La pregunta por Dios es tan vieja como la humanidad. El por qué y para qué de la vida, en una palabra, el sentido desde el que abordamos los acontecimientos, así como la pregunta por el bien y el mal, por lo que es importante y secundario, es la tarea a la que tiene que responder todo hombre, religioso o no, creyente o ateo. A diferencia de los animales, no estamos programados para una vida regida por los instintos y las necesidades naturales. De ahí la necesidad de la cultura, de los bienes ?espirituales??, de creencias, ideales y valores desde los que demos contenido a la vida.
Y ahí se insertan las religiones, desde la interpretación que nos ofrecen sus fundadores, motivando y enseñando a afrontar los acontecimientos y darles sentido. Las religiones no son las únicas instancias dadoras de sentido, pero sí de las más fuertes, universales y persistentes para crear y transmitir un proyecto de vida.?ste es también el sentido de la Navidad. El nacimiento de un niño, cuya vida se ha convertido en la clave de sentido para millones de personas desde hace dos mil años. Se busca a Dios y se afirma su misterio, su trascendencia, su ser más allá de cualquier nombre, representación o idea humana. A Dios no lo conoce nadie.
Las búsquedas y preguntas últimas del ser humano, tan viejas y persistentes a lo largo de la evolución, sólo tienen respuestas penúltimas, entre otras las de cada religión. Pero nunca tenemos seguridades últimas, sino que persisten las dudas, preguntas y problemas ante cada afirmación de Dios. Y es que la pregunta por el sentido de la vida nunca se resuelve definitivamente, está abierta hasta el final de cada uno.
El cristianismo interpreta a Dios desde la vida, palabras y obras de Jesús. Acepta que Dios es el creador, origen y fin de la vida humana, y, al mismo tiempo, paradójicamente dice que la manifestación de ese Dios es el niño del belén, que es también el crucificado. El hombre busca naturalmente a Dios en las manifestaciones de poder, triunfo, riqueza y prestigio. La Navidad invierte esa dinámica proyectiva.
A Dios hay que buscarlo desde el sufrimiento, en la debilidad y gratuidad del niño, en relaciones personales solidarias, en los que buscan la paz y tienen buena voluntad. Nunca es Dios más trascendente que cuando se esconde en la persona que sufre, y su mejor retrato lo encontramos en Navidad y Semana Santa. ?sta es la respuesta, no siempre seguida por la Iglesia ni practicada por los cristianos, que crea una imagen de Dios opuesta a las proyecciones humanas, siempre propensas al poder y la grandeza.
Por eso, Navidad es la fiesta cristiana por excelencia, junto a la del Sábado Santo y Domingo de Resurrección. Cuando el Imperio Romano celebraba la fiesta del triunfo del sol, en la noche grande del año, el cristianismo conmemoraba a un niño que ha cambiado la imagen de Dios y también la del hombre.
El secreto de la vida no es el dinero ni el poder, tampoco la moral ni las doctrinas, sino el querer y ser querido, que se escenifica en un niño que revela a un Dios débil, porque ama, y que se pone en las manos humanas para ser protegido. Y es que hay que ayudar a Dios, protegiendo a los suyos, que son todos los hombres, comenzando por los más débiles, cuyo retrato último se escenifica en un belén, entre animales y hombres de buena voluntad.
De ahí la fascinación de la Navidad, su mensaje que va mucho más allá de los creyentes: que la debilidad del niño nos abra a entender la vida desde relaciones personales solidarias y cercanas, comenzando por la familia, pasando por los amigos y abriendonos al prójimo. Es decir, a la persona que encontramos en la vida cotidiana, para desde ahí generar proyectos universales de solidaridad en la lucha contra la pobreza, el racismo, la xenofobia y todo lo que nos separa. Comprender esto es captar lo que significa la Navidad.