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La iglesia un tren-escuela de paz -- Xabier Pikaza

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El blog de Xabier Pikaza

En el centro del evangelio está la palabra:bienventurados los pacificadores…! (Mt 5) Quiero que ella sea el lema de ese Tren de la Paz que es (debe ser) la misma Iglesia, que nos invita a realizar un gesto universal de insumisión evangélica (¡todos al segundo tren!), para que seamos de esa forma capaces de proclamar con nuestra vida el evangelio de la paz (cf. Ef 6, 15). Hemos llegado a la última estación y es buen momento para situarnos de nuevo en el camino de la Iglesia, que a veces ha buscado y firmado (e impuesto) pactos con el poder (1r Tren), para volver todos con ella al camino de alianza, desde los pobres (2º Tren). Ciertamente, la Iglesia puede y debe dirigir su palabra a los grandes del mundo, pero su palabra propia se sitúa en la línea del testimonio de la vida, pues ella ha de ser un Tren/Escuela de paz, abierto a todos los hombres y grupos del mundo, aquellos con quienes andaba Jesús.

1. Iglesia y Estado. Una historia problemática, pero abierta al futuro del Reino que ha empezado ya.

Un elemento clave en el camino de la paz social han sido los estados, que se sitúan en un nivel de pactos, conforme a los principios de poder del César (cf. Mc 12, 17). La Iglesia, en cambio, ha de ser una alianza de amor, abierta al diálogo con las diversas instituciones sociales y con las religiones establecidas, desde los más pobres. Desde ese fondo quiero evocar críticamente su historia, para ofrecer luego, de forma conclusivo, los principios de una comunión de paz.

Jesús inició un movimiento mesiánico de pacificación (como alianza de paz), con un grupo de campesinos pobres, para preparar la venida del Reino de Dios. No se preocupó demasiado en precisar cómo vendría, pero anunció y anticipó apasionadamente su venida y por eso le mataron. Para ratificar y seguir su movimiento algunos de sus seguidores fundaron la Iglesia, en la que (de un modo convencional) podemos distinguir cinco momentos.

En ese fondo he querido situar la propuesta de Benedicto XVI en Caritas in Veritate (2009), donde él ofrecía un espléndido programa de transformación del Poder del Sistema (ONU/Mercado mundial), para ponerlo al servició de las necesidades de la vida de los hombres (desarme, paz, superación del hambre y del subdesarrollo). Como representante de una extensa institución religiosa, el Papa tenía y tiene el poder (quizá el deber) de hacerlo y es encomiable la forma en que lo ha hecho. Pero, en realidad, como cristiano, él no debería hablar “desde el sistema”, sino desde fuera, como representante de la insumisión y de la alianza (de Reino) de Jesús. En esa línea, él puede y debe hablar en nombre de la Iglesia, que no es una ONG entre otras, ni tampoco un Estado, sino un movimiento mesiánico, cuya autoridad es la misma vida de sus miembros.

En otras palabras, el Papa sólo puede hablar con autoridad cristiana desde el 2º Tren de la paz, con los marginados y pobres de Jesús (que forman parte del mundo de la vida), y no desde el 1r Tren, de los Jefes de Estado y los Señores del Mercado (que son representantes del Sistema). Ciertamente, creemos y deseamos que un día los dos trenes puedan juntarse, pero desde el segundo (no desde el primero), de manera que los “pobres” (los del segundo tren) definan y decidan la marcha del primero, poniendo la economía y la política al servicio de la vida y de la comunión gratuita de los hombres y mujeres (partiendo de los pobres). Pero, hasta que llegue ese momento, los del segundo tren han de volverse “insumisos” frente a los “buenos viajeros” del Tren de Lujo (el Gran Transatlántico) que les han colonizado. Como vengo diciendo, no se trata de una insumisión para destruir, sino para construir de un modo distinto; no es una insumisión para matar sino para dejar de matar y dar la vida .

2. Alianza de Jesús, no pacto de Estado.

Estamos en un buen momento para retomar el motivo de la autoridad de Jesús y para fijar su propuesta de paz en la Iglesia, en línea de alianza de Palabra y Vida (Eucaristía). En algunos contextos, la figura de Jesús se hallaba hipotecada por signos de poder, de manera que él mismo aparecía como gran Basileus, protector especial de los monarcas, avalando con su autoridad el poder (y violencia) de los reyes. Hoy, mientras superamos el constantinismo y platonismo antiguo, podemos y debemos volver a lo que fue su marcha de paz desde Galilea, tal como culminó “subiendo” a Jerusalén. En esa línea, para situar mejor esa etapa final del Tren de la Paz (de la Iglesia), es bueno que volvamos al comienzo de nuestro itinerario (1ª estación), para retomar con Jesús, Nuestra paz” (Ef 2, 14), la última etapa de nuestro itinerario.

