Hay tantas luces en nuestra ciudad,
se desprende tanta luminosidad artificial
que nos es muy difícil llegar a ver,
ya no digamos las estrellas
del firmamento,
sino las que pudieran iluminar,
las que naufragan en nuestros mares,
en nuestras esquinas,
en nuestros lugares oscuros,
en nuestras soledades y depresiones.
Y, sin embargo,
sigue brillando una estrella
que está a una distancia asombrosa:
quince mil millones de años de distancia
hasta el agujero profundo
de nuestro corazón,
cuya única misión es iluminar,
y que, como un faro
en medio de las tinieblas,
regale su brillo, gratuitamente.
Cuando iluminamos, acompañamos,
creamos sin quererlo nuevas claridades,
estrellas, que por contagio, iluminan y
crean nuevas estrellas
que iluminan y crean…
Son las estrellas que señalan
el sendero de la humanidad,
que abonan los corazones de ternura
y atienden con atención
y profundo cuidado
la rosa que con su olor renovará
con su fragancia otras vidas.
Natividad resuena a renacimiento,
a resurrección, a enamorarnos de nuevo,
con pasión. Encarnándonos.
Reencarnándonos, si en algún momento
del camino se quedó frío el corazón.
Caminando despacio hacia el portal
en el que el recién nacido
nos muestra primero
las dolorosas imágenes de pateras, naufragios, guerras, hambre, miseria, consumo y vacío.
Pero los muros, las barreras,
las fronteras se borran y desaparecen cuando se despliegan
las velas de los ojos del corazón, agradecidos ante esas estrellas que, ahora sí, encienden nuestro firmamento,
que pueden transformar nuestro mundo y nuestras vidas.
“Te doy gracias, buen Dios,
Padre y Madre,
porque me has revelado estas cosas
por los empobrecidos y marginados,
y se las has ocultado a los ricos
y a los poderosos que están sordos
a los clamores de los desposeídos”.
Estas estrellas nos conducen
por el sendero de la humildad
a descubrir, a su lado,
la presencia de Dios,
su encarnación en las nuevas cuevas frías e inhóspitas de nuestros días,
pero que nos llevan, sin darnos cuenta,
a la fuente de agua viva,
a la estrella más brillante,
a la luz más humana, más divina,
de la sencillez del corazón.
(Miguel Ángel Mesa – Navidad 2007)