¿Cuál es la cuestión fundamental puesta en juego en la afirmación de la Sagrada Congregación de la Doctrina de la Fe, de la Iglesia Católica Romana, acerca de que sólo la Iglesia Católica es plenamente la Iglesia de Cristo? Yo pienso que no es la discusión sobre cuál es la «verdadera» Iglesia de Cristo o cuál es el verdadero sentido del concepto «subsiste» en la afirmación del Concilio Vaticano II de que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica. Como tampoco lo es la dificultad que este tipo de documento trae al diálogo ecuménico.
Estas dos cuestiones son importantes, pero, en mi opinión, no son fundamentales y no deben convertirse en el punto central de nuestras reflexiones y de los diálogos en este momento histórico.
Si gastamos mucho tiempo y energía discutiendo estas cuestiones, estaremos cayendo en la «trampa» – armada consciente o inconscientemente – por aquellos que proponen el documento. Es decir, estaremos siguiendo la pauta puesta sobre la mesa por la Sagrada Congregación.
A pesar de ser importantes las reflexiones sobre el sentido de «subsiste» (y aquí quiero destacar la reflexión realizada por L. Boff, «¿Quién subvierte el concilio: L. Boff o el cardenal J. Ratzinger?», que está circulando en Internet), necesitamos recordar que la verdad (teológica o no) no es prisionera sólo de la ignorancia, sino también de la injusticia y del pecado (cf Rom 1,18). Si la ignorancia fuese la única causa de la no-verdad, una buena discusión iluminaría a todos en el camino de la verdad. Pero, las verdades teológicas, éticas y existenciales son, la mayoría de las veces, prisioneras de la injusticia, de la voluntad de dominación y prepotencia. Personas y grupos que buscan la dominación sobre el otro o su auto-afirmación a través de la negación del otro «conocen» de modo diferente que las personas y grupos que buscan la cooperación y el diálogo alrededor de problemas comunes y con el objetivo de convivencia fraterna.
Lo más importante en este momento histórico tampoco es reconstruir la unidad institucional del cristianismo, pues el objetivo principal del diálogo ecuménico no es éste. Es decir, yo pienso que sociológicamente hablando la creación o reconstitución de una única iglesia cristiana en el mundo no es factible, y teológicamente, esto sería un gran empobrecimiento. La multiplicidad y la diversidad de las iglesias y comunidades cristianas son expresiones de la riqueza y complejidad de las acciones del Espíritu en medio de nosotros. La unidad – espiritual y no institucional – debe darse en torno del servicio a los pobres, en la lucha por la construcción de nuevas relaciones interpersonales y sociales que sean señales de la presencia del Reino de Dios entre nosotros.
Si el debate a partir o en torno del documento de la Sagrada Congregación de la Doctrina de la Fe queda enfocado en la discusión sobre la Iglesia, estaremos perdiendo de vista lo que es fundamental para el cristianismo: el anuncio del Reino de Dios y la lucha en favor de los pobres y de las víctimas de dominaciones y opresiones. Queda claro que necesitamos también debatir cuestiones sobre las Iglesias cristianas, pero siempre en función de nuestra misión de anunciar el Reino. Discutir cuestiones eclesiales desvinculadas del Reino de Dios y de la opción por los pobres es caer en la trampa de aquellos que quieren hacer de la Iglesia el tema central y así trasladar a segundo o tercer plano el clamor de los pobres y de las víctimas. Se concentran en la discusión sobre la Iglesia «en sí» las personas que perdieron de su horizonte de fe el Reino de Dios y, por eso, no les queda otro camino que buscar la seguridad personal en la absolutización de la institución religiosa a la que pertenecen.
Recuerdo ahora una lección que aprendí de mi profesor Julio de Santa Ana. ?l me dijo una vez que la Teología de Liberación había comenzado su declinación cuando pasó a discutir más sobre la Iglesia que sobre Dios y su Reino. Otro maestro, Hugo Assmann, también me había dicho que uno de los problemas de la Teología de Liberación era que se había convertido en demasiado católica, que los problemas internos institucionales de la Iglesia Católica estaban convirtiéndose en un asunto central en muchas reuniones y textos de los teólogos/as de liberación, mientras que las reflexiones teológicas ligadas con y nacidas de los desafíos de las luchas por la vida y la dignidad de los pobres y las víctimas estaban perdiendo espacio.
Para evitar malentendidos sobre ésta, mi posición, quiero decir que nací en una familia católica (mis padres recibieron el sacramento del bautismo en Corea del Sur mientras mi madre ya estaba esperándome), fui educado religiosamente como católico, continúo siendo católico y me considero un teólogo de liberación. Fue leyendo y meditando a los maestros espirituales del catolicismo que aprendí que lo más importante es seguir a Jesús en el amor y la compasión por las personas que sufren y, por eso, luchar por una sociedad más humana y justa. Aprendí también que la salvación eterna no está garantizada por pertenecer a la «verdadera Iglesia de Cristo» ni por haber luchado en favor de los pobres, pero sí una gracia que esperamos de Dios. Aprendí también que sólo abdicando de la certeza sobre nuestra imagen de Dios o de nuestra Iglesia y religión es que podemos evitar la idolatría y vivir la fe.
Traducción: Daniel Barrantes – barrantes.daniel@gmail.com
Jung Mo Sung es profesor de postgrado en Ciencias de l Religión de la Universidad Metodista de San Pablo y autor de Sementes de esperança: a fé em un mundo em crise