La política como lacra -- Jaime Richart, Antropólogo y jurista

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Enviado a la página web de Redes Cristianas

Después de la indignación desde la que suelo escribir pública­mente sobre política o sobre sociología política es saber de ante­mano que quienes van a leerlo, en la mayoría de los casos, están más o menos de acuerdo, y que quienes no están de acuerdo, no van a leerlo.

Pues bien, cualquier mediano observador advierte hasta qué punto se nota el ayuno de política durante los 35 años que duró la dictadura. Una dictadura que detentó el poder el tiempo sufi­ciente como para convertir su fascismo de raíz en una ideología con los rasgos de tal, pero con el toque personal del dictador hasta fraguar en un pensamiento a la española acuñado en lo que ya llamamos franquismo.

En estas condiciones y a partir de ese ayuno, no cabe duda de que la política en España, mucho más que en los países de la Vieja Europa, es un juguete para adultos, no el instrumento indis­pensable para organizar la convivencia pacífica. No hay ad­versarios. Los que pugnan por apoderarse del poder son enemi­gos desarmados. No asoma en general en los políticos el espíritu de servicio público que ennoblece esa actividad. El resorte que actúa en la rivalidad no son propiamente los esfuerzos por conse­guir la confluencia entre rivales, sino el empeño en desta­car las discrepancias, las diferencias propias del dualismo entre la materia y el espíritu, entre el orden físico y el orden moral, en­tre el conocer y el querer, entre el yin y el yang…

Si en todas partes donde el marco político es la democracia bur­guesa ocurre lo mismo: (unos políticos presentando y propul­sando sus soluciones, sus medidas, sus promesas pen­sando exclu­sivamente en sí mismos y si acaso en los que pertenecen a su misma clase social, y otros pensando en los más desfavoreci­dos en el reparto de la tarta económica, en los maltratados por la fortuna, por el azar y por las trabas que han encontrado siempre los de su misma o cercana clase social), en España la polari­dad alcanza niveles de be­licismo sin armas. No extraña. La som­bra arrojada, pri­mero por una guerra civil y luego por la dicta­dura en la que des­em­bocó el triunfo de un bando, llega hasta hoy, y el espíritu de enco­namiento permanece más o menos lar­vado. Los herederos de los ganadores que medraron todo cuanto desearon en el trans­curso de la dictadura, se sentaron ya desde entonces en los mejo­res asientos de la platea para presenciar el es­pectá­culo de una me­diocre o mala democracia y para partici­par en él, y los herede­ros de los perdedores, en los asientos del gallinero. Perma­neciendo más o menos inalterables las posicio­nes de unos y otros, con las excepciones de siempre que hay en toda regla ge­neral.

En todo caso, si la política en otros países es una superestruc­tura a duras penas manifiesta para la ciudadanía salvo en momen­tos puntuales por decisiones u omisiones precisas que afectan a más o menos población, en España es esa misma super­estructura, pero coartando cualquier otra preocupación. En la ciudadanía opera como una permanente causa de enfrenta­miento y desasosiego, y para los medios es una fuente inagota­ble de recursos. No les interesa a estos una democracia aburrida, sin aristas ni escándalos. Y si la atención que constantemente re­claman los políticos aunque sea para poner de manifiesto sus estu­pideces o su permanente falta de coherencia personal de­clina, ya se encargan los medios de comunicación de activar los desencuentros entre rivales para que no decaiga la fiesta del des­propósito sin solución de continuidad…

La mentira y la falsedad, el decir y el desdecirse, el prometer e incumplir de la clase política, que en otros países se penaliza polí­ticamente con mayor gravedad que cualquier otra conducta, en España es el caldo de cultivo de la promoción. Parece como si, además, gran parte del electorado la aplaudiese y la estimu­lase. La política con minúsculas y la Política con mayúsculas son dos espacios de la actividad social devaluados constante­mente justo por la clase política española o por gran parte de ella. Hasta el extremo de que no debiera escandalizarnos tanto que dos partidos se hayan aproximado de puntillas para compe­tir. Uno, hace pocos años, para denunciar la corrupción de un par­tido, pero principalmente los sonrojantes incumplimientos y miserias del otro de la alternancia. El otro partido, reciente, para desalojar a los malhechores del muy cercano a su ideología, y de paso a su rival en el turnismo, para aventajar después a ambos y debilitar la médula de la democracia hasta hacer retornar a la so­ciedad a una forma dictatorial colegiada, solicitada o consentida por la propia ciudadanía…

30 Abril 2019