Me parece incuestionable la certeza de que existen motivos sobrados para la indignación moral y ciudadana, para apoyar movimientos de reivindicación y protesta como el 15M –entre otros- e implicarse lo más posible en ellos aportando además reflexiones y sugerencias de mejora que puedan servir de correctivos, en su caso, y que supongan avances cualitativos en el desarrollo eficaz de ese movimiento y otros afines.
Pienso que la situación sociopolítica actual demanda una cierta reflexión más pausada sobre el tema de la indignación, que no es sino la reacción legítima ante las agresiones a nuestra dignidad -personal y cívica- que sufrimos. La indignación es una pasión –no irracional- y contiene, por tanto, un aspecto de sufrimiento pasivo pero también una dimensión de energía y de entusiasmo creativo, de resistencia y de rebeldía. Ambas –la resistencia y la rebeldía- están en el corazón de todos los movimientos emancipatorios de largo aliento que han transformado en alguna medida a la sociedad, y que forman parte “del largo camino que lleva a la libertad”, o dicho en su traducción más coloquial, según uno de los slogans o reclamos del 15M: “Vamos despacio porque queremos llegar lejos”.
Existen poderosas razones de tipo psicosocial para la indignación, que coinciden con las condiciones negativas en que se desarrolla nuestra vida. Son tantas, que basta con indicar algunas de ellas, quizá especialmente significativas: el desempleo masivo y creciente, las precarias condiciones de trabajo, la problemática de la inmigración, los recortes abusivos a la sanidad y la educación públicas, el desprecio a la cultura digna y el fomento de la banalidad y de la alienación, el elitismo y el desprecio a los valores populares, la violencia a todos los niveles y su cultivo y propaganda sistemáticos desde los medios de comunicación, la información sesgada y partidista, las tensiones y polémicas constantes en el ámbito de la política y la insuficiencia y torpeza de quienes la representan, la deshumanización de las relaciones personales, la corrupción y la adquisición del dinero fácil, la servidumbre al poder (financiero sobre todo) y del poder, la pasividad conformista, el debilitamiento del sentido de ciudadanía a merced de una sociedad alienada y falta de cohesión, la mediocridad y la masificación dominantes, la inmoralidad de la convivencia social en su conjunto…
No resulta fácil pero sí que es imprescindible buscar contrapuntos y líneas de acción entre esta maraña agobiante de elementos negativos que constituyen a la vez unas razones insoslayables para la indignación y la protesta, para reivindicar la dignidad castigada en tantos frentes. Porque todo lo que he señalado se encuadra en la crisis de nuestro tiempo, que es una crisis moral de indudable raíz económica, pero que va más de ella. Una crisis global de valores, como se afirma repetidamente. Por eso es tan necesario un trabajo de discernimiento, de reflexión personal y de debate colectivo para indagar y desentrañar sus causas, buscar apoyos y respuestas, posibles soluciones y estrategias de acción.
Además de las indicadas –más bien esbozadas- razones de carácter psicosocial, existen otros motivos de naturaleza ética para la indignación y la rebeldía, para salir de la situación en la que estamos. Uno de ellos, aunque parezca alejado de la realidad, es la negación o debilitamiento de toda dimensión trascendente –religiosa o no- de la vida, lo que se traduce –unida a otras razones no menos importantes- en la desorientación y falta de sentido o vacío existencial, en la carencia de profundidad y de consistencia que constituye una tónica muy generalizada en la vida personal y en la cultura de nuestro momento histórico.
Pero existen también otras razones más “a ras de tierra”, como el individualismo posesivo o la indiferencia insolidaria, a la que se ha llamado acertadamente la sordidez de la indiferencia, y su recaída en la pérdida del sentido de ciudadanía y de la calidad de la democracia, que ya he mencionado entre las razones de carácter social pero que posee también una indudable dimensión ética. En casi todos los casos y situaciones, las razones sociales y las morales se entremezclan de manera inseparable.
La violencia dominante en nuestra sociedad a muchos niveles llega a revestirse en múltiples ocasiones de crueldad, hasta el punto de hacernos recordar el tremendo dilema formulado por Rosa Luxemburgo: “civilización o barbarie”. Nos encontramos sin duda en un cambio de civilización, en una verdadera crisis global, pero debemos preguntarnos hacia dónde nos dirigimos, cuál es nuestro rumbo. La violencia generalizada en nuestro mundo es, a mi juicio, uno de los cuestionamientos más graves y radicales a la dignidad de la condición humana. Responder a esta cuestión de forma constructiva es otro desafío o motivo para ejercitar nuestra capacidad de indignación.
La acumulación de problemas e interrogantes nos conduce con frecuencia a la desmoralización, en su doble sentido psicológico y afectivo (desánimo, cansancio, depresión) y ético (pérdida de valores, desorientación, vacío, huída del compromiso). La confluencia de ambas dimensiones –psicológica y moral- suele desembocar también en una falta de creatividad y de cohesión personal y social. A todo ello se añade la desconfianza en las instituciones, que es creciente y realmente preocupante entre nosotros. Estos hechos motivan de modo enérgico una indignación racional y legítima.
Es deseable y hasta necesario que este conjunto de razones directas o indirectas –psicosociales y éticas- para la indignación no nos conduzcan a un pesimismo irreparable e irreversible, en cuyo caso serían una tremenda frustración, sino que configuren la base de una reacción positiva y de los cauces adecuados para expresarla. En algunos casos la respuesta puede estar precisamente en el reverso de la situación negativa apuntada, y lo que siempre resultará útil y beneficioso es el intento permanente de ejercitar valores positivos como la solidaridad, la aproximación, el afán de cohesión social, el diálogo, y el saneamiento de las relaciones interpersonales mediante actitudes de reciprocidad, gratuidad y dedicación generosa y rigurosa a las tareas que nos reclaman y que nos hemos propuesto.
21 de septiembre de 2011.