Juntos para celebrar lo que nos es común
Me resulta incómodo polemizar sobre el funeral de las víctimas de la tragedia de Barajas. La casi totalidad de las víctimas pertenece, de hecho, a una sociedad civil católica con Estado democrático no confesional.
Pero, ante el hecho extremo de una muerte tan extemporánea y brutal, a las víctimas poco les va a importar nuestras disputas sobre una u otra clase de funeral. Es a nosotros a quienes irrita el hecho de que el Estado intervenga, una religión lo apadrine y no se reconozca en un acto público la condición de unas pocas víctimas como creyentes no católicas o ateas.
La muerte trágica de 154 personas no es para reivindicar la presencia y protagonismo de nadie. Nos olvidamos de que la muerte sobrepasa todas las barreras filosóficas y religiosas, y se planta ante nosotros, -ante todos- como “señora” de lo que es: de supresión total de la vida. Y es lo que, sin discriminación, nos alcanza a todos. Ahí no vale pararse a calibrar diferencias ideológicas o religiosas hegemónicas del género que sean.
Somos todos humanos, con una mismísima mortalidad, en este caso trágica. Y en esa quiebra irreparable estamos todos presentes, convulsionados, unidos con el sentimiento de impotencia, de entrañable e inconsolable solidaridad, de apoyo y búsqueda de horizontes que aporten luz y esperanza. La colectividad entera, rota y estremecida, ve con asombro que hay cosas que nos resulta imposible de recomponer y nos necesitamos para ayudar a levantarnos, caminar y encontrar razones (filosóficas, éticas, religiosas, místicas, científicas…) que de alguna manera esclarezcan nuestro misterio.
Para esto nos reunimos, para esto convocamos un gran acto público, para esto necesitamos estar todos presentes. A ese nivel, el más denso e importante, nadie se da por excluido, discriminado, ofendido. Compartimos lo que todos, en un mismo frente de oscuridad, de lucha, de búsqueda, de reto, de utopía y esperanza humanas, sentimos y compartimos. Es lo primero, lo que no deja a nadie fuera; luego que cada uno, que cada grupo, que cada religión, que cada institución, añada, adobe y acompañe el hecho con las consideraciones, promesas, creencias y opciones que crea más propias y oportunas. Pero, sin hacer lucha de lo que no es, de una nadería.
A mí, creyente católico, no me importa en una sociedad democrática, participar en una celebración secular , laica, ritualmente arreligiosa, para celebrar los grandes valores, interrogantes y desafíos de cuantos mueren sin tener fe; son también mis valores, interrogantes y desafíos, los comparto y me siento a ellos unidos. Deploro con toda mi alma que las religiones -de aquellos vientos estos lodos- hayan pasado por entre tantas vidas y momentos pisando legítimos sentires del ser humano. Pero, no es esa la religión del Jesús de Nazaret, que yo profeso, ni nadie que de verdad sea católico.
Todo esto se entiende si partimos de que estamos viviendo una situación nueva, religiosamente hablando. La religión no es –ninguna de ellas- para negar y excluir. Y la religión católica ha servido para eso hasta en el acto de la muerte, para separar territorios (cementerios) sagrados o profanos, aptos para unos e ilícitos para otros. . No todo es igual, no todo da lo mismo, pero entre ese todo la mayor parte es humanamente igual. Pero nosotros, por conceptos y discriminaciones particularistas, hemos preferido señalar, separar, contraponer y dividir, en lugar de realzar lo que nos une, que es mucho más.
La Misa o la Eucaristía , celebración acostumbrada para estos casos de un funeral, la hemos entendido así muchas veces, como un acto diferenciador, radicalmente contrapuesto. No cabría en ese acto sagrado dar cabida a quien no se profesa católico o se manifiesta de otra religión. Y menos al que se profesa ateo. Las líneas divisorias son irremontables.
¡Paradójico! Paradójico tratándose precisamente de la religión católica en la que la enseñanza y práctica de Jesús aboga al máximo por la universalidad, el amor y la fraternidad, aplicada precisamente a los más proscritos y despreciados: “Esta es mi sangre y mi vida dada por todos vosotros para que nunca más seáis extraños los unos a los otros, os améis como yo os he amado y os tratéis como lo que realmente sois: como hermanos”.
En este nivel de humanidad y fraternidad, el más hondo y primigenio de la Misa, cabemos todos, podemos estar todos, participar, compartir e intercambiar sentimientos y valores entrañables, sobre todo al sentir el zarpazo inquietante de la muerte: nos ayudamos, compartimos nuestras dudas e interrogantes, estrechamos nuestra solidaridad, nos damos razones para robustecer nuestra debilidad y seguir viviendo. Esto pertenece a la Eucaristía, aunque la Eucaristía sea más que eso.
Las víctimas nos convocan a esta primiginia y universal identidad. Aún recuerdo, la vez en que una mujer no española, marxista y atea, me pidió participar en una eucaristía nuestra. Se emocionó, lloró y pudo compartir valores y esperanzas que a lo mejor no había imaginado y se explayó luego en profundo agradecimiento. Y, a la inversa, yo he participado, en veladas “litúrgicas” seculares, con ocasión de la muerte, donde sin aparecer la fe aleteaban palabras y pensamientos humanos profundos, movidos por la simple y natural condición humana.
¡Siempre contraponiendo, siempre excluyendo y precisamente en nombre de lo más opuesto a toda exclusión! Funerales por las víctimas, no del Estado, no políticos, pero sí humanos, públicos, plurales, abiertos a todos, coordinados proporcionalmente por quienes representan a esta sociedad plural, para que unos y otros, en modo y medida adecuados, participen y nos enriquezcamos entre oscuridades y luces luminosas, entre luchas y retos insoslayables, con el alma dolida, asustada o esperanzada.
Y, en medio de todo, la libertad, para que cada uno oiga, pondere, asimile y se quede allí donde quiera y elija. Lo que los católicos añadamos a esta liturgia eucarística, desde la perspectiva inaudita de la resurrección, será también celebrado como algo propio e irrenunciable, sin por ello posponer lo anterior.
Funerales, pues, desde la identidad y convergencia, desde esa ultimidad de la muerte compartida por todos, donde es grande la unión y acaso menos grande la diferencia.