No es ninguna novedad si afirmamos que la Iglesia católica pasa por una crisis de identidad, para los de fuera, y con mayor dolor, para los de dentro.
A raíz de la manifestación del pasado 30 de diciembre en la Plaza de Colón de Madrid, y reivindicando el estatus de familia tradicional, son muchas las voces que se han escuchado estos días, desde fuera y desde dentro de la Iglesia, rechazando un modelo de familia y de Iglesia con el que es difícil identificarse.
Se tiene la impresión de que la Iglesia ha dejado de predicar y de transmitir al Jesús de los evangelios: un hombre libre, y cargado de alegría interior.
El punto de partida de la predicación de la Iglesia debería estar en volver a las raíces de las primeras comunidades, donde la misión fundamental consistía en compartir con los demás la alegría de la salvación y la libertad que Cristo ofrece al hombre.
Hoy en día, la Iglesia ya no ofrece este mensaje, y lo ha reemplazado por las normas, la moral estrecha, la condena y la amenaza.
Tanto es así que se ha erigido en único garante de las leyes civiles y éticas de una sociedad aconfesional, plural y democrática, donde no todos los que la componen son cristianos o creyentes.
La Eucaristía se ha convertido en arma arrojadiza para excluir, antes que congregar, para rechazar antes que acoger. Las comunidades cristianas deberían estar más abiertas para acoger, incondicionalmente, a aquellos que en la sociedad luchan por hacerse un hueco.
Cuando la sociedad se presenta mucho más abierta que la propia Iglesia, es normal que la gente prefiera reunirse en otros foros de corte civil, antes que en la Iglesia en la que sienten el rechazo y la exclusión.
No es una exageración afirmar que hay personas que no son bienvenidas en la Iglesia, como son los divorciados que se han vuelto a casar, o las parejas homosexuales, u otras que viven en situaciones irregulares, según el pensamiento del Magisterio eclesial.
Ciertamente, la Iglesia tiene la responsabilidad de promover una visión cristiana de la familia, pero igualmente, no puede dejar de lado a esas personas que viven de otra manera y que han hecho la experiencia del encuentro personal con Jesucristo, y no ven razones para salirse de la Iglesia, ni para cambiar el modelo de familia sobre el que han deseado construir su vida.
Mientras la Iglesia les siga cerrando la puerta en sus narices, no habrá misión evangélica que valga, ni tenga la autoridad moral de Cristo, por mucho que el Papa se empeñe en ello.
La Eucaristía congrega y envía a los hombres en misión. Los cristianos no pueden seguir encerrados en sus grupúsculos sin tender puentes de apertura y diálogo con aquellas personas con las que se está en desacuerdo, bien por su forma de pensar, o por su modo de vida. Ellos también son hijos de Dios, y algunos incluso, hijos de la misma Iglesia, pero excluidos.
La Verdad es una sola, y la Iglesia no la posee en exclusiva ni en totalidad. De todos se puede aprender siempre. Existen otras muchas religiones en el mundo que tocan un aspecto de la Verdad que la Iglesia desconoce.
También hay personas que no creen, pero que en su modo de vida son capaces de transmitir un saber acerca de Dios que la Iglesia ignora. Si la Iglesia se abriese más al mundo, a la sociedad y a las demás religiones, su experiencia de Dios sería mucho más rica y plural, y estaría más cerca aún de la única Verdad que nos une a todos.
Cuando la Verdad impone el silencio, rechaza a otros por su diferencia, se aleja del diálogo y no quiere escuchar, estamos ante una Verdad sesgada, parcial y llena de falacias.
La Iglesia tiene miedo y termina encerrándose en sí misma, dando lugar a espectáculos tan lamentables como el del pasado día 30 en Colón. Allí se respiró más miedo y actitudes defensivas que aperturismo, libertad y ganas de encontrarse con los de fuera. El ghetto es lo más contrario que existe al espíritu de la misión y de la evangelización que, en ningún caso, pasa por la imposición.
Los intervinientes en Colón fueron más profetas de calamidades que apóstoles de la alegría y de la paz. ¿Conoce, a caso, la Iglesia todo lo que hay que saber sobre el amor? ¿Es que una pareja o matrimonio homosexual no puede mostrar y enseñar a la Iglesia otra forma de amar?
Sin duda alguna, cuando alguien puede enseñar a los demás algo más sobre el amor, nos está enseñando a todos algo nuevo sobre Jesucristo, aunque ni si quiera crea en ?l.
La Iglesia, si quiere salir de esta crisis profunda, debe poder acoger todo lo que hable de la Verdad, se encuentre donde se encuentre, aunque piense que esas situaciones son incompatibles con la enseñanza oficial y magisterial.
El vaso de la paciencia está ya a punto de colmarse. Primero han sido los de fuera los que han puesto el grito en el cielo. Ahora, las voces de dentro de la misma Iglesia empiezan a unirse para manifestar su rechazo al pensamiento y formas de actuar de la Jerarquía.
La Iglesia está todavía a tiempo de cambiar el rumbo. Ojalá que lo consiga, con la ayuda de todos, antes de que sea demasiado tarde y la fractura social y eclesial sea entonces irreversible, porque en ese caso perderemos todos.