Dijimos que Jesús había iniciado su camino en amor, oponiéndose así a los macabeos que dos siglos atrás habían optado por la guerra para “conquistar” una paz violenta, de guerras y más guerras. Pues bien, precisamente para trazar su Paz de Reino, Jesús renunció a la guerra, subiendo desarmado a Jerusalén, realizando el gesto supremo de “insumisión” social y militar. No negoció con Roma ni con los sacerdotes de Jerusalén (en línea de pacto/reparto de poderes), pues no quería pactos, sino alianza de amor

En todos estos días he venido presentando a Jesús como una mutación abierta y contagiosa, en línea de paz (de resurrección). El triunfo de su causa no hubiera supuesto una independencia política de Israel o de su movimiento mesiánico, pues el tema de la dependencia o independencia política pertenece al orden “violento” de una realidad vinculada a guerras y pactos en línea de poder (como se mostró en la guerra del 67-70 d. C.). Lo que Jesús propuso y lo que así hemos definido como su “marcha de paz” no fue una sencilla adaptación, en el interior del sistema que había venido operando hasta ese momento, sino un mutación o cambio de nivel, de manera que, desde plano de la Vida.

3. ¡Viajeros al tren!

Así se decía en otro tiempo, cuando los trenes eran aún lentos y los pasajeros se despedían sobre el andén, saludando por última vez a familiares y amigos, mientras sonaba la campana y el jefe de estación les invitaba: ¡Viajeros al tren!. Pues bien, ha llegado la hora en que todos subamos, sin que nadie quede en el andén, unidos a la marcha de paz de Jesús, tomando su tren, que es siempre el último, porque están llegando los tiempos finales, como estaban llegando cuando él subió a Jerusalén, hacia el año 30 de nuestra era.

A lo largo de este libro he querido evocar el recorrido del tren de Jesús, a lo largo de veinte siglos, desde el trasfondo de los imperios que ascienden, se elevan y caen. Varios se han alzado y después han fracasado desde que él vino y subió a Jerusalén, de manera que nadie piensa establecerlos otra vez (de los grupos activos de su tiempo y entorno sólo queda el judaísmo). Pero el Tren del Reino mesiánico de Jesús sigue abriendo las puertas para todos y está pronto a retomar su marcha: ¡El Hijo del Hombre va a subir a Jerusalén! ¿Quién responde a su llamada?

Ciertamente, hay otros trenes y, en especial, el Tren de Primera de los poderes de los Estado y el Mercado, que sigue ofreciendo una fortuna de muerte a quienes logran controlarlo (a no ser que se reforme, según la palabra del Papa Benedicto XVI). Pero los cristianos saben que el verdadero Tren de la Paz no va por la línea de los poderes del Estado/Mercado (sistema), sino por la vía del mundo de la vida, tal como Jesús lo ha mostrado (y como lo han mostrado también otros hombres de paz). Así lo he querido mostrar en este libro, describiendo las doce estaciones principales de la marcha, no para olvidarlas al fin del trayecto, sino para retomarlas (viéndolas mejor) desde este final que sigue siendo el ascenso de Jesús a Jerusalén.
Yo no puedo seguir y decir, desde aquí, lo que pasará en sentido externo, pero, como vengo señalando, creo que estamos en un buen momento, quizá el mejor momento para recuperar el movimiento de paz de Jesús, como alianza de vida universal, por encima (no en contra) de los equilibrios políticos del sistema (Estados/Mercado), después que se han roto (o se están rompiendo) los pactos de poder entre la Iglesia y las instituciones político/económicas que habían dominado sobre el mundo, en occidente, con medios y s estructuras de violencia.

La Iglesia puede recuperar así una palabra y autoridad moral que parecía haber perdido, para ser lo que es (debe ser): alianza de paz, testimonio y signo de un amor universal, que vincula a todos los hombres, por encima de las instituciones políticas. Pienso que ha llegado el momento de superar los pactos políticos del Estado Vaticano, con sus nunciaturas o delegaciones “apostólicas”, para que la Iglesia sea signo de alianza universal de vida compartida. Durante siglos, los estados “católicos” han podido ser una mediación de cristianismo, de manera que las iglesias han actuado con (por medio de) ellos. Pero el tiempo de esa mediación ha terminado y la Iglesia ha de ser signo de la Alianza de Jesús, en gratuidad, como al principio de su historia. No se trata de negar el pasado, sino de asumirlo creadoramente, ni de suprimir las instituciones que han ido surgiendo (papado, obispados…), sino de recuperar su sentido originario, desde la raíz del evangelio, haciéndonos contemporáneos de Jesús, siendo ciudadanos del siglo XXI.

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