Desde hace un tiempo prolongado (todo el periodo de la legislatura socialista) asistimos, entre admirados y apenados, a un enfrentamiento declarado entre jerarquía y poder, entre Iglesia jerárquica y Estado. Los obispos españoles se han propuesto tropezar no una ni dos veces con la misma piedra: la asignatura de Educación para la Ciudadanía, y se sienten satisfechos en esa actitud próxima al anatema.
Puede ser que el episcopado español esté en comunión con el papa Benedicto XVI y su cruzada contra el relativismo y el laicismo, pero tal vez los prelados que tienen sus oídos pegados al teléfono romano no se percatan de que su distanciamiento del rebaño o del pueblo de Dios es cada día mayor. En definitiva, que los buenos obispos españoles se están quedando solos en este último desafío entre un Estado laico, pero respetuoso, y una grey que piensa, como la Conferencia o Federación Española de Religiosos de la Enseñanza que ha expresado su disposición a actuar según se espera que lo hagan los ciudadanos de un Estado democrático: cumpliendo la ley.
La organización que aglutina a la mayoría de los colegios católicos considera esta polémica sobre la Educación para la Ciudadanía desenfocada y desproporcionada. Y esta contraria actitud de la Federación de Religiosos de la Enseñanza, que supone el 32% de la enseñanza total en España, no agrada ni poco ni mucho a los purpurados españoles, quienes sostienen con una machaconería de estilo inquisitorial que impartir la asignatura en un centro, aunque éste sea público, es «colaborar con el Mal». Los obispos han adoptado la misma teología militar del presidente norteamericano Bush en su particular cruzada con el Mal. Así, con mayúscula.
¡Qué lejos o qué desviados están los pastores españoles del espíritu de aquella oración que rezan los sacerdotes en sus horas canónicas!: que no le falte a la grey la solicitud de sus pastores, ni a éstos la obediencia y la lealtad de sus fieles o rebaño. Diríase que solicitud y obediencia van por distintos caminos hasta perderse en un alejamiento sin retorno, por ahora.
Cuando todo un episcopado ha asumido su papel de denuncia constante y alerta a sus escasos oyentes del alarmante laicismo de la sociedad, considerándolo el «drama de nuestro tiempo», habrá que concluir que en ese pesimismo clerical y en ese tono apocalíptico alguna responsabilidad tendrán los propios pastores. O que en ese desencuentro entre Iglesia y sociedad hace tiempo que se rompieron los puentes del diálogo con el mundo o con los hombres de nuestro tiempo, que buscó con tanto acierto el Concilio Vaticano II. Da la sensación de que el grandioso espíritu de conciliación y de búsqueda de las «semillas del Verbo» que señaló aquel acontecimiento religioso que conmovió al mundo y lo llenó de esperanzas se haya esfumado o liquidado por este reciente retorno al integrismo, por esta obsesión enfermiza de ver lo malo en el ojo ajeno y de inmediato, condenarlo.
Nuestro mundo o sociedad secularizados necesitan urgentemente otras terapias y otras pastorales, mucho más abiertas e imbuidas de un contenido conciliador, de aquel talante señalado por el gran Camus: «En todo hombre hay más cosas de admiración que de vituperio». Toda cruzada o campaña que arranca con la convicción absoluta de que «nosotros» defendemos y portamos la verdad y los contrarios a «nosotros» el error y el mal está condenada al fracaso y a la sospecha de que quien se cree dueño de la verdad termina por no ser creído. A los que todavía tenemos un átomo de eperanza en la renovación impulsada por el Vaticano II, que todavía no se ha aplicado en sus tres cuartas partes, nos queda como recurso que estas tentativas del viaje al integrismo, a la verdad absoluta, sean expediciones de corto recorrido, más parecidas a una nostalgia de tiempos pasados y de homilías adormecedoras que profundas sacudidas o despertar a viejas manías eclesiásticas.
Si hoy se detecta un despertar de las religiones o, mejor, de los movimientos religiosos, pero con una carga de integrismo excluyente, como en el caso del islamismo y de ciertos movimientos fundamentalistas en los Estados Unidos, como los descritos por Gilles Kepel en La revancha de Dios , no nos gustaría que ese viaje al integrismo sea el de la Iglesia en España. Pero mucho nos tememos que en ese viaje vayan tan contentos nuestros obispos españoles cantando su cruzada contra el Mal.