La ideología de género y el principio cristiano de igualdad -- Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara

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Enviado a la página web de Redes Cristianas

Aprovecharé también el texto de la misa de hoy, sábado de la 27ª semana del tiempo ordinario, pero con una dirección distinta. Si sacaba yo del texto ayer la conclusión de que el bautismo, la adhesión a Cristo por la fe, nos había liberado de la ley, hoy me voy a ceñir a la única frase del texto que aparece más abajo, para resaltar un idea que me va dando vueltas por la cabeza hace mucho tiempo. Se trata de la injusticia histórica de los que tienen pensamientos de izquierdas hacia la Iglesia en los temas sociales. Y en concreto, en del de la igualdad de hombres y mujer. Estoy seguro de que la culpa es muchas veces del magisterio, -¿será verdadero Magisterio ese que parece desconocer textos y enseñanzas del NT (Nuevo Testamento)?-, que no utiliza enseñanzas, como la maravillosa primicia de este texto, porque se dejan llevar antes por sus ideología, por sus prejuicios, que por la Palabra de Dios. Ahora vamos a leer detenidamente la siguiente frase, en la que, sin género alguno de duda, comprobamos que San Pablo, con toda su fama de machista y misógino, se adelantó casi dos mil años a Zapatero para proclamar la ley de igualdad.

«Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús. (Ahora desglosemos el texto en sus cuatro partes: no hay distinción entre

Judíos y gentiles,
esclavos y libres,
hombres y mujeres».

1) Judío quería decir, para ellos, creyente; los gentiles eran los paganos. La afirmación de Pablo es revolucionaria, ya no hay un muro de división entre el pueblo elegido y los otros pueblos, ya no tendrán que hacer equilibrios para explicar el mandamiento estrella del Deuteronomio, «amarás a tu prójimo como a ti mismo», que, durante mucho tiempo, lo interpretaron como obligación exclusiva a tener en cuenta entre ellos, entre los hermanos judíos.

2) Mucho ha debido de cambiar la Iglesia a través de los siglos, si en los tiempos recientes se le acusa de estar con los ricos y estar aliada con ellos. En los orígenes la Iglesia primitiva, aunque parece que a sus fieles nunca los obligaron a liberar a los esclavos, era tal el poder de convicción íntima y profunda de la Palabra de Dios y de la vida en comunidad, que ellos mismos llegaban al convencimiento de que deberían liberar a sus esclavos para ser medianamente coherentes con la Palabra de Jesús, proclamada y comentada por el Kerigma de los apóstoles. Pero hay que reconocer que en un mundo basado en la preponderancia de las clases altas, y en el enorme rédito del trabajo gratuito y asegurado de los esclavos, proclamar que éstos eran tan libres como los «libres» no dejaba de ser una maravillosa y evangélica temeridad.

3) Y aquí viene la novedad, la sorpresa, y la revolucionaria agitación. «No hay distinción entre hombres y mujeres», no puede ser más clara y terminante la enseñanza de Pablo. Y, además, deja bien sentado que esta situación se debe a la nueva dinámica del Bautismo, que nos hace hombres nuevos, «revestidos de Cristo». No sé de dónde han sacado algunos prelados de la Iglesia que la que llaman despectivamente «ideología de Género» es contraria a los principios y enseñanzas de Jesús en el Evangelio. Debe de ser porque ?l nunca se dejó acompañar por mujeres, porque llegó hasta a ser acusado de «comer con publicanos y prostitutas», o por la entrañable amistad que profesó a una mujer de vida agitada, apasionada y valiente, a la que tuvo el detalle, según los Evangelios, de ser la primera en ser visitada tras la Resurrección. ¡Si este texto que estamos comentado es de San Pablo, tan misógino y machista, según habladurías de ignorantes!

En esta lectura de la misa de este sábado, que, -por cierto, es una de las que más me gusta usar en los Bautizos, por la fuerza con que anuncia la igualdad-, se demuestra, hasta la evidencia, la injusticia que se comete con la Iglesia, -en su conjunto y en su esencia, de libertad de igualdad, y de negación de cualquier exclusividad, por arriba, y de cualquier exclusión, por abajo-, cuando se mete en el mismo y único saco la profunda actitud liberadora de los miembros de la comunidad cristiana, fruto de la Salvación en Cristo, y el pago y la hipoteca que algunos de sus jerarcas han pagado, en el transcurso de los siglos, a ideologías del mundo, que, esas sí, nada tienen que ver con la libertad y la verdad evangélicas.