El Papa es el que nombra y destituye a los obispos, siguiendo los informes que le presenta la Sagrada Congregación de Obispos, órgano vaticano encargado de recopilar las diferentes ternas que, en cada país, confecciona cada Nunciatura Apostólica a solicitud de los diferentes obispos del mundo, que envían, cuando así se les solicita, una serie de candidatos que ellos consideran adecuados. Este sistema se ha mostrado ciertamente ineficaz a la hora de elevar a la máxima dignidad sacerdotal a individuos que han abusado sexualmente de los más pequeños confiados a su cuidado pastoral.
Es más, la política de nombramientos llevada a cabo durante el pontificado de Juan Pablo II y de su antecesor Pablo VI, se ha demostrado ya como un completo fracaso. Y es que cada obispo presenta a los de su cuerda para ser sus sustitutos, imposibilitando así una real renovación en la jerarquía.
Y no sólo a raíz de las últimas dimisiones episcopales, sino que éstas no han hecho sino reafirmar un sentimiento ciertamente generalizado en muy diversos ambientes eclesiales, que han tenido que soportar durante décadas el Gobierno de prelados que se han destacado más por sus preocupaciones políticas o temporales que por su fidelidad al Evangelio de Cristo. Es el caso, en España, por ejemplo, de varios de los máximos responsables de las diócesis catalanas o vascas.
Sin ir más lejos, baste ahora recordar la remodelación episcopal emprendida por el Papa Benedicto XVI en esta región del norte de España, tan alabada por esos mismos sectores eclesiales, y que no podría entenderse sin hacer una autocrítica de lo que sucedió anteriormente durante el pontificado de Juan Pablo II, donde, obispos como Setién, gozaban del pleno respaldo por parte del Vaticano. Y es que, lamentablemente, es imposible alabar lo uno sin hacer autocrítica de lo primero. Al menos, sin caer en la esquizofrenia del pensamiento.
Y en lo que se refiere a la conformación de la Curia, llama poderosamente la atención el grupo de cardenales absolutamente impresentables de los que se está rodeando Benedicto XVI. Comenzando por el secretario de Estado, monseñor Tarcisio Bertone, que cada vez que viene a España para darse un baño de multitudes con los mismos políticos que, un día tras otro, atacan sin piedad a los católicos que vivimos en este país, antes llamado España.
Lo del arzobispo italiano Rino Fisichella, si llegan a cumplirse los rumores recogidos por el vaticanista Andrea Tornielli en el periódico Il Giornale, no habrá alma que se lo explique. Este prelado, cuya actuación fue absolutamente lamentable en el «caso Recife» puede ser ahora un nuevo super-ministro al servicio de la «Nueva Evangelización». Algo que, desde luego, nadie entendería; y menos sus compañeros de la Pontificia Academia para la Vida, que han pedido su «cabeza» en más de una ocasión.
Así las cosas, y una vez que se han cumplido cinco años de la elección de Benedicto XVI, es hora de hacer balance de algunos asuntos del Gobierno interno para sacar conclusiones que nos ayuden a todos a mejorar. Desde luego, y en vista de los diferentes escándalos es necesaria una remodelación interna de las principales «cabezas» de la Santa Sede. Unas por ineficaces, las otras por no seguir fielmente las indicaciones del Papa. Es lamentable comprobar como se lanzan cuchillos unos a otros.
Baste recordar, en este sentido, el enfrentamiento entre el jefe de Prensa, el jesuita Federico Lombardi y el antiguo responsable de la Comisión Ecclesia Dei, quien recientemente, además, se ha visto implicado en un nuevo escándalo con motivo de la filtración de una carta que envió, con el permiso de Juan Pablo II, a los obispos de todo el mundo para agradecer la actuación de uno de ellos en un caso de presunto encubrimiento de un delito de pederastia cometido en su diócesis. Pero, ¿quién habrá filtrado esa comunicación que tanto daño ha causado al cardenal Castrillón de Hoyos?
Las cosas están así y el panorama, desde luego, no es nada esperanzador. Pocos nombramientos se han producido que realmente hagan pensar en un cambio de dirección en Roma. Y desde luego, en las diócesis, las cosas no están mejor. El panorama es ciertamente cada vez más confuso y son miles los fieles que abandonan cada día la Iglesia debido a que no encuentran en ella respuesta a las preguntas que se formulan ni apoyo en las dificultades que atraviesan.
De seguir así las cosas, el futuro se presenta muy negro para los católicos, que ciertamente, y al menos en Europa, estaremos claramente en minoría con respecto a otras confesiones cristianas y, desde luego, con respecto al Islam, que continúa su imparable ascensión al top 1 de la fe en el mundo. De ser la Iglesia Católica corremos el serio peligro de convertirnos en una secta más, en muy pocos años.
Hace falta un cambio de rumbo, un giro de timón. Y este, desde luego, empieza por las cabezas. Por los generales de la Iglesia. Por aquellos que tienen la capacidad de tomar decisiones y exigir responsabilidades. Hacen falta obispos valientes, que se ganen el sueldo cada día, que luchen por su gente y por la cruz de Nuestro Señor, sin miedo al que dirán ni a las consecuancias de sus actuaciones responsables y llenas de fortaleza.
Desde luego, lo que sobran son obispos calladitos, con modales de mujercillas apocadas, que no quieren levantar revuelo ni hacer lo que tienen que hacer. De esos en España, además, tenemos para dar y regalar. ¿Alguien los quiere?