O el caballo que Gadafi le regaló a Aznar ha salido peor que el mustang del malo de los western de Ronald Reagan; o a ZP le enojó sobremanera que no le regalase otro cuando recibió también al líder libio con honores de Jefe de Estado. No sería comprensible, bajo ningún otro supuesto, que España mantenga su participación en la ofensiva contra Libia que ha dejado de responder, desde hace mucho, a los estrictos límites planteados por la resolución 1973 de Naciones Unidas.
Aquí ya no se trata, como rezaba su texto, de que la OTAN abra una zona de exclusión aérea para impedir que la aviación militar libia machaque a su propio pueblo. Dicho acuerdo se ha utilizado como una formidable pantalla a favor de los rebeldes. Así, esa amalgama en la que cabe la indignación real, la frustración de décadas, la nostalgia del colonialismo, el empleo con cargo a las agencias occidentales y la fascinación yihadista, ha logrado el apoyo del Séptimo de Caballería hasta cercar Trípoli.
Cierto es que, según parece, la participación occidental no ha tomado tierra sino que se ha limitado, en esta guerra, a tomar partido desde los cielos; como si nuestros cazas fueran superhéroes de Marvel dispuestos a acabar con el Duendecillo Verde, ese supervillano al que el antiguo primer mundo ha condenado y rehabilitado sucesivamente. En alguna cuadra remota, relinchan ahora los favores que prestara a Londres, a París, a Roma, a Washington o a Madrid, para ganar el favor de sus antiguos enemigos. Sin embargo, mientras la aviación aliada husmea su búnker o su jaima, no sólo arde Libia sino también el prestigio de la ONU. Aunque a nadie parezca importarle ni una cosa ni otra.