Sobrevolando la neblina invernal y húmeda del Guadalquivir, el helicóptero de Canal Sur difunde a la ciudad y al mundo tomas e imágenes de cofrades fanáticos que llegan al éxtasis cuando el paso de palio atraviesa el arco de la Macarena, o la Legión, o la Esperanza, desfilan por la malagueña Calle Larios.
Filas de cristianos aparentes, impacientes por conseguir la limpieza de almas y el cielo eterno, contemplan una barroca obra que nos retrotrae a Trento; negro desfile la santería más devota de la España que, todavía, anhela eso de los paseos bajo palio y las marchas militares por las avenidas.
Y es que la Iglesia de este país siempre ha sido el palo en la rueda para el desarrollo. Ahora el arzobispado de Madrid pide el cierre de la iglesia de San Carlos Borromeo en Vallecas porque la faz social de la fe ya no se lleva: el Concilio Vaticano II fue una falacia, un eclipse en la trayectoria de la multinacional de Roma que no se repetirá mientras las jerarquías tengan los crucifijos por el mango, y nos subyuguen con sus maniqueos discursos de infiernos y cielos.
Con la medida del arzobispado, la Iglesia Católica ha terminado de perder para mí todo respeto; aunque haya religiosos en Guatemala o el Matto Grosso, a los que en vida Wojtyla abofeteó, que lucharon para que biblias, hoces, rosas y martillos construyeran otro mundo que pudo ser posible si el Vaticano no hubiese dilapidado la herencia de la “Teología de la Liberación” y del Padre Llanos, con la que Vallecas, un día, tuvo alcantarillado y esperanza.
