarla cardenal, título al que en teoría también un varón laico puede aspirar. Sin embargo, ocurre rarísimamente.

La gerundense Míriam Díez i Bosch, profesora de Periodismo en la Pontificia Universidad Gregoriana y experta en mujer en la Iglesia, constata cómo cada vez hay más teólogas –religiosas y laicas– dando clases en las facultades eclesiásticas, pero sin ocupar puestos en la cúpula. “Es un problema de estatutos –explica Díez–. Las universidades pontificias han sido tradicionalmente confiadas a congregaciones religiosas masculinas, como la Gregoriana a los jesuitas, la Angelicum a los dominicos, la Marianum a los Siervos de María, laTeresianum a los carmelitas descalzos o la Regina Apostolorum a los Legionarios de Cristo…, y por tanto los cargos directivos recaen en miembros de la congregación, es decir, en hombres y sacerdotes”. En este caso, la traba legal no tiene relación alguna con exigencias sacramentales.

En el Vaticano, la ausencia femenina en las alturas impresiona al observador contemporáneo. De los veinte Congregaciones y Pontificios Consejos –organismos más o menos equivalentes a los Ministerios en el Gobierno de un país–, sólo uno, la Congregación para la Vida Consagrada, cuenta con una mujer en un puesto relevante: en el 2004 Juan Pablo II nombró subsecretaria –es decir, número tres– de ese dicasterio a la salesiana italiana Enrica Rosanna. Por primera vez en la historia, una mujer accedía a un cargo con poder jurisdiccional. “Unos dos tercios de la vida religiosa es femenina, pero la visibilidad del general de una orden masculina es mayor que la de una general femenina; el trato no es igual –comenta la religiosa Toya Castejón, secretaria general de la Unión Internacional de Superioras Generales (UISG), que agrupa a 1993 superioras de todo el mundo–. Por eso fue muy positivo y una gran alegría que nombraran a Enrica Rosanna. En la Santa Sede, en la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, había por fin una mujer con derecho a voto”.

La otra figura femenina importante en el universo eclesial es la laica estadounidense Mary Ann Glendon, jurista, que en 1994 se convirtió en la primera mujer que preside la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales. Al poco, se encendieron sobre ella los reflectores al encabezar la delegación vaticana en la Conferencia Mundial sobre la Mujer que la ONU celebró en Pekín en 1995. En la Santa Sede existe también un pequeño departamento de la mujer en el Pontificio Consejo de los Laicos, del que se ocupa la teóloga peruana Rocío Figueroa, pero ahí termina la responsabilidad de las hijas de Eva en la curia romana, donde las mujeres desempeñan tareas más bien administrativas, sobre todo secretariado y traducción; de consultoría sobre algunos temas; y de servicio doméstico.

Religiosas y laicas componen un aparato logístico apenas perceptible, que limpia, cocina y gestiona la vida cotidiana de cardenales, arzobispos, prefectos y monseñores. Similar situación se da en más de una parroquia romana, donde ese trabajo de las religiosas puede estar muy mal retribuido, y en catedrales e iglesias de toda la cristiandad, donde mujeres consagradas tienen las sacristías como los chorros del oro y planchan con esmero las casullas del sacerdote. “Parte de la invisibilidad femenina en la Iglesia es querida por las mismas mujeres –tercia Míriam Díez, que publicará en breve un libro sobre evolución de la teología feminista–. Miles de religiosas consideran que el trabajo que realizan no tiene por qué ser conocido ni publicitado. Otras miles de mujeres están contentas con su rol en la casa y la familia. Pero hay muchas mujeres que reclaman su papel en una Iglesia que no las tiene en cuenta.”

No hay estadísticas exactas sobre cuántos de los 1.098 millones de católicos del mundo son mujeres, pero todo indica que son ellas las más practicantes. Si un buen día se plantaran y no fueran a misa, los templos quedarían semivacíos, como dijo tiempo atrás la profesora de Filosofía Montserrat Coll, evocando una suerte de huelga de misas. “La Iglesia nos valora y valora el trabajo, a veces heroico, que hacemos las religiosas, pero no le es fácil romper o modificar estructuras.

Jesús sí lo hizo, y no dudó en romperlas al encargar a María Magdalena que fuera a sus discípulos a decirles que los esperaba en Galilea. La Magdalena recibe el encargo de anunciar su resurrección”, reflexiona Toya Castejón, al recordar el silencioso aprecio a la labor de religiosas en escuelas y hospitales, en el cuidado de niños y ancianos, en la asistencia a pobres e inmigrantes, y en las misiones en países conflictivos. En ese carisma alcanzó mundial reconocimiento, eclesial y civil, la fallecida Madre Teresa de Calcuta, la religiosa más influyente
del siglo XX, ganadora del Premio Nobel de la Paz, y beatificada por Juan Pablo II. Con todo, su modelo quedaba lejos del ejercicio del poder, que la Iglesia reserva aún casi exclusivamente a los hombres.

El no definitivo a la ordenación femenina

Juan Pablo II zanjó en 1994 la reactivación del debate sobre la ordenación sacerdotal femenina con la carta apostólica Ordenatio sacerdotalis, en la que decía así: “Declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”. El Pontífice polaco recogía la argumentación realizada en 1976 por Pablo VI en la declaración Inter insigniores, que esgrime una serie de razones para rechazar la hipótesis de que la mujer fue excluida del sacerdocio por motivos culturales, sociológicos y de contexto histórico.

La Iglesia católica sostiene que no está en su mano ordenar mujeres porque, según el Nuevo Testamento, Jesucristo escogió como apóstoles sólo a varones; porque la tradición de la Iglesia le ha imitado al seguir ese patrón; y porque, en coherencia con lo anterior, el magisterio eclesial ha establecido que esta exclusión forma parte del plan divino. La Iglesia ve otra muestra de ese plan de Dios para la mujer en el hecho de que la Virgen María no recibiera la misión propia de los apóstoles, pese a ser una figura importantísima en el cristianismo. La Ordenatio sacerdotalis cerró en teoría definitivamente la puerta a la ordenación sacerdotal femenina, que sí existe en otras confesiones cristianas no católicas.

Pocos años antes, en 1988, Juan Pablo II había dedicado un amplio texto de magisterio pontificio a las mujeres, Mulieris dignitatem; el Papa optó por darle forma de carta apostólica, no de encíclica, un documento de mayor rango. En Mulieris dignitatem, Juan Pablo II analiza “la dignidad y la vocación de la mujer” según la perspectiva católica y da gracias “por todas las manifestaciones del genio femenino”, en el que ve una cualidad especial para las relaciones humanas y la devoción al prójimo. Algunas voces críticas vieron en este análisis una consolidación del modelo de mujer abnegada, volcada en la atención a la familia y a los demás, situada siempre en segundo plano.

En 1995, con motivo de la Conferencia Mundial sobre la Mujer de la ONU en Pekín, Juan Pablo II escribió una Carta a las mujeres y les dedicó elogios por sus papeles –en este orden– de madre, esposa, hija, hermana, trabajadora y religiosa consagrada. En el texto admitía también “responsabilidades objetivas de no pocos hijos de la Iglesia” en la discriminación sufrida por la mujer en la historia.

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