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Ahora han descubierto, o han hecho pública, la oposición del «clan alemán» al papa Francisco. Los dos jefes de ese comando son dos poderosos prelados cercanos al papa: el secretario personal de Joseph Ratzinger, Georg Gaënswein, y el prefecto de Doctrina de la Fe, Gerhard Müller, ambos criados en el espíritu de Tubinga (y del papa emérito).
Ambos son exponentes de esa parte del clero alemán católico que se considera, desde hace casi 1.000 años, el guardián de las esencias de la Iglesia católica. Sobre todo en lo que hace referencia a la seguridad de la doctrina, y a la pureza y rigor de la praxis eclesial. Y es por esta senda de la práctica más que por lo intrincado de la fe, por donde se han encendido las alarmas contra algunos de los gestos e insinuaciones, porque todavía no podemos hablar de decisiones, del papa Francisco.
En concreto, parece que han sido ciertas respuestas espontáneas y atrevidas que dio el Papa en la famosa entrevista a «Civiltà Católicca» sobre la actitud oficial de la Iglesia con los divorciados, y la posibilidad de que éstos puedan comulgar. Ambos eclesiásticos piensan que la opinión del Papa es que la comunidad eclesial debería modificar la normativa, y por ende, la sensibilidad comunitaria hacia esos hermanos, hoy por hoy impedidos de recibir la Comunión. Y ese este cambio, superior a toda capacidad de comprensión de algunos círculos vaticanos, lo que ha provocado, según informes romanos, la actitud defensiva de esos guardianas de la ortodoxia. Y después de la defensa, han venido, como suele acontecer, los ataques.
Yo, de verdad, no entiendo de ninguna manera esa reacción ante un tema que no es, de ninguna manera, ni tan grave, ni dificultoso, ni decisivo. A no ser que se trate de un planteamiento de autoridad, y de que nada se pueda mover en la Iglesia sin la normativa estrecha, y bien vigilada, de la jerarquía. O, también, y ambas consideraciones son importantes y pueden ser, o derivar, en graves diferencias, si lo que se quiere imponer, o mantener, un sentido arcaico, superado, y , a mi entender, gravemente errado, de la Eucaristía. Hay quien considera ésta como un privilegio o un premio. Por eso repetimos, hace siglos, la invocación, «Señor, no soy digno de que entres en mi cas, pero una palabra tuya bastará para sanarme».
Esa invocación penitencial, después de otras muchas que mantenemos de canon romano, no viene a cuento, y es, además, una contradicción con lo que hemos afirmado en el verdadero ofertorio de la Misa, que se realiza después de la Consagración. Proclama el presidente: «Así pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo, te ofrecemos el pan de vida y el cáliz de salvación, y te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia». Está clarísimo, el Señor nos hace dignos de celebrar este banquete. Y en una comida, se come. Además, al inicio de la celebración eucarística la asamblea realiza un auténtico rito penitencial, que es, como decía un profesor salesiano, con el que hicimos un curso de liturgia, que ese rito era como ponerse el vestido de fiesta exigido en los banquetes solemnes de los judíos.
Pero hay más, mucho más. Que los seguidores de Jesús, los creyentes, y los que acuden a los sacramentos a encontrarse con Jesús puedan acercarse a la Comunión es no solo un derecho del bautizado, sino una obligación. El Señor usó tres formas verbales de imperativo en la institución de la Eucaristía, en la última Cena: «tomad y comed»; tomad y bebed»; y «haced esto en memoria mía». No es un regalo, no es un privilegio, no es un duce o un bombón de espiritualina, es una orden de Jesús. Que, por cierto, el concilio Lateranense IV rebajó a la categoría de un mandato canónico de la organización eclesial, además con determinadas exigencias morales preparatorias.
Ahora pues, saquemos las consecuencias para la actuación pastoral, que, estoy seguro, casi todos los curas ejercemos. En la cultura urbana de las grandes ciudades o de ciudades medias, dejando de lado los pueblos muy pequeños o aldeas, en las que todos se conocen, uno puede celebrar la Eucaristía en una asamblea en la que sea perfectamente desconocida su vida privada, y el hecho de si está o no separado o divorciado. Salvando, pues, el escándalo que podría advenir a mentes menos esclarecidas, y que es importante para la edificación de la Iglesia como cuerpo de Cristo, esos hermanos se acercan a la comunión eucarística con toda y total garantía de licitud. Y es esto lo que se viene haciendo, por lo menos en las grandes ciudades. No traten, pues, esos prelados alemanes de resolver un problema que no existe, sino en el papel. No en la realidad. Y muchos pensamos que es por ahí por donde quiere caminar Francisco, dando carácter oficial a una solución que ya se está ofreciendo en la praxis eclesial.
Artículo de rs21, blog «El Guardián del Areópago»