Tuve la suerte de conocer en Bélgica a Jacques Valléry. Fue hace más de 20 años.
Un cura joven, lleno de cualidades, abría caminos nuevos en la libertad que da el Evangelio. Teólogo comprometido y místico, sentía la necesidad acuciante de dar a conocer un cristianismo en el que Dios está liberado de la necesidad de que se crea en él. Gracias a él, muchos creyentes descubrieron con alegría una práctica del Evangelio que transformaba su vida.
Jacques era un apasionado de la justicia y de la igualdad entre todos los humanos. No soportaba la injusticia. Su respeto de la autonomía de cada persona hacía que el otro tuviera siempre preferencia antes que él mismo.
Pero este hombre libre se volvió sospechoso para la autoridad de la Iglesia que le retiró su confianza ¿cómo podía ser de otra manera? Los responsables no pueden soportar mucho tiempo a aquellos que molestan y cuestionan la manera de vivir y de pensar en Iglesia. Le prohibieron la docencia, le humillaron, le rechazaron, le enfermaron y Jacques entendió que ya no tenía un lugar en su país.
La autoridad religiosa destruyó a este hombre.
Aquel a quien amamos se marchó entonces a África, a Burkina Faso con unos amigos en dos furgonetas repletas de material. Pero nunca llegaron a su destino, perdidos en medio del desierto después de una tormenta de arena. Murieron de sed y de agotamiento bajo un tórrido sol.
Jacques no pudo alcanzar una tierra de esperanza para sembrar nuevamente en corazones disponibles.
En Bélgica, en Mons, nos reunimos numerosos para celebrar su memoria. Con testimonios que muestran la novedad del Evangelio vivido por todos los que han quedado impactados por Jacques. La injusticia que le infligieron no pudo impedir que su palabra fuese oída y acogida.