En el Encuentro Nacional de Presbíteros, que fue realizado la semana pasada en Itaici, el cardenal don Claudio Hummes reafirmó la doctrina de la Iglesia Católica de que las personas divorciadas que vuelven a casarse pueden frecuentar las comunidades católicas, pero no pueden confesarse ni recibir la comunión. En otras palabras, las comunidades deben acoger bien a esas personas, pero no les pueden permitir una participación plena, pues ellas estarían fuera de las leyes de la Iglesia Católica.
Yo no quiero discutir aquí la doctrina de la Iglesia Católica sobre esta cuestión, y sí cómo es que esta posición puede ser percibida o entendida por la sociedad. Es decir, cuál es la imagen y el mensaje que la Iglesia Católica está o puede estar pasando a la sociedad, aunque sea en forma involuntaria.
Las personas buscan una iglesia (católica o no) porque desean, entre otras cosas, reconciliarse con Dios, consigo mismas y con otras personas y también con la comunidad. La sensación de culpa, muchas veces difusa y sin claridad de qué es lo que está pasando, es algo que es parte de nuestras vidas. Es una sensación difícil que nos incomoda. Por eso, muchas veces creamos una coraza en nosotros y nos volvemos más insensibles a nosotros mismos y también en relación con otras personas. Esas sensaciones o sentimientos de culpa no significan que necesariamente seamos culpables de algo, pero están ahí y nos paralizan o nos vuelven agresivos.
Cuando nos hacemos más sensibles a nosotros mismos, somos capaces de buscar la reconciliación con nosotros y con lo que causa esa sensación. Generalmente esto comienza con un perdón: perdonándonos a nosotros mismos y/o pidiendo perdón. Cuando la reconciliación y el perdón ocurren, las personas tienen la experiencia de libertad y de comunión. Nos sentimos libres y somos más capaces de percibir que pertenecemos a algo mayor que nos une.
En la Iglesia Católica, consideramos a este proceso tan importante que hasta tenemos sacramentos para celebrar la reconciliación (también conocido como «confesión») y la comunión con Dios y con la comunidad (la eucaristía). Con esto, la Iglesia Católica enseña que la reconstrucción/reconciliación de las relaciones humanas rotas es algo más que simplemente humano, es también divino. Al ofrecer el sacramento de la reconciliación a todos/as los/las que quieren confesar sus pecados y confesar (hacer su profesión) su fe en el perdón divino, la Iglesia confiesa y anuncia su fe en Dios que es Amor y misericordia.
Pero, si la Iglesia dice que no todos/as los que participan de la comunidad pueden tener acceso a los sacramentos de la «confesión» y de la «comunión», está creando confusión en las personas. Confusión en el sentido de que el mensaje puede ser interpretado de diversas maneras. Una interpretación de ese mensaje podría ser: Dios es misericordia infinita porque su Amor por nosotros es inmutable (no disminuye a causa de nuestros pecados) y nos perdona; pero la Iglesia sólo permite el acceso a la confesión a personas que están dentro de las leyes de la Iglesia. Así, el perdón de Dios es mucho mayor que el de la Iglesia Católica y sus sacramentos.
Una segunda interpretación podría ser: la Iglesia Católica posee el «monopolio» del perdón divino y las personas que no tienen acceso a la confesión no reciben el perdón de Dios y de esta manera la misericordia divina no es tan grande pues está limitada por las leyes de la Iglesia Católica.
A pesar de la profunda diferencia teológica entre esas dos interpretaciones, hay un punto en común: la Iglesia se presenta o es percibida como un lugar donde la ley habla más alto que la misericordia. Aunque asumamos la primera interpretación y digamos que la misericordia de Dios sobrepasa los límites de la Iglesia (lo que parece ser lógico, pues Dios no puede ser menor que una Iglesia o religión), la Iglesia Católica es presentada o vista como una casa donde la ley impera, donde la obediencia a la ley es lo más importante. Las personas que rompieron con esa ley y se casaron por segunda vez pueden recibir el acogimiento de la comunidad, pero no los sacramentos de la confesión y de la comunión.
La casa donde la ley habla más alto -y debe ser así- es el tribunal de justicia. Donde el juez declara inocente o condena a las personas de acuerdo con el cumplimiento o no de las leyes. Aquí la culpa implica un castigo. Aunque el juez sea benevolente y libere al culpable del cumplimiento de la pena, la ley prevalece, pues esa liberación sólo puede realizarse dentro de la ley. ¿La Iglesia debe funcionar como un tribunal de justicia?
En el fondo, la cuestión de las personas divorciadas y casadas nuevamente va más allá de un problema pastoral o de derecho canónico. Es una cuestión teológica: ¿en qué Dios creemos? En el Dios sometido a la Ley, que no puede amar y perdonar más allá de los límites de la Ley, o en el Dios que es Amor y Misericordia, que nos ama infinitamente y que por eso no está sometido a la ley y nos perdona más allá de los límites de las leyes.
Vivir la fe en Dios-Amor significa asumir el camino de la Iglesia como un lugar de misericordia, una vida comunitaria basada en el amor y el perdón (dos pilares de la reconciliación y de la comunión). Esto no significa el fin de las leyes o reglas, sino que exige una nueva relación con ellas. Exige una forma creativa de vivir la enseñanza de Jesús: «el Sábado fue hecho para el ser humano y no el ser humano para el Sábado» (Mc 2,27).
[Autor de «Un camino espiritual hacia la felicidad», Ed. Vozes)]
Traducción: Daniel Barrantes – barrantes.daniel@gmail.com
* Profesor de Post Grado en Ciencias de la Religión de la Universidad Metodista de San Pablo y autor, entre otros, de «Competencia y sensibilidad solidaria: educar para la esperanza» (con Hugo Assmann)