En la cumbre de monaguillos y monaguillas celebrada en Roma, las mujeres eran más que los hombres. En una proporción del 60-40 a favor de las chicas. Según el propio periódico del Papa, se trata de un signo evidente de la «masiva incorporación, en las últimas décadas, de chicas a un papel antaño reservado exclusivamente a los chicos». Suben, pues, cada vez más mujeres al altar. Pero sólo de monaguillas.
Y algo es algo. Porque, antes, ni eso. Tenían prohibido acercarse al altar. Hasta hace unos años, en muchas diócesis, los obispos más conservadores prohibían a las niñas ser monaguillas. Unos, más papistas que el Papa, porque decían que podrían sembrar la confusión en los fieles en torno a la ordenación sacerdotal. Si ayudaban en el altar, ¿por qué no podían oficiar en el mismo altar?
Otros, porque sostenían que los monaguillos eran una buena cantera de futuros sacerdotes. Y, por lo tanto, en época de escasez sacerdotal, había que primar la presencia de monaguillos en los altares.
En 2003, en Roma se estuvo pensando incluir, en un documento sobre los abusos en la liturgia, la prohibición de las monaguillas, aunque, después de una fuerte crítica interna, el documento se flexibilizó y, al final, no hizo referencia a ellas.
Ahora, son ellas las que salvan la cara a la Iglesia en medio del tsunami de la pederastia. Una vez más se la salvan. Sin ellas, sin las mujeres, el catolicismo se reduciría e mucho más de la mitad. A pesar de seguir marginadas. Al menos pueden seervir al altar. Algún día (no tardará) pedirán tener los mismos derechos que los hombres. También en el altar.