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Es la vida humana una experiencia abierta y en absoluto un experimento de laboratorio, que siempre puede repetirse para salir de dudas. El destino nunca se sabe, se presume y se presiente acaso en el camino que llevamos y que hacemos paso a paso. ¿A dónde va la vida cuando se va? La planta de los pies no tiene raíces, no arraiga aquí y ahora, ni es el camino lugar para quedarse. Somos una pregunta abierta, desplegada, necesaria, viva y en modo alguno una pregunta retórica.
Una pregunta que no vuelve sobre sí misma como el camino trillado de las eras. Esa experiencia de la vida humana no es la madre de la ciencia o saberes positivos. Pero si la hacemos y no hay modo de plantarse, algo sabemos a través de ella. Ni más ni menos que no sabemos nada sin duda alguna, y lo que sabemos sin salir de dudas es nada menos que esperamos. O lo que creemos, que no es otra cosa la esperanza que la fe o creencia en traje de faena: la que camina, con un pie en tierra y otro en el aire.
Pero la auténtica fe o creencia humana, apertura, nada tiene que ver con la pura teoría, que mira por la ventana sin pisar la calle. Que eso es como soñar dormidos, sin caminar desvelados por la pregunta vital que nos llama: la que somos y mantenemos abierta, la que nos sostiene en vilo. Conmovidos acaso por las razones del corazón que la razón no comprende, pero que hacen razonable a la fe. No la fe en la pura o dogmática fe, que eso es fanatismo: la perversión de la fe que consiste en creer para no pensar. Cuyo antídoto es el racionalismo, que invierte el asunto y piensa sólo para no creer. Pero mi lema es creer para poder pensar; junto con el otro que lo complementa: pensar para poder creer, como decía Anselmo de Canterbury. Es una alianza de razón y fe o esperanza.
Podríamos pues decir que la fe o creencia es una esperanza humana que transgrede el destino ciego o aciago de la muerte. Pero hay que tener cuidado con la fe o creencia que superan el destino sin supurarlo, es decir, que suplantan el destino inmanente por otro que nos trasciende, sea religioso o político, abandonando a este mundo a su suerte.
El destino como hado o sino es lo inevitable e ineludible, y remite al final del viaje y su trayecto, así pues a la estación final de la muerte. Pero de Demócrito a J.Monod sabemos que el mundo está regido no solo por el destino o la necesidad, sino por el azar, la casualidad, o sea, la libertad. Tenemos pues una libertad condicional o condicionada, pero cierta libertad frente al destino. Pues como dice nuestro folclore, la jota es alegre o triste según está quien la canta; exactamente lo mismo que en el caso de la vida, destino cerrado o abierto según quien y como la vive.
Y bien, no negaremos que al final nos aguarda la muerte, pero para guardarnos en paz. Pues si la muerte es el destino del hombre, el destino de su humanidad está más allá de la muerte. Podríamos decir que la muerte es el destino de nuestra vida, pero un destino paradójico por cuanto lo es para siempre/jamás, así pues, para siempre y nunca, quién sabe, esperemos con los pies en la tierra y aún no trasterrados.