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La nueva ola progresista: entre la moderación y una derecha intolerante -- Raúl Zibechi

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Desde 2018, en América Latina se han registrado seis triunfos de fuerzas de izquierda, una auténtica segunda ola de gobiernos progresistas que lo tendrá aún más difícil que la primera.
En algunas ocasiones, un resultado electoral enmascara el panorama político en
vez de clarificarlo ya que, desgajado del entorno y de la relación de fuerzas
existente, puede confundir a quienes lo observen desde la distancia.

Con el paso del tiempo, cuando las corrientes profundas de la sociedad hacen su inexorable trabajo, las posibilidades de cambios se verán mermadas y hasta anuladas.
En los análisis de las recientes victorias electorales progresistas, se suele omitir
que llegan a palacio sin mayorías parlamentarias, en sociedades profundamente
divididas, donde las derechas se han fortalecido al punto de poder vetar los
cambios.

Sin olvidar dos hechos adicionales: que los mercados globales juegan en contra
de la más pequeña modificación de las reglas del juego y que las fuerzas
progresistas a menudo no tienen ni la voluntad ni las propuestas adecuadas para
modificar la realidad que heredan.

En muy poco tiempo en América Latina se han registrado seis triunfos de
fuerzas de izquierda y progresistas, desde 2018: Andrés Manuel López
Obrador en México, seguido por Alberto Fernández en Argentina, Luis Arce
en Bolivia, Pedro Castillo en Perú y, sólo a lo largo de este año, Xiomara
Castro en Honduras, Gabriel Boric en Chile y Gustavo Petro en Colombia.
Aunque cada caso es diferente —la segunda edición de los progresismos
argentino y boliviano contrasta vivamente con la primera— existen campos de
fuerza que atraviesan a todos los procesos, que acotan las posibilidades de
transformaciones profundas y los alcances que puede tener esta segunda ola
progresista.

Para ajustar la comprensión de los procesos en curso, deberían contrastarse con
el clima y el contexto de los triunfos que se dieron entre 1999 y 2005 en
Venezuela, Argentina, Brasil, Uruguay, Ecuador y Bolivia. En gran medida, esos

gobiernos fueron producto de ciclos de luchas populares intensos, que
desbarataron la gobernabilidad neoliberal focalizada en privatizaciones de
empresas estatales. En no pocos casos, hubo una relación directa entre la pelea
callejera y la llegada al gobierno. Algo que no sucede ahora, salvo en el caso de
Colombia.

La primera limitación es la crisis global y de la globalización, así como la
crisis civilizatoria en curso. El creciente enfrentamiento entre EE UU y la
UE con Rusia y China, configura un escenario complejo ante el cual los
gobiernos progresistas no parecen sentirse cómodos

Más allá de algunas situaciones excepcionales, como la errática presidencia de
Pedro Castillo, los nuevos gobiernos progresistas deberán convivir con un nuevo
escenario, que tiene algunas características comunes y constituye la principal
limitación de los nuevos gobiernos. Sin excluir las debilidades y contradicciones
internas, las opciones poco claras o definitivamente sistémicas que están
tomando, debemos detenernos en ellas antes de pasar a las otras.

La crisis global
La primera limitación es la crisis global y de la globalización, así como la crisis
civilizatoria en curso. El creciente enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión
Europea con Rusia y China, configura un escenario complejo ante el cual los
gobiernos progresistas no parecen sentirse cómodos. La presidenta de Honduras,
Xiomara Castro, dio marcha atrás en su promesa electoral de establecer
relaciones con la República Popular China para mantenerlas con Taiwán.
En similar sintonía, López Obrador defiende la integración de América —no de
América Latina—, para destacar que es el modo de enfrentar el crecimiento de
China (Milenio, 9 de junio de 2022). A la vez, se mostró molesto con las
exclusiones de Venezuela, Cuba y Nicaragua por parte de Estados Unidos en la
Cumbre de las Américas.

