Aquel hombre que se enfrentó al imperio romano, al mismo tiempo que a los sacerdotes de la tradición religiosa de su época. El que defendía a los diferentes, a los perseguidos, a los más pobres, y que al mismo tiempo comprendía la angustia del centurión preocupado por su amigo.
El hombre de las parábolas y de las paradojas, aquel que 2000 años después de su nacimiento sigue siendo uno de los referentes de nuestra civilización. ¿Qué pensaría de un gobierno que quiere educar a sus jóvenes ciudadanos y ciudadanas en los valores constitucionales de una democracia como la Española, ayudarles a comprender la dinámica de sus instituciones democráticas, al tiempo que a comprender los grandes retos de nuestro tiempo en el marco de la Declaración de los Derechos del Hombre?
Nunca sabremos su opinión, pero por las enseñanzas legadas de sus actos, por su creencia en el valor del hombre y la búsqueda incesante de una mayor igualdad de todos los hombres y mujeres que habitan este planeta, podemos pensar que aquel hombre llamado Jesús defendería que 2000 años después de la «Res pública», el Estado, a través de la educación, enseñara a los más jóvenes los valores de la igualdad, de la libertad y de la fraternidad derivados de la ilustración, y desde ellos, comprender el mundo y las instituciones democráticas con las que la sociedad actual pretende consolidar los valores constitucionales superiores de su ordenamiento jurídico, la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
Cuando se acusa al Estado de pretender determinar los valores ciudadanos, y que estos competen a las familias en exclusiva, se olvida la importancia que tiene la moral pública en el desarrollo de la convivencia en la comunidad, y que esa moral pública está constreñida a la Constitución, y a través de ella nuestra sociedad ha creado mecanismos de control para evitar que la educación para la ciudadanía pueda ser utilizada para el adoctrinamiento ideológico por parte de cualquier grupo político o de poder.
Otra cuestión es el papel de la iglesia en este asunto. La historia de España está jalonada de ejemplos que muestran que la ambición de libertad, igualdad y justicia en nuestra sociedad se ha encontrado siempre la intransigencia de la iglesia que, en casi doscientos años de constitucionalismo, ha hecho todo lo posible por mantener sus privilegios sobre la educación de los ciudadanos, constituyendo un impedimento permanente para la consolidación de los valores constitucionales que nos han permitido disfrutar en los últimos treinta años de la época de mejor convivencia en libertad de toda nuestra historia.
Al cristianismo debemos, sin duda, la pervivencia de los valores humanistas, pero no así a la estructura de poder de la iglesia, que como vemos cada día se aleja más y más de la práctica moral de los cristianos de base.
Pese a la posición de la estructura de la iglesia y del propio vaticano, aquellos que admiramos a Jesús, como hombre, aún esperamos que los grupos de cristianos de base de nuestro país, respetuosos con la España constitucional, hagan ver a la jerarquía eclesiástica que, antes de condenar la asignatura de Educación para la ciudadanía, piensen en aquello que nos legó Jesús y que nos trata de transmitir la Constitución: «amad a los demás como a vosotros mismos».