La celebración del Sínodo de los Obispos (especialmente en su ceremonia de inauguración) nos trae las imágenes de siempre: un solemnísimo altar, una misa en latín, la mirada desazonante de Benedicto XVI, una escenografía de hieratismo, una sensación de infinita lejanía…
El discurso y el lenguaje del Papa han estado a tono con el escenario: expresiones de catastrofismo apocalíptico, condenas y descalificaciones dictadas por la desconfianza… “La influencia deletérea y destructiva de una cierta cultura moderna” (nada se dice de otras más positivas), “la sociedad dividida y confundida”, “el hombre como única medida de su propio actuar”… Un cúmulo desolador de errores y horrores.
El Papa muestra en su discurso un pesimismo antropológico que está en las antipodas – me parece- de la visión evangélica del hombre y del mundo, desde la que se podrían denunciar otros horrores más importantes: la injusticia estructural (básicamente económica), la insolidaridad, la trivialización interesada de la vida… Benedicto XVI deriva en una especie de paradójico nihilismo, aunque de signo contrario al que descalifica y combate. Nada vale, nada es recuperable. Y hace gala de nuevo de una concepción teológica sacral y absolutista, dogmática, que creíamos obsoleta pero que permanece vigente. Pienso que esta es la verdadera circunstancia de fondo de la iglesia.
Y como única solución a sus lamentos y demandas propone la lectura y estudio de la Biblia a lo largo de las amplias sesiones del Sínodo. Mucho me temo que una propuesta tan genérica y despegada de la cotidianidad de la gente no enganche con los intereses de la ciudadanía. Existen además en la iglesia demasiadas cosas que rodean y aprisionan a la Biblia y sofocan su aroma y su mensaje. El Papa sitúa el estudio de la Biblia por encima del afán de dinero y de éxito que acosan a la humanidad, pero en el mismo ranking de valoración.
Benedicto XVI afirma también que “Dios ha sido expulsado de la vida pública”. ¿Puede afirmarse eso con verdad desde nuestra circunstancia de país después de los episodios recientes de la misa de apertura de los tribunales, de la prohibición eclesiástica de apostatar de la iglesia católica y de la negativa de la jerarquía a colaborar en la recuperación, identificación y justo reconocimiento de las víctimas republicanas de nuestra guerra civil? La jerarquía de la iglesia española está practicando de modo sistemático una ingerencia intolerable en la esfera civil, en la autonomía de lo temporal y social, y una inhibición en cuestiones de claro valor evangélico y humano. Lo que ocurre, para mayor gravedad, es que muestra y predica una imagen de Dios que muchos de nosotros no compartimos.
Y ello tiene que ver con el imprescindible testimonio de coherencia que la iglesia debe guardar, y al que alude también el Papa en su discurso: “Es indispensable que la iglesia conozca y viva lo que anuncia, para lograr que su predicación sea creíble”. Algunos obstáculos se oponen a esa credibilidad. Aunque sea rozando el tópico, hay que decir una vez más que no nos gusta esta iglesia de pompa y apariencia, que no respira verdad ni pobreza evangélica, que tiene poder y dinero, lo que se le nota demasiado. Y que buscamos una iglesia distinta y trabajamos por ella.
S.S.T. es licenciado en teología y miembro de la Asociación de teólogos Juan XXIII