Este tipo de equilibrios de presidentes de la nueva ola progresista son moneda
corriente. Boric critica frontalmente a Venezuela y Nicaragua. Incluso Petro, que
promueve el restablecimiento de relaciones con Caracas, anunció que no le
parece “prudente” que Nicolás Maduro asista a su investidura el próximo 7 de
agosto.

Imposible ocultar que existe una profunda división en los temas centrales del
escenario internacional —invasión de Ucrania, papel de China y Estados
Unidos—, pero sobre todo actitudes dubitativas y hasta temerosas de provocar
roces con Washington, cuestión que caracteriza al progresismo actual, preso de
contradicciones que en apariencia los paralizan.

Los gobiernos de la región necesitan comerciar con China, ya que suele ser su
principal socio comercial, pero siguen mirando a Estados Unidos como referente
con el cual, con la excepción de Venezuela, Nicaragua y Bolivia, no quieren tener
problemas. Por un lado, el bloqueo de Washington contra Caracas —con sus
tremendas secuelas económicas— puede estar funcionando como un factor
disciplinador para los progresismos. Por otro, los equipos de gobiernos
progresistas parecen encontrarse desorientados ante la gravedad de la crisis
global, a la que no han podido anticiparse ni encuentran el modo de posicionarse
como naciones.

En este punto habría que establecer una clara distinción entre Sudamérica, que
tiene una profunda relación comercial con China, y Centroamérica y México que
siguen escorados hacia Estados Unidos. El caso de México es el más
desconcertante: López Obrador formula críticas verbales, pero está firmemente
alineado con su vecino del norte, tanto en la represión a los migrantes como en las
relaciones con China.

Las nuevas derechas
El segundo problema que enfrenta la nueva ola progresista es el crecimiento y la
movilización de las nuevas derechas. Con la relativa excepción de México, en el
resto de los países está tallando una nueva derecha que no tiene el menor
empacho en mostrarse como racista y antifeminista, haciendo gala de discursos
peyorativos en relación a las mujeres, el aborto, el matrimonio igualitario y las
disidencias sexuales.

Durante mucho tiempo las izquierdas, los sindicatos y movimientos populares
tuvieron el monopolio de calles y plazas, pero desde la crisis de 2008 la derecha
comenzó a ocuparlas de forma casi permanente, como sucedió en Brasil, y en
particular en las coyunturas que les resultaron convenientes, como en Argentina,
Chile, Perú, y ahora Ecuador. Esta presencia no sólo pone límites a las fuerzas
progresistas y de izquierda, sino que a menudo las desconcierta y desmoviliza.

Esta nueva derecha reacciona contra el destacado papel que están jugando las
mujeres, los colectivos LGTBQ, los pueblos originarios y negros, a las que
considera como amenazas al lugar de privilegio que ocupan las minorías blancas
de clase media urbana. Colombia y Brasil han sido los países donde más éxito
han tenido. En el primer caso, el impacto de esta derecha se tradujo en el triunfo
del No en el plebiscito que debía aprobar los acuerdos de paz entre el gobierno y
las FARC, en octubre de 2016. En el segundo, se hizo visible en el masivo apoyo
a Jair Bolsonaro, en una sociedad ofuscada y desorientada que permitió que un
personaje sin escrúpulos ascendiera a la presidencia.

El segundo problema que enfrenta la nueva ola progresista es el
crecimiento y la movilización de las nuevas derechas. Con la relativa
excepción de México, en el resto de los países está tallando una nueva
derecha que no tiene el menor empacho en mostrarse como racista y
antifeminista

Estas nuevas derechas han tejido unas alianzas con las iglesias evangélicas, con
fuerte presencia en barrios populares, pero también con militares, policías y

grupos paramilitares que comparten su rechazo visceral a las izquierdas y a la
agenda de derechos. En este entramado de intereses no debe descartarse el
papel del narcotráfico, y de otros negocios ilegales, en la configuración de fuerzas
políticas con amplio apoyo social que desdeñan los valores democráticos y odian
a los diferentes.

