Enviado a la página web de Redes Cristianas
Después de la indignación desde la que suelo escribir públicamente sobre política o sobre sociología política es saber de antemano que quienes van a leerlo, en la mayoría de los casos, están más o menos de acuerdo, y que quienes no están de acuerdo, no van a leerlo.
Pues bien, cualquier mediano observador advierte hasta qué punto se nota el ayuno de política durante los 35 años que duró la dictadura. Una dictadura que detentó el poder el tiempo suficiente como para convertir su fascismo de raíz en una ideología con los rasgos de tal, pero con el toque personal del dictador hasta fraguar en un pensamiento a la española acuñado en lo que ya llamamos franquismo.
En estas condiciones y a partir de ese ayuno, no cabe duda de que la política en España, mucho más que en los países de la Vieja Europa, es un juguete para adultos, no el instrumento indispensable para organizar la convivencia pacífica. No hay adversarios. Los que pugnan por apoderarse del poder son enemigos desarmados. No asoma en general en los políticos el espíritu de servicio público que ennoblece esa actividad. El resorte que actúa en la rivalidad no son propiamente los esfuerzos por conseguir la confluencia entre rivales, sino el empeño en destacar las discrepancias, las diferencias propias del dualismo entre la materia y el espíritu, entre el orden físico y el orden moral, entre el conocer y el querer, entre el yin y el yang…
Si en todas partes donde el marco político es la democracia burguesa ocurre lo mismo: (unos políticos presentando y propulsando sus soluciones, sus medidas, sus promesas pensando exclusivamente en sí mismos y si acaso en los que pertenecen a su misma clase social, y otros pensando en los más desfavorecidos en el reparto de la tarta económica, en los maltratados por la fortuna, por el azar y por las trabas que han encontrado siempre los de su misma o cercana clase social), en España la polaridad alcanza niveles de belicismo sin armas. No extraña. La sombra arrojada, primero por una guerra civil y luego por la dictadura en la que desembocó el triunfo de un bando, llega hasta hoy, y el espíritu de enconamiento permanece más o menos larvado. Los herederos de los ganadores que medraron todo cuanto desearon en el transcurso de la dictadura, se sentaron ya desde entonces en los mejores asientos de la platea para presenciar el espectáculo de una mediocre o mala democracia y para participar en él, y los herederos de los perdedores, en los asientos del gallinero. Permaneciendo más o menos inalterables las posiciones de unos y otros, con las excepciones de siempre que hay en toda regla general.
En todo caso, si la política en otros países es una superestructura a duras penas manifiesta para la ciudadanía salvo en momentos puntuales por decisiones u omisiones precisas que afectan a más o menos población, en España es esa misma superestructura, pero coartando cualquier otra preocupación. En la ciudadanía opera como una permanente causa de enfrentamiento y desasosiego, y para los medios es una fuente inagotable de recursos. No les interesa a estos una democracia aburrida, sin aristas ni escándalos. Y si la atención que constantemente reclaman los políticos aunque sea para poner de manifiesto sus estupideces o su permanente falta de coherencia personal declina, ya se encargan los medios de comunicación de activar los desencuentros entre rivales para que no decaiga la fiesta del despropósito sin solución de continuidad…
La mentira y la falsedad, el decir y el desdecirse, el prometer e incumplir de la clase política, que en otros países se penaliza políticamente con mayor gravedad que cualquier otra conducta, en España es el caldo de cultivo de la promoción. Parece como si, además, gran parte del electorado la aplaudiese y la estimulase. La política con minúsculas y la Política con mayúsculas son dos espacios de la actividad social devaluados constantemente justo por la clase política española o por gran parte de ella. Hasta el extremo de que no debiera escandalizarnos tanto que dos partidos se hayan aproximado de puntillas para competir. Uno, hace pocos años, para denunciar la corrupción de un partido, pero principalmente los sonrojantes incumplimientos y miserias del otro de la alternancia. El otro partido, reciente, para desalojar a los malhechores del muy cercano a su ideología, y de paso a su rival en el turnismo, para aventajar después a ambos y debilitar la médula de la democracia hasta hacer retornar a la sociedad a una forma dictatorial colegiada, solicitada o consentida por la propia ciudadanía…
30 Abril 2019