La militarización de la sociedad
Una tercera limitación, que tampoco afectó a la primera ola progresista, es la
creciente militarización de nuestras sociedades. Se trata de un proceso que se
viene intensificando desde la crisis mundial de 2008, que atraviesa a todos los
países con modos y formas diferentes según sus historias y los niveles de racismo
y machismo presentes en cada uno de ellos. Siendo América Latina el continente
más desigual del mundo, la intervención de las fuerzas armadas y policiales en el
control de las poblaciones persigue congelar esa situación.

Pese a la creación de la polémica Guardia Nacional, dirigida por las fuerzas
armadas, la violencia no ha disminuido en México donde se registran índices
similares a los que tuvieron los gobiernos anteriores. La militarización creció de
forma exponencial: el Programa de Seguridad Ciudadana de la Universidad
Iberoamericana de Ciudad de México, destaca que durante el sexenio de Vicente
Fox hubo 35.000 militares desplegados en tareas de seguridad pública en y que
bajo López Obrador, en mayo de 2022, el número llegó a 239.865 uniformados en
las calles. Siete veces más. Peor aún, en sus tres primeros años de gobierno han
sido asesinadas 132.088 personas y 67.122 han desaparecido, crecimiento
exponencial que permite a algunos analistas asegurar que el sexenio de López
Obrador será el más violento de la historia.

El coordinador de dicho programa señala que “la militarización de la seguridad
jamás fue un proyecto de uno u otro gobierno, de una u otra ideología,
representando más bien una tendencia histórica de raíces estructurales” (Animal
Político, 13 de junio de 2022).
El otro gran país de la región, Brasil, presenta tendencias militaristas similares,
aunque uno y otro están gobernados por fuerzas que se dicen ideológicamente
opuestas.

Mientras López Obrador ha entregado las grandes obas de infraestructura —como
el Tren Maya y el Corredor Transístmico— a los militares, Bolsonaro incluyó a
6.157 uniformados en activo o en la reserva en cargos civiles, lo que representa
un aumento del 108% respecto a 2016, último año del Gobierno del Partido de los
Trabajadores (PT).

En Chile, Boric hizo campaña electoral prometiendo la desmilitarización de
Wall Mapu, pero semanas después de asumir la presidencia volvió a
decretar el estado de excepción en la región, enviando incluso más
uniformados y blindados que su antecesor, el neoliberal Sebastián Piñera

El Sindicato Nacional de Docentes de Enseñanza Superior (ANDES) publicó un
dossier sobre la militarización del Gobierno de Bolsonaro, en marzo pasado.
Asegura que se han creado 216 escuelas primarias cívico-militares, en la que se
implementa el modelo basado en las prácticas pedagógicas y en los patrones de
enseñanza de los colegios del Ejército, policías militares y cuerpos de bomberos
militares. También están nombrando miembros de las fuerzas armadas en
servicios básicos como la salud, para evitar que sean ocupados por fuerzas
opositoras.

En Chile, Boric hizo campaña electoral prometiendo la desmilitarización de Wall
Mapu, pero semanas después de asumir la presidencia volvió a decretar el estado
de excepción en la región, enviando incluso más uniformados y blindados que su
antecesor, el neoliberal Sebastián Piñera. Tiene escasa utilidad criticar al gobierno
o a los grupos mapuche, porque la militarización del territorio mapuche es un
asunto estructural, que atraviesa gobiernos de todos los colores, así como
dictadura o democracia.

Un aspecto central de la militarización es el despliegue de grupos ilegales
integrados por exmilitares y policías, dedicados al control de la población y a hacer
negocios con sus necesidades básicas como el transporte, el acceso al gas y la
internet.

La ciudad de Medellín ha sido completamente copada por grupos armados con
apoyo del Estado que controlan los barrios populares. En esta ciudad se puede
constatar “una suerte de reordenamiento criminal del territorio urbano, un
reordenamiento impuesto a la fuerza, sobre engaños, dilaciones, mentiras y con la
fuerza del Estado” (Rebelión, 22 de junio de 2022).

Estos casos no son excepcionales sino estructurales, porque los Estados
latinoamericanos ya no son capaces de gobernar todo el territorio. En Rio de
Janeiro, las milicias armadas —herederas de los escuadrones de la muerte
nacidos en dictadura— controlan no sólo una parte de las favelas, sino también los
conjuntos de edificios del programa estatal Mi Casa Mi Vida creado durante los
gobiernos del PT.

El Grupo de Estudios de Nuevos Ilegalismos, de la Universidad Federal
Fluminense, estima que el 57% del territorio de la segunda ciudad brasileña está
siendo controlado por las milicias, lo que supone que más de seis millones de
personas están a merced de los paramilitares. Por eso el sociólogo José Claudio
Alves, que estudia las milicias desde hace 30 años, asegura que no son un Estado
paralelo, sino el Estado mismo.

En su conjunto, estamos ante una crisis de gobernabilidad democrática en
América Latina, que se hizo muy evidente desde las grandes manifestaciones de
junio de 2013 en Brasil y de la decena larga de levantamientos, revueltas y
protestas que atravesaron la región. Una ingobernabilidad que abarca gobiernos
de derecha y de izquierda y que dificulta el despegue de procesos de cambios
estructurales. El problema desde el lado de los progresismos, es que buscan
resolverla falta de gobernabilidad virando hacia el centro o la derecha, lo que
termina estrechando la posibilidad de cambios.

Obstáculos enquistados
Parece evidente que los tres obstáculos principales que enfrentan los
progresismos llegaron para quedarse, que no son fruto de una coyuntura sino de
largos procesos incubados en las dictaduras de los 70 y 80, pero revitalizados en
democracia bajo el modelo extractivista o acumulación por despojo. Petro
prometió “desarticular de forma pacífica el narcotráfico”, algo justo y necesario,
pero imposible de concretar. No dice cómo piensa hacerlo porque intuye que es un
camino estéril: no se puede negociar con fuerzas que rechazan cualquier tipo de
acuerdos.

En la misma dirección, aunque Lula gane las elecciones de octubre, el
bolsonarismo seguirá vivo y constituirá un obstáculo mayor para su gobierno.
Como recuerda el sociólogo Rudá Ricci, hay 25 millones de brasileños “con
valores de extrema derecha, fanáticos y que estarán con Bolsonaro en la
oposición”.

Por lo tanto, habrá caos político y para evitarlo, Lula deberá hacer
alianzas con el gran empresariado y la derecha (IHU Unisinos, 8 de julio de 2022).
Como se desprende de este relato, el panorama no es nada alentador, ni para los
progresismos ni para los movimientos sociales. Para superar el estado de cosas
heredado y no solamente para gestionarlo, los gobiernos de signo progresista
deberían construir fuerzas sociales organizadas y contundentes, capaces de
neutralizar a las nuevas derechas que los desestabilizan y bloquean los cambios.

La historia reciente dice que los gobiernos progresistas dilapidaron el
entusiasmo popular que tuvieron al comienzo del ciclo, hace ya 20 años. El
apoyo que están recibiendo ahora se debe más al rechazo a las
ultraderechas

Sin embargo, la historia reciente dice que los gobiernos progresistas dilapidaron el
entusiasmo popular que tuvieron al comienzo del ciclo, hace ya 20 años. El apoyo
que están recibiendo ahora se debe más al rechazo a las ultraderechas, que a un
respaldo a sus propuestas y formas de actuación. Podemos decir con Massimo
Modonesi que los progresismos se asimilaron al orden existente y rompieron con
sus raíces izquierdistas. “De esta manera, se definen en antítesis a las derechas
más por una postura defensiva y conservadora que por aspectos propositivos y
transformadores”, sostiene el filósofo ítalo-mexicano (Jacobin, 4 de julio de 2022).

La conversión de los progresismos en conservadurismos está arrastrando a buena
parte de los movimientos sociales, en particular los más visibles e
institucionalizados. Lo más grave, empero, es que tendrá consecuencias nefastas
en el espíritu colectivo emancipatorio en el largo plazo, aislando a los sectores
más consecuentes y más firmes que, en América Latina, son a su vez los más
castigados por el modelo extractivista, como los pueblos originarios y negros, los
campesinos y los pobres de la ciudad y del campo.

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